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Traducciones malditas

Por Horacio González

"Traducir es un deslizarse del pensar sobre sí mismo, examinando sus imposibilidades y formas de oscilación" Compartimos Meditaciones, el texto con que Horacio González, uno de los grandes ensayistas argentinos, recibe a los lectores de su nuevo libro Traducciones malditas (Colihue).

Por Horacio González.

Comienzo aquí –no concluyo– un largo viaje sobre una idea ostensible y hasta cierto punto obvia. Las imágenes surgen de nuestra voluntad testimonial y del rumor obsesivo de un mundo lleno de objetos. Son el halo irrecusable que niega, homologa y multiplica la existencia. De tan antiguas, cargan un ligero estigma y se hallan en estado de prevención. Nunca están eximidas de una prohibición y sus devotos son todos, pero basta que uno las niegue para que todas queden bajo sospecha. No obstante, una luz interior perseverante las dispone siempre para el examen del encandilado, la impenitencia del artista y las teorías de la crítica filosófica. La expresión imago mundi carga con las suficientes notas de ambigüedad como para postular el modo, sea displicente, sea riguroso, con que nos miran dioses numerosos y dispersos cuyo nombre no conocemos. Así como nuestras actividades de sujetos poseen un simple recurso que es fácil suscitar y difícil de explicar, la capacidad de representación, pues nuestras mejores reflexiones se realizan bajo el manto de la mímesis. A esta palabra la rodea un clima helénico de casi aquello mismo que traía la imago de rumores latinos.

Pero la imagen no es la mímesis. Lo que la primera tiene de la representación en el modo figural que es su culminación, la otra concibe lo representable como la materia bruta que le ofrece el primer motivo para pensar, pero siempre arrastra esa misma materia, porque en el fondo ella contenía el espíritu latente y nebuloso que siempre permanece en lo representado. Muchos ya observaron que de la representación, nunca podríamos estar seguros. Representación e indeterminación van tomadas de la mano. Sudan, de no saber cómo enlazarse. Claro que sin una idea de representación no podríamos figurar la idea de hombre viviente, sintiente y hablante. No obstante, la filosofía siempre vaciló para decidir si sus inicios están en un saber sobre el saber –nosce te ipsum– o si deben conformarse con la enigmática actividad de representar al mundo sabiendo que en ese acto pierde mucho. No sabe cuánto. Representar es dejar entonces que “la pérdida nos mire”.

Entonces, podríamos decir que la representación es la imagen que exige la percepción –el mirar en sí–, pero también un modo de arrojarse sobre el lenguaje, nuestro propio lenguaje, para saber qué hacemos cuando hablamos. Con el riesgo de que se pierda una parte de lo que decimos. Porque es tan legítimo que se piense sobre lo que se hace, cómo aceptar, tal como siempre se ha dicho, que el orden mundanal lo consideramos en sus hechos crudos –que dilapidarían su efectiva existencia si los interrogamos cual “intelectuales”–, mientras nos dirigimos a él o él hacia nosotros precisamente en los momentos en que deben primar los activismos sin más, la praxis sobre la gnosis. Si lo que llamamos real ya nace representando, podemos considerar que allí se originan todos los problemas filosóficos y artísticos. Pero siempre aparece alguien que dice que el representar es la segunda oportunidad que exigirá inmediatamente la mera presencia de algo, y así, el encadenamiento del sentido, no es sino un secundarismo emanado de los hechos primigenios y mostrencos, atados inexorablemente en el plano de la imaginación. Si es esta es “secundaria”, existe sin embargo con la duda de haber tenido progenitores carnales, ese prius del que siempre se duda y siempre nos llama para que lo descifremos.

Hay imágenes en el mundo y su suave algarada siempre nos envuelve. Pero también hay mundanidad en las cosas que muchas veces son su contrapartida: hay mundo cuanto más directamente nuestras facultades de conocimiento nos pongan en él como sujetos hablantes, poseedores de una lengua sin necesitar nada más. ¿Esto es así, esto es posible? Cuando ambas evidencias, de que hay un lenguaje arrojado al mundo y un ejercicio de imágenes que nos acorralan o envuelven, surge el natural deseo de que se vinculen entre sí. Quizás de ese deseo surge algo primero sin nombre, el gesto vinculante, al inicio inexplicable, pero que después sospechamos que podía ser el comienzo mismo de la conciencia.

