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Tres poemas de Marianne Moore


Nacida en Estados Unidos en 1887, fue reconocida por pares como Hilda Doolittle, T.S. Eliot, Wallace Stevens, Williams Carlos Williams o Ezra Pound, y en 1952 fue distinguida con los premios Pulitzer y National Book Award en poesía. En versiones del poeta Oscar Fariña.

Nacida en Estados Unidos en 1887, Marianne Moore fue una escritora y poeta modernista. Creció en la casa de su abuelo, un pastor presbiteriano, porque al inventor e ingeniero que era su padre lo enviaron a un hospital psiquiátrico desde antes de su nacimiento.

Reconocida por pares como Hilda Doolittle, T.S. Eliot, Wallace Stevens, Williams Carlos Williams o Ezra Pound, ella misma trabajó como editora del diario cultural The Dial. En 1952 fue distinguida con los premios Pulitzer y National Book Award en poesía.

Estos poemas en traducciones inéditas al momento, a manos de Oscar Fariña —autor, entre otros, de los libros El guacho Martín Fierro (2011, reeditado por Interzona), El negro Atari (2016, F&G) o El desmadre— integran una antología en preparación, cuya edición está a cargo de Guadalupe Alfaro.

 

 

 

Peter


Fuerte y escurridizo, ensamblado para la fiesta contra cuatro gatos en el patio a medianoche,

él se la pasa durmiendo; la primera uña libre sobre su pata delantera, correspondiente          

al pulgar, retraída a su punta; el pequeño penacho frondoso

o patas de grillo encima de cada ojo, todavía en el cálculo de las unidades por cada grupo;

las espinas de sábalo colocadas puntualmente alrededor de su boca, para caer o elevarse

 

al unísono como las púas del puercoespín, inertes. Él se deja aplanar

por la gravedad, como si fuera un trozo de alga reducida y desgastada por

estar expuesta al sol; forzado en su extensión a yacer

petrificado. El sueño resulta de su creencia en que cada uno debe hacer lo

más que pueda por sí mismo; el sueño, epítome de lo que para


él como para el común de la gente es el fin de la existencia. Úsenlo para mostrar el modo

en que la señora atrapó a la peligrosa serpiente sureña, poniendo una horqueta sobre ambos

lados de su cuello inofensivo; uno no debería

provocarlo; su cabeza en forma de ciruela pasa y ojos de reptil no son buenos convidados a la

chanza. Alzado y sujeto, él podría ir colgando como una anguila o instalado


como un ratón sobre el antebrazo; sus ojos seccionados por pupilas del ancho

de una aguja, exhibidos en un aleteo y vueltos a cubrir. ¿Podría ir? Mejor dicho:

podría haber ido; cuando él ha sido superado en un

sueño, como en una riña contra la naturaleza o unos gatos, lo sabemos. El sueño profundo

no implica una ilusión quieta en su caso. Brincando por ahí con la pre-


cisión de una rana, emitiendo quejidos ñoños al ser tomado por la mano, él vuelve

a ser el mismo; reposar enjaulado por los travesaños de una silla sería improduc-

tivo, humano. ¿Qué se gana siendo hipócrita? Es

lícito que uno elija su empleo, que abandone el clavo, el

bicho bolita, cuando éste dé señales de no ser tan delei-


toso, para rayar la revista lindante con una doble línea de arañazos. Él sabe

hablar, pero en su insolencia no dice nada. ¿Y qué? Cuando uno es sincero su mera

presencia es un cumplido. Está claro que él aprecia

la virtud de lo directo, que no es de los que sucumben

a la evidencia del dato publicado. En cuanto a la tendencia


a ir siempre al ataque, un animal con garras ansía el momento en que debe

utilizarlas; esa extensión a lo anguila del tronco hacia la cola no es casual. Saltar,

estirarse, dividir el aire (para sustraer, para perseguir,

para ordenar a la gallina: vuela sobre la tapia, yerra el camino en medio de tu cons-

ternación): esto es vida. Hacer menos sería deshonesto.

