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El otro yo del pianista

Por Jorge Monteleone

"Desde los quince años Felisberto tocó en sociedades de fomento, en clubes, y desde entonces ya acompañaba los filmes mudos de Mack Sennett, Theda Bara o Mary Pickford en un cine de Pocitos. Había adquirido la veloz ductilidad para identificar las peripecias del relato cinematográfico". Tomado de Los libros sin tapas (El Cuenco de Plata).

Por Jorge Monteleone.

A Edgardo Russo.

FULANO DE TAL, FELISBERTO HERNÁNDEZ

Un día Felisberto Hernández comenzó a escribir literatura pero parecía que no quisiera comenzar, como si hacerlo fuera una falsificación de la primera vez que lo hacía, o como si fuera apenas una ocurrencia que no le pasaba a él. ¿Cómo leer el inicio de una escritura que acaso quiere iniciarse pero no comenzar, o que no sabe cómo comenzar? Para eso no hay imagen mejor para definir su literatura que la que no llega a libro todavía: una literatura de “libros sin tapas”. Literalidad de una metáfora: todos los “libros” publicados entre 1925 y 1931 por Felisberto Hernández son folletos sin tapas. Aspiran de algún modo a no comenzar ni a terminar, o hacerlo “con muy poca intención”. ¿Por qué, si no, incluir esta frase “aclaratoria” en el Libro sin tapas?: “Este libro es sin tapas porque es abierto y libre: se puede escribir antes y después de él”.

Los lectores pueden hallar en esos textos las huellas que dejó ese día. Esa primera marca es casi imperceptible, levísima, casi solicita el anonimato. Tiene el título de alguien cualquiera, como si el autor se desdijera en el acto mismo de serlo: Fulano de tal. No es un seudónimo ni un nombre falso, pero tiene algo así como una aposición que deshabita el nombre mismo del autor. Y una vez alguien, cualquier lector, cualquiera de nosotros, un fulano de tal entre todos los lectores, leyó el nombre Felisberto Hernández y luego, como respondiendo a la implícita pregunta –“¿quién es?”, “¿quién será?”–, recibe esta respuesta: Fulano de tal.

La lectura inversa para vaciar el nombre del autor es igualmente válida: basta leer el nombre del título para que la aposición sea Felisberto  Hernández. Ese título adelgaza tanto el nombre del autor como el aspecto físico de aquel primer texto de su autor: un folleto diminuto, un cuadernillo que puede llevarse en un bolsillo, de 8,30 por 11,50 centímetros, en papel pluma, que pagó el sedicente Felisberto Hernández, editado por un librero amigo, José Rodríguez Riet, en 1925. Un detalle: la tipografía reservada a Fulano de tal es mucho más grande que la reservada al nombre Felisberto Hernández, como si ser un fulano de tal fuese asimismo el anuncio de una catástrofe respecto del nombre del autor. Otro detalle: Fulano de tal está dedicado a su primera mujer, María Isabel Guerra –inscripción primera. Y se cierra con el “Prólogo de un libro que nunca pude empezar”. Ese “prólogo”, que está al final, termina con esta frase que lleva de nuevo a la inscripción del comienzo: “Yo emprendí esta tarea sin esperanza, por ser María Isabel lo que desproporcionadamente admiro sobre todas las casualidades maravillosas de la naturaleza”.

Hay dos momentos que teme el obsesivo, que disocia y posterga: el comienzo y el fin. El primero porque sabe que una vez que algo se inicia comenzará también su gozosa, intolerable tortura: lo que haga será una nueva obsesión y, una vez realizado, un posible fracaso. El fin, porque acabar con todo es un infinito anticipo de un desgarramiento: la separación y la muerte, garantes de la incompletud. Por ello el modo mejor de comenzar y de finalizar es vaciar esos actos de su propio contenido, de sus contundentes marcas de principio y fin. Los preliminares, las dilaciones, los disimulos suplantarán los comienzos, o serán como una irrupción, algo que ocurre de pronto pero podría no haber ocurrido, o carece de importancia, o puede interrumpirse, o comenzar de nuevo, una y otra vez. El fin ideal es aquel que no se espera, el que surge como si fuera otra cosa, no el temido ni el deseado sino lo que de hecho no parece un fin, sino una mera interrupción, un hecho suspendido, apenas un hiato: hasta la agonía es preferible al final. Como algo que se inicia no puede ser finalizado hasta que se cumpla por completo y como esa totalidad es una condena, el mejor modo de enfrentar la estructura es la digresión o el fragmento. La digresión, el desvío asegura que el objetivo no sea alcanzado nunca; lo fragmentario, lo inacabado es la promesa o la entrevisión de una totalidad, por anhelada siempre diferida.