Algo se escapa y algo se revela, si con la conciencia y sus actos pretendemos conciliar la divergencia de textos e imágenes, y hacer sobrevolar sobre ellas el llamado precioso a la unidad. ¿Quién llama entonces, la conciencia o el lenguaje? No podemos decir que aquí comienzan los problemas pues los problemas comenzaron antes o estaban desde siempre. Pretender explicar estos usos de expresiones como lenguaje y conciencia nos invita a un recorrido tal vez grato, tal vez inagotable, ante el cual nunca tenemos que resignarnos que sea imposible. Pero también puede aniquilarnos. Nuestra intuición nos alerta sobre lo frágil que es la soldadura entre textos e imágenes. Sin embargo, de apariencia inconsútil, como si una tímida linterna lo enfocara súbitamente en la noche cerrada y se encontrara sorprendentemente con la idea de que el lenguaje puede ser tanto la imagen como el texto. Pero eso ocurre por la natural extensión, desbordante e inexplicable, con que ciertas palabras están grávidas de ambigüedad y entrega. Siguen íntegras y se sobreponen sobre fenómenos diversos, a pesar que saben que recubren opuestos, que son de una diversidad inabarcable.

A veces estas proliferaciones se proclaman inescindibles, textos e imágenes en necesaria conjunción, como si una orden de incursión en una zona sombría los fusionara en esa penumbra envolvente. Pero en determinado momento esas cosas necesitan bifurcarse y establecerse en una u otra resolución de su propio sentido. ¿Son una cosa o la otra? Precisan saberse diferentes, aunque el desborde de una invocación –el vocablo lenguaje, que solo puede nombrarse presentado por un elemento redundante de su propio corpus– rigiera todas las piezas en un orden antes integrado y que ahora quiere lucir sus diferencias.

De ahí cierto recelo justificable de los textos por las imágenes, pero este recelo no es, no puede ser, una teoría. Es apenas un sentimiento que supone la humanidad de lo humano –para algunos, el recelar es el inicio más genuino de un acto de pensamiento–, y no una característica que le adjudicamos a los que, al fin, son cosas inanimadas. ¿Los textos, inanimados? Están plenos de sentido, hasta el límite de lo inteligible, pero sí, como concepto, ellos no hablan. Dicho esto, otro problema se presenta aquí. También existe el oficio irreversible del pensar, esa intimidad que comienza cuando no podemos desprendernos de un objeto imaginario, pero admitimos que, si ese intento de desapego prosperase, puede llevarnos a un error. Sospechamos entonces que la imagen –la idea de imagen, la metáfora de la imagen– es lo que da vida al pensar. Permite que acabe siendo eminentemente real. Esto “real” no es otra cosa que una complacencia inusitada con la posibilidad de disponer sentimientos para los objetos, rescatarlos de su existencia de tales, y suponer que son ellos los que “piensan”. Es, por el absurdo, la prueba filosófica por excelencia.

El objeto existe si lo convertimos en imágenes o ídolos que se ofrecen para darles una voz prestada, una prosopopeya vitalista. No la reclaman, quisieran quedar en su mansedumbre sin conciencia, pero la voluntad humana de no sentirse abandonada en un mundo que la condena a hablar entre sí, prefiere darles la palabra. Es un juego, no sin consecuencias. Los retóricos de todas las épocas le han dado a este acto el nombre –ya dijimos esta palabra– de prosopopeya. Es una figura del pensar, que demuestra que pensar es también desfigurar algo, aunque como vieja entidad de la retórica (Quintiliano define muy bien la prosopopeya) consiste en diseminar la palabra o la voz entre todas las cosas del mundo. Y distribuir el arte del habla hacia las cosas que no pueden hablar. Subyace aquí una fugacidad animista.