 
 
 
El pez
 

vadea
el jade negro.
      De los mejillones azul cuervo, uno sigue
      moldeando dunas de ceniza;
           abriendo y cerrándose a sí mismo como

un a-
banico roto.
      Los percebes que forman una costra al margen
      de las olas no pueden guardarse
           ahí pues todos los haces sumergidos

del sol,
sueltos en hebras
      de vidrio, avanzan con la agilidad de un foco
      entre los resquicios de las grietas,
           para adentro y hacia afuera, iluminando

así
el mar turquesa
      de los cuerpos. El agua conduce una cuña
      de acero contra el borde de acero
           del risco, con lo cual siempre las estrellas,

con sus
granos rosados,
      la medusa rociada en tinta, los cangrejos
      como lirios tiernos, y los hongos
           marinos, resbalan uno sobre el otro.

Están
todas las marcas
      externas del maltrato presentes sobre esta
      enorme estructura desafiante,
           todas esas características físicas

del ac-
cidente: falta
      de cornisa, muescas de dinamita, estrías,
      y hachazos, estas cosas resaltan
           sobre él; el costado del abismo está

bien muerto.
Una constante
      evidencia ha probado que puede vivir
      de lo que no puede revivir
           su juventud. El mar en él se hace viejo.

 
 
 
 
 

Un pulpo

 

de hielo. Plano y reservado en apariencia,

yace “en masa y grandeza”

bajo un mar de dunas móviles de nieve;

pecas de un rojo ciclamino y granate sobre sus pseudópodos de cristal

que se curvarán bien definidos (una invención muy necesaria)

abarcando veintiocho campos de hielo de cincuenta a quinientos pies de grosor,

de una delicadeza inimaginada.

“Recolectando caracoles de las grietas”

o cazando su presa con el rigor concéntrico y destructivo de la pitón,

se cierne adelante “con los brazos modelados

a lo araña” capcioso como un nudo;

mientras su “fantasmal palidez cambia

al matiz verde metálico de un estanque salpicado con anémonas”.

Los abetos, en “la escala de sus sistemas de raíces”,

se elevan ajenos a estas maniobras “espeluznantes para el ojo”,

austeros especímenes de nuestras familias reales americanas,

“cada cual como la sombra del que tiene a su lado.

La roca parece frágil comparada con esa oscura fuente de vida”,

su opulencia interior bermeja y ónice y azul manganeso

dejada a merced del clima;

“manchada transversalmente de hierro ahí donde el agua gotea”,

aceptada por sus animales y sus plantas.

Completando un círculo,

mediante engaños te han llevado a pensar que habías progresado,

bajo las agujas amables de los alerces

“suspendidas para filtrar, no para interrumpir, la luz del sol”,

junto a ramitas de pícea entrelazadas con firmeza

“alineadas contra un borde a lo ciprés recortado

como si ninguna pudiera horadar el frío más allá de su tropa”;

y depósitos de oro y plata cercando The Goat’s Mirror:

esa depresión a lo vainilla con la forma del pie izquierdo de un humano,

que te predispone en su favor

incluso antes de que hayas tenido tiempo de ver a las otras:

su índigo, verde arveja, azul verdoso, y turquesa,

de cien a doscientos pies de profundidad,

“fundiéndose en manchas irregulares en el medio del lago

donde, como ráfagas de una tormenta

obliterando las sombras de los abetos, el viento traza senderos de ondas”.

¿Qué sitio podría tener méritos de igual importancia

para osos, ciervos, venados, lobos, cabras y patos?

Ocupado por sus ancestros,

esto es propiedad del severo puercoespín,

y de la rata “que se desliza hacia su madriguera en el pantano

o se detiene en tierras altas a oler el brezo”;

de los “castores reflexivos

que abren desagües parecidos al trabajo de hombres pulcros con palas”,

y de los osos que inspeccionan de improviso

hormigueros y arbustos de cerezas.

