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La librería más antigua de Buenos Aires que estuvo a punto de convertirse en un McDonald's

Librería de Ávila

Serie de entrevistas a libreros. Visitamos la Librería de Avila, ex Librería del Colegio: es la más antigua de Buenos Aires y, según algunos historiadores, del planeta. Para una librería extraordinaria, un librero extraordinario: Miguel Avila, quien la rescató cuando estaba a punto de convertirse en un McDonald's.

Por Valeria Tentoni.

 

“A mí el libro me salvó, me dio la posibilidad de entrar en otro mundo”, dice Miguel Ávila antes de despedirse, y la entrevista que sigue probará que no exagera. Responde preguntas desde su escritorio en la librería que ahora lleva su nombre pero que durante muchos años se conoció como Librería del Colegio, por su proximidad al Nacional Buenos Aires, y que fuera declarada Lugar Histórico Nacional. La vida de esa esquina mítica de los empedrados de calles Bolivar y Alsina comienza en 1785: ahí funcionaba una botica que, además de licores, ropa y comestibles, vendía los primeros libros que llegaban al país. Recién desde 1830 se la identificó con el nombre que llevó durante años, hasta que a fines de los ochenta una quiebra casi la convierte en un McDonald’s. Entre los primeros concurrentes se contaba, por ejemplo, a José Hernández, Bartolomé Mitre, Paul Groussac, Rafael Obligado y Aristóbulo del Valle. En esa esquina también se fundó Editorial Sudamericana, que funcionó ahí hasta fines de los sesenta.

 

Ávila empezó a trabajar a los catorce en la librería Platero. Siguió en Fray Mocho y consiguió abrir su propio espacio después, sobre calle Piedras. Ahí estuvo hasta que tomó, en 1993, el control de esa esquina mítica de Buenos Aires en la que trabaja con su hijo, que va y viene entre los estantes de madera oscura. Miguel cita Chesterton sobre un fondo de tango: “El que conoce el libro nunca más estará solo”. Adolfo Bioy Casares, por ejemplo, lo consideraba su amigo –cosa que él no supo hasta que leyó sus memorias. Y no fue, claro, el único.

¿Esta es la librería más antigua de Buenos Aires?

De Buenos Aires y de la Argentina. Y el año pasado en España el escritor Jorge Carrión, en el libro Librerías que editó Anagrama, hizo una investigación sobre la historia de todas las librerías hasta la actualidad. Él llegó a la conclusión de que la librería más antigua existente en el mundo es la “tradicional Librería de Avila de Buenos Aires”. Así que estás en la librería más antigua del mundo.

¿Vos sabías o sospechabas esto antes de venir para acá?

No, yo sí sabía que era la librería más antigua. Ojo que yo nunca digo que es la primera librería: a mí no me gusta decir las cosas que no se pueden probar. Hay distintas versiones, quizás la primera librería fue la de Mármol. Lo único que sí podemos afirmar es que es la librería más antigua. No hay ninguna librería que haya resistido tanto, y además, en el mismo lugar. Los historiadores la ubican en esta esquina desde 1785, siendo una casita de paredes de barro y techo de paja, que fue además la primera casa de planta baja y primer piso de la ciudad. La ponen como una herboristería. El boticario, además de vender hierbas medicinales, vendía también ginebra, facones, charque… Porque por esta calle, por Alsina, pasaban las carretas que venían del puerto. Bueno, no del puerto; del río. La gente se bajaba en pleno río, allá arriba, y con unos botes los acercaban, los pasaban a unos carros con unas ruedas altísimas, con caballos, y los traían hasta acá. De modo que las mujeres se bajaban todas empapadas y embarradas, ¡si esto era un barrial! Porque Buenos Aires era muy mojada. Los arroyos ahora están entubados, pero en esa época era agua por todas partes. Y cuando se inaugura el bar de en frente, Café de Marcó, el aviso que sale informa distintas novedades. Una de ellas es que ofrecían un carro, una especie de galera, para trasladar a las damas  -irlas a buscar y llevarlas, para que no tuvieran que caminar por el barro y llegar a la confitería así. De modo que fue el primer servicio remisero que tuvo Buenos Aires. Pero a su vez ofrecía un juego nuevo, que se dio en llamar después billar: las primeras mesas de billar las tuvo este café. Y también como novedad ofrecía a los parroquianos, en el subsuelo, una bebida fresca, enfriada con un “invento traído de Europa”. Era nada más y nada menos que hielo. En esta esquina, se dice, paró un hombre que compró el desguace de una goleta que naufragó acá, y lo llevó en carretas hacia el oeste. Se detuvo para cargar azúcar, yerba, alpargatas, todas esas cosas, y seguir viaje. Con ese desguace puso un negocio, una pulpería, y llevó un símbolo que tenía el barco, un ornamento, que puso arriba del todo: era un caballito. Y de ahí el nombre del barrio que conocemos hoy en la ciudad.