En todos estos recursos Felisberto Hernández poseía una maestría absoluta, porque esos rasgos aparecen en los narradores obsesivos de sus relatos, con los cuales el autor juega a enmascararse. Véase este comienzo de escritura, que por supuesto corresponde a un fragmento escrito al pasar en un papel: “Por agarrarme de algo, o para empezar a escribir, diré que no se me ocurre nada, o más bien dicho lo escribiré. Sin embargo quiero escribir. Es un deseo tranquilo, profundo, pero que no encuentra cómo realizarse”. Es un comienzo que se inicia afirmando que no puede comenzar del todo. O que lo hace de un modo algo voluntarista, como siguiendo una orden, al modo de un niño al que su maestra lo compele a redactar y así su relato, su “redacción”, se inicia imitando el tiempo intempestivo que cada noche serenaba una ansiosa espera: había una vez… Así escribe esa total promesa de comienzo: “Hubo una vez en el espacio una línea horizontal infinita”.

En sus primeros textos, Felisberto –así solemos llamarlo en las orillas del Río de la Plata, por su nombre de pila, como a Macedonio– suele iniciar hechos narrativos con circunstancias de tiempo indefinidas: “una noche”, “un día”, “una mañana”, “una tarde”, “hoy”, “después”, “pero una vez”, “a veces”. A lo cual sigue el tiempo imperfecto de una acción, o acaso una acción imperfecta en el tiempo: “Una mañana estaba contentísimo porque nos habíamos casado”, o “después ocurría que él triunfaba sin saberlo”, o “una noche saqué una cajilla de cigarrillos del bolsillo. Todo esto lo hacía casi sin querer”. Pero en esas frases parece más importante comenzar de algún modo, por “agarrarse de algo”, que lo que efectivamente ocurre. O en todo caso lo que ocurre parece una “ocurrencia” escrita, antes que un suceso ocurrido: “Ahora, escribiré la historia de unos momentos extraños. Me parece que tengo simplemente la ocurrencia de escribir esa historia y el deseo de realizar esa ocurrencia, como si los momentos esos no me hubieran pasado a mí”.

Por eso aun los hechos relevantes, el indicio de un destino o la expresión de lo novelesco, animan en el relato esa inmóvil sensación de vacío y perplejidad, una leve angustia sorda, algo así como una expectación desde cierta indiferencia radical. Como si los hechos en el fondo no tuvieran tanta importancia, dado que lo verdaderamente importante es sostener una escritura que no sabe del todo cómo realizarse y que parece iniciarse así: “Una vez escribí dos trozos con muy poca intención”.

 

UN PIANISTA

¿Quién es Felisberto Hernández? Un pianista eximio.

A los nueve años Felisberto comenzó a estudiar piano con la profesora francesa Celina Moulié, amiga de su madre, Juana Hortensia Silva, “Calita”. Desde los nueve a los once años, todas las tardes, su madre o su tía Deolinda lo llevaban a la casa de su maestra. En el salón estaban el piano y una mujer de mármol que Felisberto acariciaba siempre al llegar. Un día de 1915 es llevado por sus tías a visitar a las “Longevas” Ferreira: Petrona, Carmen y Felicia, para escuchar tocar música clásica en el piano a su sobrino ciego, El Nene. Curiosamente el maestro de El Nene era otro músico ciego, Clemente Colling, que ejecutaba el órgano en la Iglesia de los Vascos. Un día las Longevas y El Nene organizaron un encuentro para que Felisberto lo conociera, aunque ya lo había escuchado en un concierto.

Desde los quince años Felisberto tocó en sociedades de fomento, en clubes, y desde entonces ya acompañaba los filmes mudos de Mack Sennett, Theda Bara o Mary Pickford en un cine de Pocitos. Había adquirido la veloz ductilidad para identificar las peripecias del relato cinematográfico y expresarlas con su ejecución, en base a unas pocas partituras, sobre las que improvisaba. Con ello ayudaba a solventar la vida familiar. A los diecisiete años, en la calle Minas 1816, donde vivía con los suyos, fundó pomposamente el“Conservatorio Hernández” para dar clases de piano.