Compuestas de gemas de calcio y pilares de alabastro,

topacio, cristales de turmalina y cuarzo de amatista,

sus guaridas están en otro lado, ocultas en la confusión

de “bosques azules liados con mármol, jaspe y ágata

como si hubieran sido dinamitadas todas las canteras”.

Y más arriba, en una postura de presa acorralada

como un fragmento centelleante de estas estalagmitas tremendas,

se yergue la cabra,

con el ojo fijo en la cascada que no parece caer nunca,

una madeja sin fin mecida por el viento,

inmune a la gravedad desde la perspectiva de las cumbres.  

Un antílope excepcional

aclimatado a “grutas donde fluyen agudas corrientes de aire

que te hacen preguntar por qué viniste”,

establece su terreno

en acantilados del color de las nubes, de blanco vapor petrificado;

patas, ojos, nariz, y cuernos negros, grabados sobre deslumbrantes campos de hielo,

el cuerpo de armiño sobre la cima de cristal;

el sol atizando sus hombros a temperatura máxima como acetileno

mientras los tiñe de blanco

sobre este pedestal antiguo,

“una montaña con esas líneas elegantes que la declaran un volcán”;

la cima, un cono pleno como el de Fujiyama

hasta que una explosión la voló de cuajo.

Distinguida por una belleza

de la que “nunca el visitante se anima a hablar del todo en casa

por miedo a ser lapidado como un farsante”,

Big Snow Mountain es el hogar de una diversidad de criaturas:

aquellos que “han vivido en hoteles

pero que ahora viven en campamentos (que así lo prefieren)”;

el guía de montaña que evoluciona desde un cazador de pieles,

“con dos pantalones, el externo más viejo,

desgastándose de a poco de los pies a las rodillas”;

“la ardilla de nueve rayas

que corre con una agilidad impropia de mamífero por el tronco”;

el mirlo acuático

con “su pasión por los rápidos y las cataratas de alta presión”,

que se eleva bajo el arco de una Niágara pequeña;

el lagópodo de cola blanca “en imponente blanco de invierno,

que se alimenta de flores de brezo y alforfón alpino”;

y las once águilas del oeste,

“afectas a la fragancia primaveral y los colores invernales”,

acostumbradas al accionar desinteresado de los glaciares

y a “varias horas de escarcha todas las noches en pleno verano”.

“Hacen una linda aparición, ¿no es cierto?”,

¿Eras feliz sin ver nada?

Encaramadas en traidora lava y piedra pómez

(esas chimeneas y cuchillas inestables

que estipulan “nombres y direcciones de personas a notificar

en caso de desastre”)

escuchan el rugido del hielo y supervisan el agua

mientras serpentea lentamente entre los riscos,

esa ruta “que trepa como el tornillo

que forma el surco en una concha de caracol,

yendo y viniendo hasta donde la nieve empieza y ella termina”.

No hay aquí “una deliberada tristeza de ojos como platos”

entre las rocas hundidas en ondas y agua blanca

donde “si oís la mejor música salvaje del bosque

es muy seguro que sea una marmota”,

la víctima sobre algún pequeño observatorio,

de “una lucha entre la curiosidad y la cautela”,

mientras se pregunta qué la habrá asustado:

una piedra de la morrena que desciende a saltos,

otra marmota, o los ponis moteados con ojos de cristal,

criados sobre hierba y flores escarchadas

y rápidas corrientes de agua de deshielo.

Adiestrados, nadie sabe cómo, para trepar la montaña,

por hombres de negocio que precisan un recreo

de trescientos sesenta y cinco días libres al año,

estos caballitos llamativamente moteados son muy peculiares;

difíciles de discernir entre los abedules, los helechos, y nenúfares,

lirios de avalancha, castillejas,

flores de orejas de oso y colas de gato,

y desfiles en miniatura de hongos sin clorofila

amplificados en contorno sobre lechos de musgo como piedras de luna en el agua;

el desfile de calicó que compite

con la clásica mezcolanza de estilos norteamericana

entre las flores blancas del rododendro que rebasan

las hojas tiesas

sobre las que la humedad opera su alquimia,

transmutando el verdor en ónice.


