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Aciertos, errores y curiosidades en la obra de Julio Verne

El escritor y científico Claudio Sánchez habló ayer sobre los "Aciertos, errores y curiosidades en la obra de Julio Verne". El texto que sigue es la versión escrita de la conferencia.

Por Claudio H. Sánchez.

claudio sánchez

Es un lugar común decir que Julio Verne anticipó adelantos técnicos que se hicieron realidad muchos años después, como los viajes espaciales (en De la Tierra a la Luna), el submarino (en 20000 leguas de viaje submarino) o el fax (en París en el siglo XX). En realidad, cuando se habla de “anticipación” no queda claro si se trata de una adivinación del futuro, de una extrapolación racional o de una simple casualidad. Además, Verne no siempre acierta en sus predicciones. En cualquier caso, estas predicciones son curiosidades interesantes de analizar.

El Viaje a la Luna I

Cuando el viaje a la Luna se hizo realidad en 1969, los cronistas de diarios, radios y canales de televisión señalaban a cada rato las coincidencias entre ese viaje y el descripto por Verne en De la Tierra a la Luna. Algunas de estas coincidencias son: la cantidad de tripulantes (tres), el país organizador (Estados Unidos); la duración del viaje (cuatro días) y el lugar de lanzamiento (la península de Florida).

 

Inicialmente, la misión de De la Tierra a la Luna consistía en un proyectil no tripulado. Entonces aparece un aventurero francés llamado Miguel Ardan (inspirado en un amigo de Julio Verne) pide que se acondicione el proyectil para viajar en él. Y luego se le unen el organizador (Impey Barbicane) y un rival (el capitán Nicholl). Así se llega a la cifra de tres tripulantes, como en la Apolo XI.

Planteado así, la coincidencia en la cantidad de tripulantes entre el viaje real y el imaginado por Verne es sólo eso: una coincidencia. Tal vez lo interesante aquí sea que los técnicos de la NASA que planificaron la misiones Apolo (la mayoría de los cuales habían leído a Julio Verne en su juventud) tenían la noción inconsciente de que a la Luna se viaja de a tres.

Lo del país organizador es más interesante. Hoy nos parece obvio que la empresa de viajar a la Luna sólo puede llevarse a cabo por una superpotencia. Pero en 1865 Estados Unidos era lo que hoy llamaríamos una “potencia emergente”. Es llamativo que Verne haya visto en el espíritu emprendedor del pueblo norteamericano la iniciativa como para emprender algo tan descabellado como viajar a la Luna.

La coincidencia en la duración del viaje es estrictamente científica. Hay una diferencia importante entre el viaje real y el de la ficción. Verne impulsa su proyectil con un cañón. Las naves espaciales reales se impulsan por cohetes, como un avión a reacción. Pero, en ambos casos, se trata de impartirle a la nave una velocidad inicial suficiente como para llegar a la Luna. Aún en el caso de las naves reales, los cohetes actúan sólo durante unos pocos minutos. De ahí en más, el viaje prosigue gracias al juego entre la atracción terrestre y la lunar (en la película Apolo XIII hay una escena en la que, luego de apagar los motores, uno de los astronautas dice “hemos puesto a Isaac Newton en el asiento del piloto”). En estas condiciones, la duración del viaje puede calcularse y resulta ser de, justamente, cuatro días.

En cuanto al lugar de lanzamiento, para enviar un proyectil (o un cohete) a la Luna, conviene hacerlo cerca del ecuador, para aprovechar el envión adicional que proporciona la rotación terrestre. Y el punto de los Estados Unidos más próximo al ecuador es, justamente, la península de Florida.

Sobre este tema, Europa está demasiado lejos del ecuador como para servir de base para lanzamientos de naves espaciales. Por eso, las misiones de la Agencia Espacial Europea parten de la Guayana Francesa, en América del Sur.

El Viaje a la Luna II

Según el final de De la Tierra a la Luna, el proyectil queda en órbita alrededor de la luna y no se sabe si girará eternamente, si caerá finalmente sobre la luna o si podrá regresar. Este final exigía una continuación que llegó en 1870 con Alrededor de la Luna.

Esta segunda parte describe la acción tal como transcurre dentro del proyectil. Y es donde Verne comete el error científico más importante de su obra.

Según la descripción, a medida que la nave se aleja de la Tierra y se acerca a la Luna, disminuye la atracción gravitatoria terrestre y aumenta la lunar. Habrá un punto intermedio en el que ambas atracciones se equilibren. En ese punto, los tripulantes flotarán dentro de la nave experimentando la ingravidez.

En realidad, la ingravidez se experimenta dentro de la nave durante todo el viaje. No es que no haya gravedad. Es que la misma afecta por igual a los tripulantes, a la nave y a todo lo que hay en ella. Cuando vemos a los tripulantes de la Estación Espacial Internacional flotando de aquí para allá, no es porque estén fuera del alcance de la gravedad terrestre. Es porque la gravedad afecta por igual a la estación y a sus tripulantes. Hay gravedad, pero hay sensación de ingravidez.