En 1919 se fue a Maldonado, invitado por su tía Deolinda, a descansar del agotamiento del trabajo de sus estudios de perfeccionamiento musical, de dar conciertos y de la enseñanza. Se alojó en un cuarto grande que daba a la calle. Miraba las plantas, leía folletines, padecía el tedio distrayéndolo con la escritura de un diario, jugaba a las bochas alguna tarde. Un día conoció allí a una joven maestra, un poco mayor que él, María Isabel Guerra. La convenció de que fuera su discípula de piano, el único modo que tenía para seguir viéndola, porque su familia, tradicional y arraigada, se oponía a cualquier relación con él: lo consideraban un “desequilibrado”. El noviazgo, de todos modos, prosperó. En una carta a su madre, especulaba así sobre su amor por María Isabel, a quien llamaba “Marisa”:

Todos en mi caso dirían tiene talento y un espíritu elevado y culto, yo no lo digo porque temo que crean que esto lo he observado ahora con los ojos del cariño, pero estoy deseando hablarte para contarte detalles que prueben en qué se diferencia de otras mucho más lindas que conocí antes, y que yo hubiese conquistado. Fui por sentimiento a ella no por razonamiento…

En 1920 se decidió a estudiar con Clemente Colling. Era un pianista riguroso y extravagante, por el que sentía una profunda admiración, y estaba tan interesado en la técnica musical de su maestro ciego como curiosamente intrigado por su extrañeza. Colling le enseñó a tener conciencia de cada dedo, como si tuvieran autonomía. Era un gran improvisador y le relató un día con pormenores su competencia en París con Camille Saint-Saëns, sobre el que había triunfado. Felisberto interrumpía las clases con anécdotas o aprendizajes de su maestro de filosofía, Carlos Vaz Ferreira, que lo había iniciado en el conocimiento de Bergson o del pragmatismo de William James –pero también en la lectura de Poe, de Tolstoi, de Proust. A cambio, le complacía mucho visitarlo en su quinta y tocar el piano para él.

Su maestro de piano vivía en la extrema pobreza en un viejo conventillo y con su hermana lo convencieron de que se fuera a vivir un tiempo a su casa. Lo hizo durante un año. Desaseado, fantasmal, excéntrico, la presencia de Colling se hacía insostenible y disuadió a muchos amigos de la familia a dejar de visitarlos. Por las noches se oía el sonido monocorde del punzón, con el cual escribía en sistema Braille para revistas y periódicos de París, luego de extenuantes jornadas de trabajo diurno, interrumpidas por el alcohol. Los padres de Felisberto decidieron mudarse y aprovecharon esa ocasión para impedir que Colling los acompañase en la nueva casa. Felisberto no pudo convencerlos de que le permitieran vivir en el altillo. El hombre murió poco después, y no tenía mucho más de cincuenta años.

En 1922 Felisberto ya comenzaba a ser reconocido y muy apreciado en Montevideo. Compone piezas breves que obtienen favorables comentarios de la prensa: “Canción de cuna”, de 1920; “Un poco a lo Mozart”, de 1921; “Primavera”, de 1922. Sobre una de sus composiciones, en El País se lee: “El tema dominante es sencillo, transparente, pero en su paulatino desarrollo se metamorfosea para darnos una alta sensación de belleza y poesía”. En la prensa se habla de una técnica extraña pero de un dominio estilístico y de recursos de digitación verdaderamente asombrosos. En algunos títulos y composiciones le aparece un modo de nombrar no menos extraño: llama a una pieza “Mimosismos”, a otra “Canción repreciosa”. “Negros” –que estrenó en el Albéniz de Montevideo en 1927, junto con “Festín chino” y “Bordoneos”– era un candombe con reminscencias de Stravinsky y de Bartók, que comienza con una serie de acordes percutidos y disonantes –para imitar el tamboril–: los llamaba “acordes aplastados”. Algunos años después, cuando realiza giras musicales incansables, una de ellas por Argentina, une su afición de contar chistes en las tertulias con una serie de bromas musicales. Se sentaba al piano y anunciaba, por ejemplo, la ejecución de variaciones estilísticas sobre Schumann. Improvisaba tema por tema con diversos acordes, arpegios y ritmos, con equivocaciones y giros expresivos muy deliberados. Y uno por uno los anunciaba como si fueran cómicas historias breves: “Schumann según una señorita de fin de siglo”. Luego “Schumann como un niño que recién empieza a estudiar”. Luego “Schumann como un coronel retirado”. Luego “Schumann como una maestra de escuela”. En fin, “Schumann según Liszt”.

