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Poesía

Tres poemas de Silvio Mattoni

Poesía argentina contemporánea

Tomados de La buena suerte, novedad de Caleta Olivia Editora.

Por Silvio Mattoni.

 

Silvio Mattoni nació en Córdoba, Argentina, en 1969.  Publicó entre otros libros de poesía: La canción de los héroes (2012), Avenida de Mayo (2012), Peluquería masculina (2013) y El gigante de tinta (2016). Los ensayos: Koré (2000), El cuenco de plata (2003), El presente (2008), Camino de agua (2013), Muertealmanaturaleza y yo (2014) y Música rota (2015). El diario: Campus (2014). Tradujo a Michaux, Bataille, Ponge, Duras, Diderot, Pavese, Luzi, Quignard, Bonnefoy, Artaud y Clément Rosset, entre otros.

La buena suerte es su último libro, publicado por Caleta Olivia, y de él tomamos los tres que siguen.

 

 

 

 

Padre e hija

Te espero en un café de paredes de vidrio

que transmiten el frío de una noche

demasiado invernal. No es cierto que lo hermoso

tenga que morir, a veces sólo crece

y se desenvuelve. Todavía no llegaste

a la cumbre orgullosa de tu cara

y a manejar la gracia de tu cuerpo.

Ahora estarás arriba ya explorando

las maneras de hablar que llevarás

de a poco hasta la forma femenina

que quieras ser. ¿En qué, hijita,

el tiempo te ha de convertir,

por cuántos días más, aquí y ahora,

seguirás callando los descubrimientos

de no ser nadie más, sólo vos,

tu fantasía del imperio del sol

y tu sensación de haber nacido

en el lugar, el cuerpo equivocado?

No es hora de cambiar, hablá en secreto

con el oído rentado de una mujer grande

que tiene la forma típica de nuestra raza:

inmigrantes que aspiran a todo, inclusive

idiomas, títulos, lujos imaginarios.

Calmate, como dice la canción,

tranquilizate. Tu único error está

en la extensión de la rampa que lleva

de la juventud a otra parte, que sube

y también baja. Hay muchas cosas

que tengo que saber: ¿cómo expresarte

mi afición a tu presencia, mi alegría

por tu existencia altiva? Y vos acaso

tengas que saber más, mucho más,

para eso están mis libros, el lado amable

del áspero intratable que parece ignorarte

o retarte en exceso. Encontrá a alguien,

aunque no ahora mismo, tal vez

cerca de los dieciocho, si querés, algún día

podés casarte. El cantante es un gato

y habla un idioma que conocés bien,

en el que llora tu voz y estremece el silencio

de mi cuerpo que tiembla al escucharte.

Mirame, soy un viejo, pero estoy

contento. Me vas a decir que querés

irte lejos, muy lejos, a las antípodas.

Yo también exploté, me vi llevado

a tu edad a las palabras, al exilio

de ser sólo yo. Pero quedate un poco

más, una década más, tus hermanas

mayores y tu hermanito, tus mascotas,

sobre todo tu madre no podrían estar

en calma sin vos. Y yo, mi vida

no tendría sentido sin tus ojos de gris

terciopelo y acero, sin tu marquita

de varicela en el nacimiento de la nariz

más perfecta posible. No creo que puedas

leer este poema hasta que llegue

también tu hora de decir: “Mirame,

soy grande, estoy contenta”. Y está bueno

el tema, se repite, mejora cuando habla

el chico que quiere irse. Vos dirías:

“todas las veces que lloré, guardé

las cosas que empezaba a saber, palabras

que no se pueden olvidar, que duelen

pero más duele ignorarlas. Si ustedes

tienen razón, me daría cuenta, son ellos

y ustedes así, no me conocen, nunca

antes les hablé, ahora tengo la opción:

sé que me tengo que ir”. Está bien, te diría,

andate alguna vez, pero no este año, no

en esta estación fría. Sentate un poco

a tocar en el piano una canción de chicas

que sufren al expresarse aunque suenen

con la agudeza de la vida futura.

 

 

 

 

Beatificación

Mirá el almohadón beige en el viejo sillón:

ahí durmió un animal, está la marca

de su cuerpo enroscado en un ovillo,

como un signo de pregunta que es más

que una cosa perdida, que una vida

que pasa o el rumor de la calle

a la noche. Hay que buscar el cuerpo

blanco, negro y león, está escondida

la gata que encontraron hace un año

mojada y huérfana. Alguien pudo decir

que pidió auxilio filosóficamente

o amparada en el imán de unas pupilas

que llaman a otras, que proclaman:

sí, hay lugar en el mundo para la piedad

inevitable. Aquella primavera

te había tirado, extraño ser, a su lluvia,

al hambre de la superpoblación

pero no era tan fácil simplemente morir.

