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Una cuestión de contorno

Una lectura de Ladrilleros (Mardulce), por Patricio Pron. "Sobre la novela de Selva Almada se puede decir que carece de lenguaje, que es torpe en la presentación del habla de los personajes y que estos son planos".

Por Patricio Pron.

almada

No parece posible decir nada nuevo acerca de Ladrilleros de Selva Almada; si posible, tal vez no sea necesario: el quinto o sexto libro de la autora entrerriana es un éxito de ventas y está avalado por un entusiasmo crítico que no requiere ni ratificación ni rechazo. Ahora bien, ese entusiasmo crítico parece, tras la lectura de Ladrilleros (ahora en Lumen, una editorial española), cuestionable. Quizás sí valga la pena decir algunas cosas sobre esto.

Ladrilleros tiene algunos méritos. Voy a mencionar uno: pone a las condiciones materiales de existencia en el centro de la trama, algo inusual en una novelística (la argentina, pero también la española) en la que (como sostiene Constantino Bértolo, el antiguo editor de Caballo de Troya) los personajes parecieran vivir del aire. A este mérito se le suma otro, que vale la pena mencionar también: el de hacer posible una discusión acerca del realismo como proyecto estético (y, por consiguiente, político) en la literatura argentina.

Acerca de esta discusión no se puede decir mucho porque (hasta donde yo sé) no se ha producido aun; sobre la novela de Selva Almada se puede decir que carece de lenguaje, que es torpe en la presentación del habla de los personajes y que estos son planos. Ladrilleros presenta a un narrador que “habla” “como” sus personajes, lo cual no está mal, excepto por el hecho de que el registro coloquial (que pretende otorgar credibilidad al relato, en la línea del realismo mimético) está lastrado de contradicciones. ¿De qué otro modo se puede interpretar que, por una parte, el narrador describa a un personaje como “una changuita de catorce” y a continuación hable de su “pubis” (15)? ¿Qué tipo de conocimiento del lenguaje de las clases bajas argentinas se puede inferir de un relato cuyo narrador dice que un personaje se asoma “con restos de siesta en la jeta” (20) y de inmediato dice que “por el rabillo del ojo, ella vio brazos y piernas que se debatían en el interior de algunos autos” (21)? ¿Qué opinar de que un personaje sea caracterizado como “timbero, simpático y vagoneta” para que de otro, a continuación, se diga que tiene “un pasado lúbrico” (43)? ¿Son “pubis”, “rabillo”, “debatir” y “lúbrico” palabras que sean empleadas frecuentemente en el ámbito en el que se mueven los personajes de la novela? La respuesta (creo recordar) es que no y hace al fracaso de Ladrilleros como texto realista, que es lo que a todas luces pretende ser.

Un problema añadido es el de que Almada tiene una inclinación por los diminutivos (“despacito” y “pedacito” aparecen ya en la primera página del libro, y se multiplican en las siguientes: “changuito”, “gallito”, “capillita” sólo en una página escogida al azar, (la 35) y las cursilerías. Los pantalones de un personaje le “marcan la hombría” (11), el pubis es “peludo, caliente y blando como un nido” (15), las mujeres “se entregan” (21) o entregan “su virtud” (35), la lucha es “sin cuartel” (53), etcétera. Algunas de sus frases, por otra parte, parecen ser irónicas (a pesar de que Ladrilleros carece deliberadamente del más mínimo atisbo de humor), una parodia de una cursilería televisiva que, en realidad (y esto lo prueba la estructura fragmentaria, cinematográfica, del libro, que oculta de paso la dificultad de la autora para desarrollar escenas), parece más relevante a la hora de trazar una genealogía de Ladrilleros que cualquier referencia literaria: “Estela Miranda sabía que, aunque los hijos se hacen de a dos, una siempre está sola para traerlos al mundo” (23), “Tamtam [sic] las botas; tamtamtam [sic], su corazón” (25), “Si en el pecho de Celina había cabido el hombre de metro setenta y ochenta kilos, ahora, en el mismo pecho, solo había lugar para ese puñadito de carne que agitaba los bracitos y las piernas como si aleteara, igual que un pajarito” (36).

Algo de todo esto recuerda un poco a Leonardo Favio (en sus dos vertientes, la de cineasta realistamágico y cantautor románticocursi) y otro poco al proyecto estético político de la revista Contorno. A más de sesenta años del inicio de ese proyecto (en 1953), el resurgimiento de su programa me parece un fenómeno mucho más interesante que Ladrilleros (de hecho, su autora escribirá otros libros, seguramente mejores) porque presupone que la literatura argentina se encontraría en un momento similar a aquel, que dio origen a una reacción que arrojó sus mejores resultados en libros como Un Dios cotidiano y Dar la cara de David Viñas y en el texto de alguien que no fue “contornista” de manera explícita: El frasquito de Luis Gusmán.

Claro que el problema es que el programa de Contorno era mucho más sofisticado que el de Ladrilleros, constituía una forma de resistencia a las corrientes dominantes en la literatura argentina de la época, vinculaba a la literatura nacional con los proyectos estéticos que estaban siendo discutidos en el extranjero, introducía variantes (el psicoanálisis, el estructuralismo, el existencialismo), leía la literatura como el testimonio de un crimen (y siempre el crimen es de una clase sobre otra), ampliaba el horizonte de posibilidades en vez de reducirlo mediante la repetición de lo ya visto y contrastado: es decir, todo aquello que no hace este libro de Selva Almada ni su programa. La frase “Si hacía falta, lo iba a obligar a mascar conchas todo el día hasta que se le fuera el berretín de chupar pijas” (11) podría haber sido suscripta por Gusmán, es cierto; pero el narrador omnisciente (de focalización cero) de Ladrilleros hubiese sido visto por el autor de El frasquito y por sus colegas como un recurso fácil y demagógico concebido para emborronar lo que la literatura tiene para decir acerca de la historia, la política, la sociedad.

¿Significa esto que asistimos a un retroceso en la discusión sobre literatura en la Argentina? Quizás, pero ese supuesto retroceso es menos relevante que la indefinición en torno a una cuestión, si acaso, más importante: la de cómo narrar la experiencia social y en qué términos juzgar ese relato. No me parece un asunto trivial: ante la literatura formalmente conservadora (y, por lo tanto, políticamente inane) de Ladrilleros, me gustaría creer que la Argentina aún ofrece un espacio para una literatura que no se dirija al público, sino al lenguaje; una literatura que apunte “a la trama para narrar su descomposición, para poner el sentido en suspenso”, que apunte “al lenguaje para perforarlo, para buscar ese afuera –el afuera del lenguaje– que nunca llega, que siempre se posterga”, que es lo que propuso hace exactamente una década Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda, un muy buen ensayo que pienso que todos deberíamos releer para apreciar la figura, pero sobre todo el contorno.

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