De todas formas, alcanzar ese punto intermedio en el que se equilibran ambas atracciones es importante porque significa que, de ahí en más, el proyectil caerá simplemente en la Luna. Para celebrar el paso por este punto, los tripulantes hacen un brindis: “[Miguel Ardan] Tomó una botella y tres vasos, los colocó en el espacio, delante de sus compañeros, y trincando alegre­mente, saludaron el paso de la línea con un triple ¡Hurra!”

Que los vasos se mantuvieran flotando en el espacio, se en­tiende. Pero ¿cómo habrá hecho Miguel para verter la bebida dentro de ellos, siendo que nada podía caer?

La borrachera de oxígeno

Otro detalle que se describe en Alrededor de la Luna es una "borrachera de oxígeno". Al parecer, Miguel Ardan, uno de los viajeros, abre en exceso la válvula que renueva el oxígeno de la nave y todos experimentan una sensación de euforia y gran vivacidad. Una vez superado el inconveniente, dice Miguel: “No me pesa haber saboreado ese gas embriagador. ¿Sabéis, amigos míos, que sería curioso... y lucrativo fundar un establecimiento con gabinetes de oxígeno, donde las personas de organismo debilitado podrían dar a su vida una actividad mayor durante algunas horas?”

Verne volvería sobre este tema en El experimento del Dr. Ox, un relato corto publicado en 1872. El Dr. Ox del título hace una instalación de gas para iluminación en una ciudad de Bélgica con el secreto deseo de inundarla de oxígeno puro y estudiar su efecto en personas, animales y plantas.

La idea de usar el oxígeno como alguna forma de estimulante no es original de Verne. Cuando en 1774 el químico inglés Joseph Priestley obtuvo oxígeno puro calcinando óxido de mercurio, lo describió como “un aire semejante al ordinario, pero mejor”. Y luego de respirar el gas escribió sobre sus efectos: “Me pareció sentir el pecho extrañamente ligero y aliviado durante un largo rato después. ¿Quién sabe si, con el tiempo, este aire puro se convertirá en un lujoso artículo de moda?”

Es posible que Verne, aficionado a la ciencia, haya conocido la obra de Priestley y por eso puso en boca de su héroe palabras similares a las del científico. En cualquier caso, ambos acertaron en sus apreciaciones sobre el futuro del oxígeno: desde los años 90 existen, en muchas ciudades de Estados Unidos, Europa y Japón, “bares de oxígeno”, como los que imaginaba Miguel Ardan. Ahí los clientes se sientan a respirar este gas, a veces aromatizado con diversas esencias, y disfrutan de sus supuestos efectos benéficos como si fuera “un lujoso artículo de moda”.

El Nautilus

En 1869, cuando Verne escribió 20000 leguas de viaje submarino, los submarinos realmente no existían. El concepto de navegación submarina es muy antiguo y se remonta a las campanas de inmersión, ya mencionadas en la Grecia clásica. Pero un vehículo de navegación submarina necesita de un motor que pueda funcionar debajo del agua. Y eso no existió hasta la segunda mitad del siglo XIX con el desarrollo del motor eléctrico. El primer submarino práctico fue construido en Inglaterra en 1886.

Un curioso precursor es el ictíneo, del ingeniero catalán Narcís Monturiol. Estaba equipado por una máquina de vapor que obtenía el calor no quemando carbón o leña sino con una reacción química que producía calor sin consumir oxígeno.

Pero aún hoy, cuando la energía nuclear permite que los submarinos permanezcan semanas bajo el agua, el Nautilus de Julio Verne sigue superando a sus semejantes en algo: el espacio interior. El Nautilus tenía salas amplias y lujosas. En la versión cinematográfica de Walt Disney el salón donde el capitán Nemo tocaba su órgano tiene las dimensiones de una catedral. Por el contrario, los submarinos modernos tienen poco espacio interior. Los tripulantes deben pasar de costado cuando se cruzan en los pasillos, los camarotes y literas se comparten y todo el espacio parece estar lleno de mecanismos, tubos y aparatos.

La razón de esto es estrictamente física y se debe al principio de Arquímedes: todo cuerpo sumergido en un líquido recibe un empuje hacia arriba igual al peso del líquido desalojado. Por ejemplo, una camioneta tipo combi o van tiene un ancho aproximado de dos metros, una altura de un metro y medio y un largo de cuatro metros. Eso representa un volumen de 2 x 1,5 x 4 = doce metros cúbicos. Si pretendemos sumergir esa camioneta, recibirá un empuje igual al peso de doce metros cúbicos de agua. O sea, doce toneladas. Una camioneta de ese tipo pesa 1200 kilogramos, la décima parte de lo necesario para hundirla. Es como sumergir un corcho. La única forma de mantenerla sumergida es comprimiendo al máximo el espacio interior, llenándolo de maquinarias y carga. Como ocurre con los submarinos reales.