A los veintitrés años, en 1925, Felisberto Hernández se casó con María Isabel Guerra. Van a vivir cerca de la quinta de Vaz Ferreira. Al año siguiente comienza a trabajar en el café “La Giralda” de Montevideo, mal pagado, deprimido por la distraída atención del público, que paliaban los amigos que lo iban a ver. Poco después lo desplazó una orquesta de señoritas y a partir de entonces inició, para seguir viviendo de la música, la extenuante etapa de las giras. Recorrerá muchísimos pueblos, por melancólica urgencia, y en esas giras escribirá varios de los cuentos de los libros sin tapas donde le asomará esa musa rarísima, abrumadora y oblicua cuya inteligencia es propia de poetas. Su mujer está embarazada de una niña, que nace el 28 de junio de 1926: Mabel Hernández Guerra. Pero él conoce a su primera hija cuatro meses después, porque está trabajando en Mercedes, en un café concert, como pianista y director de una pequeña orquesta. El matrimonio comienza a resquebrajarse, Felisberto ve muy poco a Mabel. Acabará separándose de su esposa, pero eso era impensable el año de su casamiento, cuando le dedica el primer libro, modestísimo, Fulano de tal, al cual seguirán otros tres, hasta 1931 –que fue también el año de la separación, pero el divorcio definitivo llegaría en 1935. Ninguno de esos libros lleva tapas.

María Isabel no supo muy bien qué decirle cuando leyó la dedicatoria y el “prólogo” del final. Cuando el doctor Vaz Ferreira leyó Fulano de tal realizó un elogio raro, como si en su exaltación lo redujera a un punto único: “Tal vez no haya en el mundo diez personas a las que les resulte interesante y yo me considero una de las diez”.

 

EL OTRO YO

José Pedro Díaz encontró un texto escrito en letra cursiva sobre tres páginas en blanco arrancadas de la primera edición de Fulano de tal, encabezado por un I romano, sin título, que habla del comienzo de Felisberto Hernández, pero como pianista. Lo cual es un modo de hablar como “arrancado” al ser del otro, el escritor, ese fulano de tal. De hecho, bastaría que intentemos un juego de lectura de ese texto, reemplazando algunas palabras o frases por otras, no muchas, para entender de qué se trata para Felisberto Hernández hacer algo por primera vez. Por ejemplo, sustituir “pianista” por “escritor”; “concierto por libro”;

“di mi primer concierto” por “escribí mi primer libro”;

“fecha del concierto” por “fecha de publicación del libro”;

“el día del concierto la gente iría nada más que por mí” por “el día de la aparición del cuento la gente sólo me leería a mí”,

y, en fin, “un piano” por “un cuento” o “unos cuentos”.

Así alcanza todo su sentido la imagen de un comienzo. Mucho antes de “Borges y yo”, Felisberto imaginaba que el que realizaba su literatura era el otro yo del pianista, el doble escritor.

LA NOCHE QUE DI MI PRIMER CONCIERTO…

(apunte de Felisberto Hernández)

La noche que di mi primer concierto me pareció que había aparecido en el mundo un nuevo pianista. Aunque el mundo no se diera cuenta de esto (como era muy natural) y el pianista era de la fuerza más débil, era cierto que había aparecido. Lo mismo sería el haber nacido en el medio de África una planta entre medio de otras. Pero existía concretamente y se podía ver y palpar.

Lo más inesperado era que yo me contemplaba, que yo contemplaba a ese otro personaje, y que lo observaba más secretamente que a nadie.

El primer momento que sentí que nacía ese otro, fue cuando comprometí la fecha del concierto. Me vino un poco de calor al estómago cuando pensé en la responsabilidad y me pareció que comprometía más a la fecha que a mí. Después se pegó a la fecha el pianista, que yo sin querer hacía tanto tiempo que creaba, estudiando tanto y observando tantos detalles. Mi hombre no dejaba de serme simpático e interesante, pero espantosamente egoísta. Se presentaba cuando la cosa iba bien y cuando parecía que iba a ir mal, desaparecía como por encanto, y aparecía yo con la misma facilidad, pero desencantado y sin interés ninguno.

En los primeros días que salían por las calles letras inmensas anunciando el concierto, aparecía puramente yo, con un miedo horrible, y pensando que quién sabe si el concierto respondería a semejantes letras. Cuando ya me había acostumbrado un poco a esta responsabilidad, entonces aparecía él y faltaba poco para que señalara con el dedo las letras que se referían a él. Entre tanto yo pensaba que el día del concierto la gente iría nada más que por mí, y que yo tendría que entretenerlos toda la noche con un piano delante y nada más.

 

 

 

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