¿Y cuándo se convirtió en librería esta esquina?

Vendían libros ahí. Los historiadores ubican más o menos en 1785 la aparición de los primeros libros en los estantes de la botica. Aparece mezclado el libro entre los licores, el facón, el charque. Seguramente esos primeros libros serían libros religiosos, porque acá estaba cerca la Iglesia San Ignacio, y toda la oligarquía de San Telmo los domingos venía para la misa, y eran ellos los que podían comprar los libros. Además, quien tenían el poder económico para editar entonces era la iglesia. Cuanto santo andaba dando vueltas, le hacían la biografía. Pero el libro empezó, como es su costumbre, a ocupar cada vez más espacio en el negocio. Como pasa en las casas. No importa si vos leés en la misma proporción, nadie lee todo lo que compra, pero uno tiene la pasión de la posesión del libro.

¿Cómo es tu biblioteca?

Yo tengo una biblioteca acá en la librería, abajo, una biblioteca en mi casa, y parte de en una casa colonial antigua que me estoy haciendo en Cañuelas. Tengo libros hasta debajo de la cama. Cuando me peleo con mi mujer y me termina por intimar a que me deshaga de cosas que no voy a leer nunca, empiezo un domingo a la mañana y termino a las diez de la noche diciéndome: “¡Uy, mirá lo que tenía acá, qué bueno!”, y al final tiro dos o tres papelitos.

¿Siempre trabajaste como librero?

Sí, empecé de muy gurrumín. Como yo, por una cuestión personal, a mi padre lo conocí hace muy poquito y mi madre no me podía tener, me quedé en la calle. Pasé por internados y hubo un trajinar hasta que aparecí trabajando en una librería a los catorce años. En ese momento yo estaba con una familia en el barrio de Congreso y decidí partir e independizarme. Terminé viviendo en una pensión que queda justo acá en la esquina. Ya no existe, pero en aquella época eso era una pensión, y estaba llena de estudiantes y trabajadores, toda gente del interior. Así que me fui al segundo piso. La dueña era una tana que se llamaba Juanita. Me dijo que no tenía problema, pero necesitaba una autorización de mi papá o de mi mamá. “Yo no tengo nada”, le dije. Y me mandó a hablar con el comisario. Era otra época, se entiende. Yo fui, pedí hablar con él. Todavía usaba pantalón corto. Me hicieron esperar y al rato me hicieron pasar al despacho. Le conté y me empezó a bombardear con preguntas y al final me dijo: “¿Vos dónde trabajás?” Yo había empezado a trabajar en una librería de calle Talcahuano, Platero. Me preguntó cuánto ganaba, y a valores de aquella época, eran unos 1500 pesos. La pensión me cobraba 1200. Me preguntó: “¿Y cómo vas a vivir con 300 pesos?”, yo le conté que pensaba hacer changas de pintura. Me dijo que al día siguiente iba a ir a la pensión, que me fuera para allá. A las ocho de la mañana estaba ahí, se bajó con su uniforme, la saludó a la tana y le dijo: “Mire, este chico está bajo mi tutela, de modo que yo le rogaría que si usted tiene una cama, lo reciba. Pero con una condición: que si algo llegara a suceder que altere lo que hace a la vida normal, usted me lo haga saber”. Sacó una tarjeta y le preguntó si estaba claro a ella y después a mí. “Sí señor”, le dije. Nunca más lo volví a ver a este hombre, nunca le pude agradecer lo que él hizo en ese momento. Así que empecé a trabajar ahí, era medio cadete. Y leía mucho, muchísimo. Se me había despertado la locura del libro.

¿Antes de eso eras lector?

No, antes de eso leía cosas, pero cuando empecé ahí leía, leía y leía. No paraba de leer. Cuanta cosa me caía en mano, leía. Había un cliente que en ese momento era Secretario de Juzgado, el Doctor Carlos Tavares. Él era un tipo joven, de un metro noventa y cinco. Llegaba a los tribunales con una moto enorme y una chica hermosa, vestido con un sobretodo negro, yo lo miraba siempre con admiración. Y era cliente de esta librería. Yo tenía quince años y estaba terminando de hacer sexto año a la noche, había dejado, vuelto, en fin… Y un día me preguntó qué iba a hacer al terminar el año y me recomendó seguir estudiando. Yo no sabía a qué colegio ir, y me dijo: “Acá hay uno cerca: andá y fijate”. Fui, me indicaron una serie de requisitos. Había exámenes: fui a rendir y vi el llanterío de los chicos que no entraban. Y yo entré. Era el Carlos Pellegrini, pero yo sin saber de qué se trataba, toda esa milonga la descubrí después de estar ahí adentro.

