Fortaleza y debilidad
Martes 17 de marzo de 2015
Comienza hoy la curaduría de poesía de Daiana Henderson, autora de libros como El gran dorado y Un foquito en medio del campo. Su serie tiene por primera invitada a Cecilia Moscovich.
Selección y comentarios de Daiana Henderson.
Cecilia Moscovich nació en la ciudad de Santa Fe en 1978. Publicó los libros de poesía La manguera (2009) y Barranca (2012), ambos por Ediciones Diatriba, una editorial fundamental en el circuito independiente del litoral, dirigida por el poeta entrerriano Fernando Callero y el santafesino Santiago Pontoni. También publicó el libro infantil Poemas del patio, ilustrado por Martina Mondino y editado por Ediciones UNL en 2013, entre otros.
Tal como reza su poema “Sí” respecto al verano –estación preponderante en los poemarios, en tanto contexto– estos tres libros pueden pensarse en una continuidad armoniosa: “Todos los veranos / están asociados entre sí / se llaman unos a otros / se superponen / forman todos un único verano / que nunca puede terminar”. El verano en un sentido concreto, pero también lo que él evoca: un transcurso durante el cual la vida cotidiana adquiere un ritmo distinto que posibilita su contemplación, o bien un momento de esplendor cuya belleza no deja de escabullirse, una época a la vez efímera y eterna, como la juventud.
Moscovich parece no estar enterada de la misión que cumple: encuentra en las cosas de su entorno la belleza que esconden. Los versos muestran entereza para nombrar la tristeza sin sobredimensionar su valor. Modestia y fortaleza. No la fortaleza que suele aducirse a aquellos poetas dispuestos a capitalizar la totalidad de sus experiencias, aún hasta las más nefastas, ni la de aquellos que adoptan un tono pretendidamente desafectado, superado y cínico, sino la de alguien paciente que deja existir la tristeza en su simplicidad e intenta comprender su idioma.
En el río con mi padre
Este instante
este frágil instante
como la huella de un pie mojado en la piedra caliente
resplandece tenue y firme
entre todos los demás.
El río fluye lento
los perros brillan contra el pasto
al atardecer.
El aire es un globo caliente
que se llena de sonidos.
Yo me siento a la orilla
y estoy en calma
y casi casi puedo tocar el tiempo
este instante
tibio y tenue
resplandeciendo para siempre entre todos los demás.
En este poema hay un suceso trascendental, la muerte del padre, que se encuentra implícito y se repone al avanzar el poemario. Como se verá, el recuerdo del padre, su partida, se sitúa en un mismo plano que el paisaje, como un elemento más del ecosistema. La naturaleza no aparece como un fondo de utilería sino que ocupa un lugar de igual importancia que las acciones y los hechos que cobija. A excepción del título no hay mención alguna sobre cuál es el suceso que vuelve a ese instante eterno y distinto. Aún tratándose de un hecho profundamente personal, la poeta tiene la gentileza de no entregar el poema absolutamente resuelto. El lector repone o imagina aquello que podría encontrarse –como en una fotografía— dentro de esa tarde, dejándose guiar por el tono calmo y cálido. De esta manera, el poema queda abierto para la apropiación o la proyección. La tristeza apenas esbozada y, a la vez, palpable.
Este poema contiene también dos elementos que aparecen a lo largo de la corta y potente obra poética de Moscovich. En primer lugar: el paisaje local, urbano o fluvial, integrado a la vida y constitutivo del pensamiento (“Ando en bici por la Setúbal / el sol estalla en el agua / y la música en mi alma” dice el poema “Setúbal”, “Allí es cuando las islas se despiertan / llenas de ruido y perfume / que es el mismo momento / en que el mundo se parece a nosotros / porque como nosotros tiene / un corazón frágil y antiguo”, en el poema “Las islas”). En segundo lugar: la plena consciencia del paso del tiempo, como si fuera fotografiado momento a momento (en otros poemas: “El tiempo es un animal tibio / al que puedo acariciar”, “Cuelgan las perchas en el ropero / ellas no saben que el tiempo ha pasado”, “Amo este instante y todos los otros / de quietud que me sostienen”).
La felicidad y la tristeza se irguen en los poemas con independencia del sujeto que los experimenta, como si se tratara, acaso, de dos especies más de la fauna y flora local que la autora invoca con devoción y examina con curiosidad. Ambos sentimientos aparecen como inescindibles, se sostienen uno sobre el otro y construyen —a partir de la mirada que la autora les imprime— una belleza nueva y original. Moscovich es una cazadora que va en busca del corazón de las cosas: el verano, la infancia, las islas, el río, la laguna o el amor:
Los elegidos
Yo los veo pasar
van como si nada
como si el amor no fuera
un objeto raro.
