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Dos poemas de Paula Abramo

Poesía mexicana contemporánea

Audisea acaba de publicar y disponibilizar en Argentina la versión revisada de Fiat Lux, poemario de la autora y traductora del portugués nacida en 1980 en Ciudad de México. 

Paula Abramo (Ciudad de México, 1980) estudió Letras Clásicas en la UNAM y se dedica a traducir del portugués. Ha vertido de esa lengua al español una cuarentena de libros, entre cuyos autores figuran Raul Pompeia, Luiz
Ruffato, Veronica Stigger, Sophia de Mello Breyner Andresen, Ana Martins Marques, Angélica Freitas, Clarice Lispector, Gonçalo Tavares y Ana Luísa Amaral. Fiat
Lux es, hasta el momento, su único libro de poesía, y con él obtuvo el primer premio de poesía Joaquín Xirau Icaza (2013), otorgado por El Colegio de México.

Audisea acaba de publicar y disponibilizar en Argentina la versión revisada de Fiat Lux. De allí tomamos las tres piezas que siguen.

"Partes de este libro siguen de cerca las cartas que escribió Fulvio Abramo durante las décadas de 1930 y 1940. Otras partes son recreaciones de una historia que no viví. Pido disculpas por lo mucho que hay de imprecisión en ellas", advierte la autora.

 

 

(FALSA) FRONTERA

la palabra frontera tampoco demarca sus propios lindes

ni indica cómo descifrarlos

si cromáticamente

si en materia de tiempo

o de textura

y queda abierta allí

como una fruta

como un eslabón roto

que propicia la fuga

de sentido

un fósforo puede

denotar un lindero

asegún lo que encienda

para fines iguales

un anafre una estufa

de gas

un horno

o una fogata

 

 

Supóngase una casa a las afueras,

una línea divisoria,

una calle mal asfaltada y, de un lado,

casas con firme, ventanas, castillos; del otro,

apenas láminas

y aleros confusos y parchados

de cartón goteando

sobre el lodo,

y de ambos lados, termitas

conejos, hierba

crecida,

gallinas

corroyendo las sobras, lo nimio,

humildemente,

como una especie de óxido vivo y compartido,

para luego acabar

en caldos tímidos a ambos lados de la calle, pero en medio,

un accidente rojo, que viene subiendo

la ladera de mangos podridos

y moscas:

 

Gotículas, red esponjosa de júbilo,

olor a cosa nueva, casi áspera

de tan tersa, y viene rodando,

cucurbitácea carcajada,

desde las tierras rojas de Jundiaí

a punto de rajarse,

retumbando su interior líquido

en ecos:

el paladar haciendo ecos, las fosas

nasales

con ecos

de azúcar y lluvia y caña,

cuarenta kilos de fruta

en una sola sandía,

casi como un niño gordo

vuelto pulpa

y rodando

sobre el asfalto cuarteado

entre sonrisas y pasos

firmes de expertos

tozudos en sembrar

la fruta, que,

dando trompicones,

se estaciona.

 

Aquí ya no fruta sino ofrenda hinchadísima,

la sandía,

medio torpe y absurda en una casa

que no tiene heladeras,

donde todo es el sopor de enero.

Y entonces

un lado de la calle, el de las casas amplias

donde cada habitante tiene un cuarto,

le grita al otro lado,

de seres apiñados bajo láminas sucias,

las gallinas corriendo a medio día

a ambos lados de la calle, y aquella fruta

rajándose

sangrando como un grito de azúcares

de breve

duración,

que se mezcla con la tierra, con

los gritos de los niños que se acercan

o que lloran a caballo en la cadera de sus madres

otra vez preñadas.

Cuarenta kilos de fruta que aquí se parten

convivio repentino entre dos lados de una calle

en la que faltan heladeras y entonces la leche,

los dones repentinos, los bizcochos,

se reparten así,

sin mucho alarde.

 

 

 

 

ANGELINA

—prende un cerillo

—sí señora

Angelina es breve y es ficticia

(las marcas de sol sí son de sol)

y vino aquí a hacer el favor de su presencia

porque existe el hambre, ese fantoche de mal gusto,

y existe la cocina, existe la orden

de encender un fósforo

y hay una riqueza enorme y mal distribuida

de crustáceos en el mundo, y de libros y de tiempo

para leerlos.

Angelina va friendo camarones:

guarda uno y come tres,

porque la llama

–los efectos de la llama–

del cerillo

los hace suyos,

trabajan

para ella,

y en la frontera minúscula que media

entre la orden y el hecho de cumplirla,

caben los ciclos, las repeticiones,

las guerras, el juego de espejos

venecianos, donde gestas

y gestas

y exilios

y barrotes

sólo tienen sentido si trastornan

el fin de ese cerillo:

si segundos antes de encenderlo

se opta por el acato o el desacato

y la lux que fit,

aunque pequeña,

no es ya la luz de un fósforo.

 

 

 

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