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Prólogos

Noche caliente

Por Elvio Gandolfo

"Child tiene un estilo seco, corto, y a la vez chisporroteante. Y aun en la menor de sus novelas, hay un trabajo de investigación minucioso": el prólogo a la edición de Blatt y Ríos de Noche caliente, dos historias de Jack reacker, de Lee Child.

Por Elvio Gandolfo.

A fines de 2012 nuevamente tenía una relación de amor/odio con Tom Cruise. Otras veces, simplemente lo odiaba. Y en menos ocasiones me despistaba con alguna actuación muy buena. Ahora lo que anunciaban parecía ser una de “serie negra”, con un personaje solitario y justiciero. La fui a ver a una de las salas del cine Ejido. La estrenaron a principios de 2013, pleno verano, y no había ido casi nadie. Seríamos cinco o seis espectadores en una sala mediana tirando a chica. Media hora después estaba muy sorprendido: ¡la película tenía argumento, guion! Un demente mataba a varias personas en una parada de ómnibus, y acusaban a un ex soldado. El tipo mencionaba a un tal Jack Reacher (la única persona con quien hablaría). Y Reacher era un justiciero tipo Robin Hood: iba tan liviano de equipaje que ni documentos de identidad llevaba, y cruzaba el país una y otra vez en ómnibus (signo casi de pobreza extrema en Estados Unidos). Había estado en el Ejército, como PM (Policía Militar) muy condecorado pero ya no, desde hacía años. Otra sorpresa: la coprotagonista no era un bombón estadounidense pasteurizado, sino una abogada con cara de inteligente, y argumentos ídem. Estaba decididamente interesado. Sorpresa bomba agregada: el hipervillano no era un actor profesional sino el director alemán Werner Herzog, que lo hacía con un gusto especial en exagerar el sadismo y la crueldad.

Cuando se encendieron las luces, pasó algo no tan raro como parece. Como la película había sido directamente buena, con peleas a puñetazos a granel, tiroteos y carambolas del argumento también inteligentes, la satisfacción de la media docena de espectadores que habíamos ido hizo que nos mirásemos unos a otros (nos habíamos parado, y vacilábamos en irnos), y nos pusiéramos a hablar como si nos conociéramos, sonriendo, satisfechos.

—Estuvo buena, ¿no? –dijo el primero.

—Totalmente –dije yo, con convicción.

—Hacía tiempo que no venía una policial buena –dijo otro.

Nos fuimos yendo lentamente en la sala penumbrosa y casi vacía, diciendo algunas frases más. Y con hidalguía, salimos a la calle triturada por el sol (habíamos ido a la primera función, que en Montevideo suele ser a media tarde).

No bien llegué a casa, busqué el origen: por la publicidad que le daban al protagonista en el título, seguramente era una serie de novelas. Así leí por primera vez el nombre de Lee Child.

Hasta muy poco después de los 40 años Child había trabajado en Granada Televisión como Director de Presentación (“una especie de controlador de tráfico aéreo de la red televisiva”), un cargo que desapareció cuando la empresa cambió de manos e hicieron recortes. “Yo no quería dejar el entretenimiento”, declaró Jim Grant (su nombre verdadero). Hizo algunas incursiones hasta sentarse al fin a escribir. El propósito era claro: “No se trataba de un hobby, no era por diversión, no era por satisfacción. No era uno de esos tipos que se sienten impulsados a escribir. Tenía que mantener un techo sobre nuestras cabezas, así que estaba total, totalmente, un 110%, motivado comercialmente”.

Inglés hasta la médula, ambientó la primera novela (Zona peligrosa) en Estados Unidos. La empezó a escribir el 1 de septiembre. Cumplía ciertas reglas: exponía docenas de temas y elementos hasta la mitad del libro, después se dedicaba a cerrar cada cabo suelto, y lo consideraba más logrado cuantos más elementos lograba incluir. Lo que escribía no era un primer borrador, sino el único borrador. Y algo especial, teniendo en cuenta su declaración de comercialidad: partía sin saber adónde iba, sin conocer el final. Además lo encarrila contar con el título. Jamás lo cambia, aunque se lo ruegue la editorial. Son más bien simples: Un disparo, El camino difícil, Mala suerte, Personal, Nunca vuelvas atrás.

Cuando salí a buscar alguno de los libros, descubrí que había dos en mesas de saldo: El enemigo y El inductor en edición de bolsillo de Ediciones B. Empecé la primera. “Epa”, me dije. No era Jack Reacher como vagabundo recorriendo América. Se trataba de su época de PM, a cargo de un lugar en el fin de año en que cayó el muro de Berlín. Ahí me enteré, además, de que tenía un hermano incluso más alto que él (que con 1.95 metros, tiene la estatura de Jack Reacher, pero la mitad o menos de ancho): “sombras de Sherlock Holmes”, me dije, pensando en Mycroft, el hermano estrella de Sherlock que, como el de Reacher, trabaja para el Estado.

Después fue puro deslumbramiento. No sólo había una trama con militares de alto rango que se resistían a un cambio histórico (el paso de un armamento a otro, a partir de la caída de la URSS), sino también una subtrama familiar, relacionada con la madre de ambos, que vivía en París. El padre (un militar) había muerto hacía un tiempo.