Visitamos Platero, en esta serie de entrevistas.

Sí, pero yo estuve en la primera ubicación, no en la que tiene ahora. En el local anterior de Talcahuano, que quedaba en frente. Yo te estoy hablado de la década del 60. Toda la movida intelectual estaba ahí. Estaba Editorial Jorge Álvarez en frente. Ahí se reunían el grupo Manal, Almendra, Rodolfo Walsh y Pirí Lugones, todos los intelectuales, todos los escritores. Ahí lo conocí a Manuel Puig, a Quino, qué se yo. Yo era mucho más chico, en ese momento tenía 16, 17, y ellos ya eran tipos de 25, 30 años. Carlos Astrada, José Luis Romero, Viñas, los dos, porque la gente se ha olvidado de Ismael, el gran cerebro gran. Los sábados a la mañana se armaban las discusiones, se cruzaban de un lugar al otro, se armaban unos tole tole tremendos. Y una vez estuvo presente en una discusión Arturo Frondizi. Era la época en que nuestros presidentes eran lectores, y Frondizi era un gran lctor. Tenía una biblioteca, que yo la llegué a conocer, especializada en clásicos. Muchos en original, en latín y en griego, y trabajados, subrayados, con notas y apuntes al costado.

¿Qué diferencia hay entre las librerías de esa época y esta?

Eran punto de reunión. Si yo te quería ver a vos, por ejemplo, no existía el teléfono ni nada. Venía acá a la librería y sabía que te iba a ver. Y, si no te encontraba, le dejaba dicho a los libreros que te esperaba al otro día. Calle Corrientes era patrimonio de los músicos, la gente de teatro, cine, literatura. Yo no soy de esos que creen que todo tiempo pasado fue mejor, hay cosas que fueron una porquería, pero hay cosas que se deterioraron y perdimos. Lo que eran las librerías, los libreros. Eran formadores de lectores. No existía que se manejaran con la computadora, no: eran libreros, y los libreros además eran especializados en los temas que trabajaban. Vos ibas por ejemplo a a la librería de Aldo Pellegrini, que además de ser poeta era un gran ensayista en poesía, y te atendía él. O la librería de “Macho”, que estaba en Corrientes al 1600, especializada en literatura universal. Otro era Rodríguez Galán, un español alto, muy elegante siempre. En las librerías, el pensamiento era lo más importante. Corrientes era una fiesta, había librerías que estaban las 24 horas abiertas, o cerraban para limpiar a las seis y a las nueve abrían.

¿Cómo pasaste a Fray Mocho?

Yo siempre iba a charlar con su dueño, Marcos Zinman. Cuando se murió, me convocaron como empleado. Yo charlé con Lacueva y llegamos a un acuerdo y me fui de Platero. Yo no llegué a trajabar con él.

¿Cuándo eras chiquito y vivías en la pensión de la esquina venías a estaa la Del Colegio?

No mucho, ya trabajaba en Platero. Era medio tenebrosa. Eran cuatro plantas, en el último piso había material escolar. El edificio ya era éste, está desde 1924. Sufrió muchas modificaciones, se volvió a construir.

El mobiliario, las estanterías, son muy antiguas…

Sí, pero no son las originales. Son estas cosas locas que pasan. Yo tengo una hija, que ahora es antropóloga, y una vez mientras la esperaba a la salida del colegio me puse a hablar con un padre que me contó que esta esquina se iba a transformar en un McDonald’s. Esto estaba todo cerrado, había habido una quiebra fea, se había rematado, se había vendido todo, y lo que no lo habían robado o roto. Me agarró como un brote de nacionalismo, me dije: los argentinos estamos todos locos. Bueno, la cuestión es que yo ya tenía una librería pequeña acá, en Piedra y Avenida de Mayo, ya me había ido de Fray Mocho y trabajaba por mi cuenta…

¿Ya se llama Avila?