Tomados de la mano
acomodándose acaso
el pelo
como si se tratara de
comer, despertarse,
haber nacido.
Pregunta tan insistentemente que las cosas terminan por responderle. Los animales y las plantas parecen confesarle su secreto, que ella conserva y comparte, discretamente.
El patio de Cecilia es otro de los lugares recurrentes en sus poemas. Es el patio de su infancia (“Porque los fondos frescos han sido hechos / para los niños / y su asombro. / Y los bichos bolita, / qué duda cabe, / para levantar una piedra / y descubrirlos, / prehistóricos y con olor a humus.”) y a la vez el patio que sueña con tener, los patios de sus vecinos de los que “llegan claros sonidos de verano”, el patio de su antigua casa, de su nueva casa, un fondo infinito que se continúa y se funde con el monte abierto del litoral, donde todo pareciera tomar otra dimensión: aparecen los animalitos con una inocencia y una ingenuidad sospechosas, animados casi como personajes de un cuento infantil, aparecen las plantas expresándose a su manera, el viento haciendo hablar a los objetos que mece. En el tapial, la medianera, la cerca o el alambrado que delimita el fin del patio, y cuya imagen jamás es evocada, pareciera estar el límite entre —por un lado— la vida consciente, la experiencia concreta anclada en el aquí y ahora de la contingencia y —por otro— la vida onírica y fantástica en la cual todo lo que estaba en silencio comienza a moverse y a cobrar una extraña y agraciada vitalidad.
(…)
Afuera murmuran las hojas
con su voz de planta
—no podría vivir sin esas voces queridas—
la gracia está en no entender
su vegetal cuchicheo
su secreto vespertino.
Las plantas saben cosas que nosotros no sabemos
invadirán el mundo con sus ramas y raíces
cuando ya no estemos.
Ellas y el viento
hacen hablar al mundo.
Por ejemplo ahora
habla tenuemente
el móvil de vidrio
que cuelga tranquilo
de la galería del patio.
Escuchen…
La poesía de Moscovich es simbiótica, el sujeto de los poemas no es el espectador que anota los movimientos raros de la naturaleza. No se sabe a ciencia cierta dónde termina el sujeto y dónde comienza su entorno. En el poema “La isla”, perteneciente a La manguera, se sumerge y observa con asombro la vida acuática y se descubre como parte de ella:
(…)
Descubro un molusco
palpitando entre las rocas
entre cardúmenes chispeantes
me acerco para observarlo.
Me lleva un tiempo entenderlo:
hasta que veo que se trata
de mi propio corazón.
Como un niño, Cecilia conserva la capacidad de asombro y los sentimientos impolutos: el amor indudable, entero, la tristeza pura, pero nunca auto-victimizante. De grande aprende a ponerle palabras. Es una niña que crece dentro de sus poemas, en un ambiente natural casi selvático que ella misma construye. Y los sucesos cruciales de su vida dialogan con el paisaje, del que aprenden la lentitud y la paciencia.
Se me ocurren muchas cosas más para decir pero temo que la afinidad que me hacen sentir sus poemas me dirijan hacia un desvarío emocional y caprichoso. Quisiera, como ella, aprender de la modestia silenciosa con que las plantas muestran su corazón húmedo y majestuoso. Los dejo con un poema de La manguera:
La pileta
La casa está sola en el medio del campo
-una luz inmóvil en la negrura-
Nosotros juntábamos luciérnagas para hacer una lámpara
hoy junto recuerdos
con los que atravieso una tarde
en la que soy una herida.
La casa está alta sobre una loma
y tiene una respiración vieja y cansada
apenas si puedo acordarme de sus habitaciones
¡es que pasó tanto tiempo!
la vida recién empezaba
y mi memoria aún no sabía
cómo guardar las cosas.
Los espejos estaban nublados
y los grifos chirriaban
de ellos salía un agua
que venía del pasado
(fresca, oscura, con olor a pozo).
En las canillas venían naufragando
pequeñas ranitas
que yo adhería a las paredes
pálidas de la ducha.
Los techos eran altos e inalcanzables
como el futuro
la cocina era triste y mal iluminada
las camas tenían barrotes de hierro
y colchones con resortes
de esos que se destripan
y juntan insectos.
Había además,
sobre todo,
una pileta,
cavada justo en el corazón de la pampa
y un día esa pileta estuvo vacía
y una niña se cayó en ella
y se desvaneció.
Despertó adentro de la casa vieja
junto a su madre que la esperaba en cuclillas
en la penumbra de la siesta.
Yo no sé a dónde se fue esa niña cuando se desvaneció
pero siento ahora
que en el fondo de esa pileta
se quedó durmiendo el tiempo
que esa pileta es el pasado
en esa pileta
aún tiembla mi infancia
y nadie, pero nadie,
se ha muerto.