Necesitaste un nombre y lo pensaste

para indicar tus vueltas de todas las mañanas

sobre un respaldo alto, una mesa ratona,

una alfombra que rasca la espuma de tu pelo.

¿Cuáles son los tres nombres de una gata?

Uno es que pudo no existir, otro es la risa

y el llanto de niñas conmovidas por cosas

que se encadenan, y el tercero consiste

en el brusco contraste entre piedad

y júbilo. Ahora podés escuchar

que estuviste desnutrida, cuatro meses

de intemperie, sin pensamientos, mirando

líneas verticales, grises, chisporroteos

en pantallas gigantes. Podés venir

sin interés a jugar con otros cuerpos

cálidos, movedizos. Y hasta se diría

que estuviste pensando todo el año

en tu nombre; alzaste la pata derecha

hacia una perrita blanca, un gato negro

que suspendían su quietud por vos

como tus tres colores niegan toda dialéctica:

“Y bueno, ¿qué hago acá? –dice–. Vivir

o sea poner mi nombre, en el olor

de una casa, el inefable o la fábula

donde ustedes me sienten debajo de sus voces

en la palabra ‘gato’ que los une

a mí, que escribo el aire con hilitos

de cobre, la imantación de todo lo que gira

en espirales, patas, cola, saltos,

torbellinos anadiomenos de crestas

y rompimientos, espuma, calor

y las erres felinas que deletrean las manos”.

Antes presentó el año su teatro

a la chica estudiosa que te puso

un nombre impropio. Pero vos no eras

un libro opaco de lo que se tira

directo al blanco de la muerte, a su lado

temblabas, pero estabas y en cada latido

rítmico te expresabas. Pasó casi

un mundo desde entonces, felino al borde

de no ser y ya reina del consuelo

para las lágrimas que siguen provocando

las representaciones disonantes.

Tres hermanas, amigas de los gatos perdidos,

enseñan que un eslogan puede ser un destino

y hasta un nombre, una sílaba soñada

en una siesta larga. ¿En qué estarás

pensando, recostada en tu mesa

y escuchando otra lluvia, de esta otra primavera?

No es posible que el brillo que en tus ojos me mira

no sea un pensamiento o una frase que dice

cuándo hablaron los gatos y una vez decidieron

dejar de ser salvajes, aunque esa decisión

no fuera ni una idea ni

algo definitivo.

 

 

 

 

El consejo moral

La tormenta dispuso un velo gris

sobre los árboles del campus. No

tengo nada que hacer salvo escaparme

de unas charlas despreocupadas que

deberían relajarme. Una prima

de mi esposa, que se le pareció

tal vez mucho en la risa, en las pecas,

en la forma del torso, ahora vino

de visita unas horas. Cada vez

que la veo reírse, como si fuera

una versión más ancha de la boca

que hace décadas beso, no consigo

sacar de mi cabeza una infidencia

sórdida. Y en paralelo crecen

mis fantasías de celar un cuerpo

que maduró conmigo. Ah, el amor,

como dijo un amigo, no debiera

ser una cuestión personal. La lluvia

se desató de nuevo en el cemento

de los baldosones, en el pasto vivo

de febrero. Ya es hora de volver

y decir unas frases, asistir sobre todo

a lo que dirás: “¡Qué extraño! ¡Qué raro!”,

para hablar de otro primo que hace diez

años que se esfumó y ya nadie sabe

si está vivo, está loco, si dejó

un hijo sin nombre en la Patagonia

y un cuerpo sin tumba en los trópicos

en donde se sumergió acaso para salir

de una manía o bañarse más en ella

o terminar de una vez con todo eso.

Lo conocí, era una especie de satélite

de los afectos familiares, nada

lo ataba demasiado. Cae agua y yo

tiro de la soga que siempre se anuda

y llegaré de nuevo al lugar donde escucho

un ritmo y una expectativa. Cuando

pare un poco el aguacero de afuera,

dejaré a dos poetas ingleses, a un francés

crítico, a un novelista italiano, estos

dos últimos sin leer, en la biblioteca

y habré cumplido un trámite. El poema

quizás fracase, pero la mano asiente

al movimiento de sus sensaciones

y mis ojos nublados en la lejanía

–presbicia que compensa la miopía–

se entregaron al goce de mirar las letras.

¿Y dónde están los otros, que no escriben,

que creen en fantasmas, que no saben

que este día de torrentes de agua

se parece a otras lluvias pero no

volverá nunca? El cerdo de la piara

epicúrea me susurra ahora que corte

minutos, frutas de estación, pero el consejo

moral vale más que el musical:

el loquito, el drogón, el nombre ausente

como árboles, pájaros, arbustos, mariposas,

se orientan al salvataje del momento

y las palabras siempre llegan tarde.

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