“Como almas felices en el infierno”, solazándose en juegos mentales, los griegos

se entretenían con maneras delicadas

porque eso era “tan noble y tan recto”;

sin el hábito de adaptar su inteligencia

a trampas para águila y botas de nieve,

a bastones de alpinista y otros juguetes urdidos por aquellos

“que existen para la promoción de los placeres fortificantes”,

Arcos, flechas, remos cortos y largos, para los cuales los árboles proveen la madera,

en nuevas tierras más elocuentes que otros sitios;

ampliando la aserción de que, en esencia humano,

“el bosque suministra madera para las colonias y a través de su belleza

estimula el vigor moral de sus ciudadanos”.

A los griegos les gustaba la tersura, y desconfiaban de lo que estaba detrás

de lo que no podía vislumbrarse claramente,

decidiendo con una resolución benevolente,

“complejidades que seguirán siendo complejas

mientras perdure el mundo ”;

atribuyendo eso que con torpeza llamamos felicidad,

a “un accidente o una cualidad,

una sustancia espiritual o el alma misma,

un acto, una disposición, o un hábito,

o un hábito impuesto, al cual el alma ha sido persuadida,

o algo distinto a un hábito, una fuerza”;

una fuerza que Adán tenía y de la que todavía carecemos.

“Emocionalmente sensibles, sus corazones eran duros”;

su sabiduría era distante

de la de estos raros oráculos de frío sarcasmo oficial,

sobre este coto de caza

donde “armas, redes, mediomundos, trampas, y explosivos,

vehículos alquilados, apuestas e intoxicantes están prohibidos;

las personas que desobedezcan serán expulsadas sumariamente

y sin un permiso por escrito no podrán volver de nuevo”.

Resulta de por sí evidente

que es espantoso que todo tenga miedo de uno;

que uno debe hacer lo que se le dijo

y comer arroz, ciruelas secas, dátiles, pasas, galleta y tomates

si pretende “conquistar el pico central de Mount Tacoma”,

esta flor fósil, concisa sin un mínimo temblor,

intacta al ser recortada,

maldita en su lejanía sacrosanta

(como Henry James “maldito para el público por su recato”;

no tanto recato, sino más bien mesura);

es ese amor por hacer cosas difíciles

lo que los ahuyentó y los desgastó (un público ya indiferente a lo pulcro).

¡El pulcro acabado! ¡El pulcro acabado!

Una precisión implacable es la naturaleza de este pulpo

con su aptitud para el acto.

“Reptando lentamente y en meditado sigilo,

mientras sus brazos parecieran acercarse desde todas direcciones”,

lo recibe a uno bajo vientos que “rasgan la nieve en pedacitos

y la arrojan como un chorro de arena

esquilando las ramitas y la corteza suelta de los árboles”.

¿Es “árbol” la palabra para estas cosas

“planas sobre el suelo como vides”?

algunas “dobladas en un medio círculo con ramas en un solo lado

sugiriendo unos cepillos para el polvo, no árboles;

algunos encontrando en la unión la fuerza, formando unos sotos raquíticos,

la maraña de sus ramas encogida por la voluntad de huir”

de la dura montaña “planeada por el hielo y pulida por el viento”;

del blanco volcán sin un solo margen a resguardo del clima;

con relámpagos fulgurando alrededor de su base,

la lluvia cayendo en los valles, y la nieve cayendo en la cima:

de este pulpo de vidrio simétricamente agudo,

de su garra contenida por la avalancha

“con un sonido parecido al chasquido de un rifle,

en un telón de nieve en polvo lanzada a lo cascada”.

 

 

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