Por otro lado, si las imágenes toleran solo hasta un límite la presencia del acecho textual en su entorno, al parecer el texto reclama sus derechos con su único abogado pregnante y fatal: el alegato ineludible que ahora mismo sabemos que estamos escribiendo. Y que solo escribiendo, fabricando esa materia ignara que llamamos texto, lo podemos hacer. ¿Único representante en la tierra de las imágenes angélicas? Pero texto e imagen nunca serían necesariamente láminas en verso y reverso. Y habrá que agregar: al relacionarse, cuando lo hacen –y eso es a menudo, es siempre–, todo se realiza de una manera inesperada y no enteramente comprendida por ellos mismos. ¿Sabemos bien cómo esta cotidiana maniobra se ejecuta o se expresa?

Trataré así, ahora, acá, en este acá que es un allá, sobre una idea que no aparecerá desde el inicio –sé que las ideas no se gastan, en su subsuelo profundo no están sometidas a ninguna sorpresa ni propiedad, salvo que sean marionetas que pidan constantemente no ser tan antagónicas a Dios, como escribió aproximadamente Kleist hace un par de siglos–, pero es bueno hacerla madurar a medida que pensamos escribiendo. Es la idea de una ascesis traductoral, que hace de esta actividad compleja de intercambio de vidas, signos y molduras (textos, imágenes), no sea una artesanía que se aprende ya escolarizada, sino una práctica espiritual amasada en capítulos, necesariamente extraña y aleatoria.

Traducir es un deslizarse del pensar sobre sí mismo, examinando sus imposibilidades y formas de oscilación. Tolerando su incoherencia en lo concreto del existir y su condena de no ser una continuidad garantizada de ningún motivo perdurable. Traducir es también así una cosa, pero es una cosa; ahora bien, como cosa, nunca se fija; es la cosa que solo puede resolverse en un acto y desaparecer con él.

La cosa es el todo mundanal siempre en la inminencia de su disolución. Por eso son translaciones y lo son por el solo hecho de entrar en movimiento. Entre texto y texto, e imagen y texto. Translaciones. Si se empeñan en ello nunca volverán a ser iguales a sí mismas; buscan preservar una similitud en un mundo desconocido y extraño, del cual poseen ciertas claves, o creen que las poseen, acaso todas, pero sin dejar de estar siempre preparadas y preparados para desmentirse. Una traducción queda plasmada a condición de no saber si creó un objeto nuevo o redundó sin saberlo en lo que todo el mundo esperaba de ella; su servicialismo y humildad en su tarea de agregar un duplicado amable para suavizar lo que ya existía y convencerlo –también– de que se aceptaba aprobar como novedad al mero facsímil. Un mundo de símiles es horroroso pero alguien, Auguste Blanqui, se ingenió para hacerlo sugestivo, seguramente impropio pero inspirador.

La pretensión de creer en un universo cordial de equivalentes se paga caro: quizás la espoleada duda sobre lo que sería su verdad efectiva es la que da origen a lo que llamamos filosofía... la filosofía misma o lo que ingenuamente llamamos así, porque esa palabra también sale de un jarro de leche hirviendo que se esparce sin respetar límites, esos bordes inocentes del brocal. Si esto es complicado cuando ocurre en el mundo donde existe lo que llamamos textos, se hace más exigente y sorprendente cuando alguien pronuncia –y ese alguien nunca falta– qué sucede con las imágenes entremedio. ¿La existencia se derramaría asombrada ante sus novedades, no sospechadas por ella misma? ¿La imagen puede detener lo que se encamina libremente a la muerte, quedar ella y mandar al cadalso lo que ella misma refleja? ¿Darse una voz que ella tolera resignada aunque siente que así se deforma, o disculparse inocente diciendo que apenas representa una realidad externa sin la cual ella nada sería?