El problema del día perdido

En La vuelta al mundo en 80 días, Phileas Fogg cree haber llegado tarde para ganar la apuesta de completar el viaje en el plazo del título. Cree haber llegado el día 81. Luego se da cuenta de que, por haber viajado siempre hacia el este, ganó un día. ¿Esto es real o es una fantasía del autor?

En principio, este efecto de día perdido (o ganado, según se mire) es real. Para entender cómo ocurre esto, imaginemos a una persona sentada en su casa a mediodía, con el sol justo sobre su cabeza. Con el correr de los minutos y las horas, el observará cómo el sol se corre hacia el oeste. Veinticuatro horas más tarde, cuando el sol vuelva a pasar sobre su cabeza, sabrá que ha pasado un día.

Ahora supongamos que esa persona, en vez de quedarse sentada en su casa, marcha hacia el este, tratando de alcanzar al sol por el otro lado. En estas condiciones, el sol volverá a pasar sobre su cabeza, y contará el paso de un día, antes de las veinticuatro horas. Y si continúa su viaje hacia el este, cada mediodía seguirá al anterior con un intervalo menor a veinticuatro horas. Cuando haya dado la vuelta completa, habrá contado un mediodía más que una persona que se hubiera quedado quieta en el mismo lugar. Eso es lo que le pasa a los protagonistas de La vuelta al mundo en 80 días.

Este efecto se observó por primera vez en 1522, durante la expedición de Magallanes y Elcano alrededor del mundo. Cuando llegan a Cabo Verde, es jueves, mientras que el diario de a bordo indica que es miércoles. En este caso, hay un día de más porque viajaron hacia el oeste.

Un ejemplo simple de cómo el paso de los días cambia cuando nos movemos alrededor del mundo es lo que sucede en El principito. Al principito le gustaban las puestas de sol, pero no tenía que esperar todo un día para verlas: simplemente caminaba sobre su planeta, adelantándose al sol.

Lo que es difícil de creer es que el detalle se le haya pasado por alto a alguien tan meticuloso como Phileas Fogg. El debería haber corregido su diario de viaje cuando, yendo de Japón a América, cruza la Línea Internacional de Cambio de Fecha. Desde su llegada a San Francisco, su diario lleva un día de error. Es imposible que pudiera conectar los trenes y barcos necesarios para completar el viaje si, por ejemplo, es domingo cuando el cree que es lunes.

¿Verne predijo el fax?

En la década de 1990 se publicó París en el Siglo XX, novela atribuida a Julio Verne y que habría permanecido oculta hasta entonces. Allí Verne menciona un telégrafo: “...capaz de enviar a cualquier parte el facsímil de un autógrafo, escritura o dibujo”.

Esto, que parece una asombrosa anticipación del fax, no es ninguna predicción. Ni pretende serlo, ya que, unas líneas antes, nos aclara que ese telégrafo había sido inventado en el siglo anterior (es decir, el XIX) por el profesor Giovanni Caselli, de Florencia. Y, efectivamente, existía en tiempos de Verne este telégrafo de Caselli, también llamado pantelégrafo.

Para enviar un documento por el pantelégrafo, primero se lo debía imprimir o copiar sobre una lámina metálica usando una tinta especial, no conductora de la electricidad. En el transmisor, una aguja conectada a una línea telegráfica exploraba la superficie del documento mediante un movimiento en zig-zag. Cuando la aguja tocaba el metal desnudo (es decir, no impreso) descargaba a tierra la tensión eléctrica. Pero cuando pasaba por la superficie impresa, la tinta aislante impedía la descarga dejando que la electricidad pasara a la línea telegráfica.

En la estación receptora había un dispositivo con otra aguja similar. Sincronizada con la del transmisor, esta segunda aguja recorría un papel impregnado en ferrocianuro de potasio, que cambia de color al ser sometido a una corriente eléctrica. Así el papel se iba oscureciendo cuando la aguja del transmisor pasaba por la parte impresa, y conservaba su color original, en correspondencia con las partes no impresas del documento.

El principio de funcionamiento parece simple y es, de hecho, similar al de los faxes actuales. El problema era asegurar el sincronismo en el movimiento de las dos agujas. Esto se lograba mediante un mecanismo de relojería con péndulos que guiaban las agujas.

El telégrafo de Caselli se usó durante la década de 1860 en la línea telegráfica de París-Lyón. Y aunque envió cerca de cinco mil faxes durante su primer año de operación, pronto fue abandonado. El hecho de tener que imprimir el documento en la lámina de metal lo hacía muy poco práctico. Además, los facsímiles obtenidos muchas veces resultaban ilegibles.

Todavía se conserva un ejemplar del pantelégrafo que puede observarse en el Conservatorio de Artes y Oficios de París.

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