Child tiene un estilo seco, corto, y a la vez chisporroteante. Y aun en la menor de sus novelas, hay un trabajo de investigación minucioso pero nada pesado sobre temas tan diversos como la fabricación de dó- lares (verdaderos o falsos), la circulación de las armas (legales y/o ilegales), las redes de fidelidad en el Ejército (a Reacher le ha quedado un respeto especial por los sargentos (en especial las sargentas). En las últimas novelas, Reacher ha terminado por reconocer que, en unos Estados Unidos posteriores al 11 de septiembre, tiene que llevar al menos documento de identidad. Un plus importante es el modo en que el inglés Lee Child (casado con una estadounidense y mudado a Estados Unidos casi en seguida del éxito de su primer libro) describe los paisajes, manías y atmósferas de América. A veces la trama puede pincharse un poco cerca del final, pero la cuota de placer de la información bien administrada y, sobre todo, de la descripción de las carreteras, pueblitos, estaciones de ómnibus y ómnibus (o de comisarías y cárceles de todo tipo, legales o ilegales), cercanas a un desfile de cuadros de Hopper en clave minimalista, aseguran un rédito inesperado, al margen de la supuesta comercialidad.

Porque el mismo Child aclaraba de inmediato, en el mismo sitio donde hablaba de esa comercialidad, que llevarla al extremo implicaba liquidar el libro: “En otras palabras, al tratar de hacerlo funcionar, lo hacías fallar. Así que sabía simultáneamente que tenía que ser muy comercial, y al mismo tiempo no me podía permitir ser comercial en absoluto. Tiene que ser un proceso muy orgánico o no funciona”.

Leer El enemigo fue satisfacción pura. Leer El inductor un poco menos, salvo los incontables párrafos o diálogos informativos o filosos. “Estoy familiarizado con los civiles. En una ocasión conocí a uno”, dice Reacher en la primera. Y varias páginas después: “—¿Puede imaginar una vida fuera del ejército? –preguntó”. Y él comenta: “—¿Existe eso?”. Es un mundo donde todavía es PM, situación que se repetirá en varias novelas. Reacher tuvo una vida itinerante en compañía de los padres. Aprendió rápido a manejar su estatura y musculatura (un golpe favorito personal es el cabezazo en la cara del contrario, demoledor). Su optimismo imposible de derrotar estaba presente ya en la infancia. Cuando fue a ver una película a una matiné y apareció un monstruo, los demás niños se asustaron, y él no:

A los seis años había ido al cine, en una base de marines de algún lugar del Pacífico. (…) Un bodrio barato de ciencia ficción. De repente un monstruo saltó fuera de una laguna barrosa. El joven público estaba siendo filmado en secreto, con una cámara con luz baja. Un experimento psicológico. La mayoría de los chicos había retrocedido aterrada cuando el monstruo apareció. Pero Reacher no. Había saltado a la pantalla en cambio, dispuesto a luchar, con la navaja ya abierta. Dijeron que el tiempo de repuesta había sido de tres cuartos de segundo.

A su vez su calidad de policía aparece en muchas de las novelas y relatos, en auténticos casos de policial “de procedimiento”.

En mi experiencia de lector hay un problema raro. Disfruté mucho la media docena de novelas que leí de Lee Child (que no tiene problemas en escribir solamente libros de Jack Reacher, a razón de uno por año: hasta ahora suman 21). Pero una buena cantidad superan las 500 páginas. Cada vez que emprendo la lectura de uno tengo que estar dispuesto a terminarlo. Ahora estoy con sólo uno leído a medias. Le envidio la capacidad lectora a un amigo a quien le presté uno, y que ya anda por la docena o más (para colmo me los va pasando y me miran de reojo desde la estantería de la biblioteca).

La capacidad norteamericana para crear sistemas de distribución y bocas de salida de los productos es infinita. Por eso inventaron el “bonus material” en las versiones de bolsillo: un relato o novela corta. En este volumen se incluyen dos. “Small Wars” es un ejemplo típico de relato policial, donde importa “quién lo hizo” y descubrirlo es una sorpresa. “High Heat”, más extenso, es un ejemplo de la simple y llana capacidad de escritor de Lee Child. Lo toma a Reacher cuando tiene 16 años, casi 17, y es casi un militar. Y lo coloca como recién llegado (de paso) a Nueva York, en un día especial. O una noche especial: la del Gran Apagón. Hay chicas que van a ver a Los Ramones, una mujer particular (que está sólo a medias en una agencia estatal). ¿Cómo se apellida? Hemingway. Y aparece de refilón el Hijo de Sam, que en esa época hacía desquicios en la ciudad.

Advertencia: más de un amigo de años me devolvió algún libro de Saer que le pasé tirándomelo por la cabeza. Si se enganchan con el juego (casi de vanguardia eficazmente encubierta por el vehículo comercial) de Lee Child, que no les extrañe que otro amigo (o el mismo) se los devuelva con asco, sin haber podido pasar de las primeras veinte páginas. Él (o ella) se lo pierde. En todo caso es bueno destacar un hecho raro: ya en el primer libro el autor estaba convencido de que escribía para un 99% de varones más bien machistas. En las encuestas, supieron sin embargo que un porcentaje alto era (y siguió siendo) de lectoras. Las contradicciones del sistema, según dicen.

 

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