Exacto. Al otro día me encontré con el cura de la Iglesia de San Juan Bautista, que nos habíamos hecho amigotes. Esa iglesia tiene una historia muy especial, porque en su patio hay una virgen y frente a esa virgen se arrodilló Santiago de Liniers para pedirle que lo ayude a reconquistar la ciudad. Y en ese patio están en fosa común enterrados criollos, españoles e ingleses. Fue el primer banco de sangre que tuvo Buenos Aires. Bueno, yo le ayudé a él encontrar un Cristo que se habían afanado. A partir de ahí se dio una relación muy linda entre los dos. Ese día le conté la historia de la librería que había escuchado y me preguntó dónde era. Me dijo de ir a verlo. Llegamos y estaba todo cerrado, abandonado. Había cirujas con perros y gatos viviendo acá adentro. Me preguntó quién era el dueño y yo le dije que no sabía, así que me propuso ir a preguntarle al quiosquero –que es el que todavía está. Y le dice: “Decime hijo, ¿sabés quién es el dueño de la librería de la esquina?”, a lo que el quiosquero le preguntó si era una broma. “Padre, son ustedes. Es de ustedes la esquina esa. Es del Arzobispado de Buenos Aires”. Me dijo que conocía a alguien de ahí adentro, y me conectó con un tal Cayetano Licciardo, que luego fue dos veces ministro. Me pasó los datos, le pedí una entrevista. Voy y me siento y me dice: “Bueno, usted dirá”. Y a mí me salió como un versito: “Yo vengo a tratar de rescatar una esquina que es muy cara a la historia y a la memoria de nuestra ciudad”. “¿Qué esquina?”, me dijo. “La esquina de Bolivar y Alsina que tengo entendido es de ustedes, y tambien tengo entendido que se la están por alquilar a una empresa norteamericana de hamburguesas. Yo no tengo nada contra las hamburguesas, pero ahí estuvo la librería mas antigua de Buenos Aires y además transitó todo el pensamiento nacional por esa esquina. Y que eso termine convirtiéndose en un lugar de venta de hamburguesas y encima de una empresa norteamericana me parece un cachetazo a la historia”, le largué.  “¿Y usted quién es?”, me preguntó. Y yo intenté explicar, por esa época dirigía una obra de teatro San Martín, y tenía la librería ahí en Piedras. Entonces le dije que de alguna manera era una persona relacionada con la cultura, y le conté. Me dijo: “¿Es una librería que tiene afuera todo de colores?”, y es que en esa librería, como yo no tenía plata para comprar un cartel, un amigo escenógrafo del Colón me hizo todo un Art Nouveau en los vidrios, cosa que cualquiera que pasara a cien metros le iba a llamar la atención e iba a ir a mirar. “¿Esa librería es suya? Usted sabe que siempre paso con el colectivo, pero como siempre vengo atrasado nunca me hago tiempo de bajarme y recorrerla… ¿Usted es católico?” me pregunta, y yo le estoy por contestar y me dice: “No, mejor no me conteste. Nosotros los católicos tenemos un dicho que dice que Dios cierra una puerta pero abre una ventana. Bueno, acá se ha producido eso. Yo estoy totalmente de acuerdo con usted pero la Iglesia también necesita el dinero. Ya hay un precontrato y hay mucha plata puesta. Yo creo como usted que tiene que seguir siendo una librería, así que hágame una carta, tráigamela y vamos a ver cómo la peleamos”. Yo le dije que no que no iba a pedir eso para mí, que era muy grande. “Yo estoy seguro que si ustedes sacan un aviso en el diario habrá muchos colegas que van a estar interesados”, le dije. “Mire, hace siete años que eso está así, cerrado. Nunca nadie vino a preguntar. Si el que está arriba lo ha mandado a usted, por algo será. Así que yo le voy a hacer caso al que está arriba, no a usted. Hágame la nota y tráigamela. No va a ser fácil pero la vamos a pelear”. Así que hice la nota, la llevé y estuvimos un año hasta que logré que se rompiera el precontrato y se hiciera un contrato nuevo. No me regalaron nunca nada, solo que arreglaron el edificio, que estaba muy deteriorado, y yo me comprometí a reconstruir la librería en el estilo original.

¿Y ahí fue que conseguiste estas estanterías?

Sí, había una casa, al poco tiempo, una vieja sastrería de 1800 y pico que cerraba. Alguien me paso el dato y yo fui a ver. El hombre no estaba muy convencido, me preguntó para qué era, yo le conté. Pasaron los días, en fin. El domingo yo estaba acá, en cuero, sin remera, pintando, en lo alto de la escalera. Tocan la puerta y se asoma este hombre. “Era en serio”, me dice. Sí, era en serio. Bueno, venga a verme mañana. Terminé comprándole también esas mesas largas, que son de sastre. Tienen el metro en el medio. Me regaló algunas maderas y yo tenía un amigo maestro de la madera, un gran carpintero, que lamentablemente ya falleció, y me hizo todo lo demás. Así que acá estamos.

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Serie de entrevistas a libreros.

Tesoros ignífugos, la Librería Platero.

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