El pesimista cree entonces despertar y percibir que en ese arte indefinible del pensar –y de pensar ese incómodo “y” que se entremete entre textos e imágenes, aunque aquí es una “e”–, se le hace presente esta conjunción insuprimible y pesarosa donde yace el problema aparentemente ya resuelto: cargar un elemento más a cualquier serie, disponerla para una traducción que tolerará agregados o supresiones, para que cada cosa parezca la misma y pueda revertirse a otra. Muchos emplearon la palabra transfiguración para referir este fenómeno. Por eso la impávida conjunción –con su milenaria inocencia gramatical– promete siempre equilibrios pero desata tormentas. Habrá inevitables pérdidas. El símil químico es el derrame de líquidos cuando en las probetas del laboratorio todo estaría listo para transfundirlos en busca del tercer elemento que confirme las equivalencias. El derrame es tanto lo intraducible como lo que se tradujo sin pericia.

El problema se acrecienta cuando no están en juego solo acciones heterogéneas de la lengua, sino lo que habitualmente denominamos imágenes. Generalmente las pérdidas con una u otra acción son indescriptibles; se las intuye necesarias, pero vivir significaría, al fin y al cabo, no saber si hay que aceptar la fatalidad derramada –dije líquido para no decir sangre–, o reponer a través de la conjunción perdida variadas emociones contradictorias. No sabemos qué elegir, si festejar aquello de lo que nos desligamos –una ilusoria liberación–, o lamentar un malogro de la unidad conseguida, que era falsa o mal ensamblada. Y en esta ontología general irresuelta, dudamos entre insinuarnos en un repudio a lo actuado o aceptarlo todo calladamente. Nuestro lenguaje viejo, de todos modos, siempre clamará por lo nuevo. Y nuevamente tendremos aquí la posibilidad de observar qué superfluo puede ser lo nuevo si no descendemos a conocer la historia milenaria de esa ansiedad de novedades, cuya historia es precisamente lo más viejo que hay.

Notamos pues que algo se pierde; no sabemos qué es. ¿Lo perdido ocurre en el transcurso de creer que teníamos lo que se tiene, o bien ocurre necesariamente después, cuando percibimos que estábamos forjando una “mala unidad”? En el primer caso es más interesante, el ser ya está mellado desde el principio y en vez de definirse la vida como un reencuentro, se la podrá considerar como acosada por un mismo vacío lánguido y solapado que alguna vez habrá que descubrir. Lo acosado será tanto al espacio de signos de donde sale el impulso de traducir alguna cosa, como el otro campo, real o imaginario al que se dirigen, por más que ambos (espacios y campos) supongan estar bien establecidos. En el otro caso, recién cuando tranquilamente nos disponemos a crear en el mundo la serie de equivalencias, descubrimos que nunca habíamos tenido el eslabón que precisábamos.

De un idioma a otro, de una imagen a otra, de un texto a una imagen, se produce siempre un temblor invisible, el sismo de lo indecible, lo vedado a la imaginada completud del lenguaje. Descartemos por el momento la imagen. La traducción nunca es un puente sino una improbable relación que anuda tiempos, materias y existencias tratando solo de vincularlas o descifrarlas, pero sospechando oscuramente que en ese acto las modifica, y ella misma se torna el emblema brilloso de su apropia abolición. Traducir es crear una vida nueva y entrar de inmediato en una singular agonía.

Repentinamente la traducción comprende que era una relación inexistente, que a nadie se le impide formular aunque de inmediato encuentra sus momentos insostenibles. Entonces se hace prudente o fallida, toma distancia profesional sin reclamar verosimilitud sino una pócima insignificante de semejanzas con lo obviamente distinto. Y a un tiempo comprende que su nombre tan pacato significa el mismo acto con el que un mundo intenta reunir sus piezas infinitamente dispersas: actos, lenguas, cuerpos, materias e imágenes, todo buscando inútilmente una sabiduría que las conecte sin anularlas. No queremos vivir entre detritus –salvo los grandes profetas– sino alojarlos en categorías idiomáticas que –todo lo desemejante que sean– no nos impiden abandonarlos. ¿Pero podemos salvar todo, o siquiera alguna cosa, desde una mera operación del lenguaje?

Sin embargo, suele no fracasar esta ascesis traductoral. Termina realizándose en una región utópica donde reinaría una extraviada unidad que solo ella, la traducción, estaría en condiciones de exhibir como misterio y posibilidad. Se encontraría por fin el intervínculo ideativo, mundano y práctico cuando nos preparamos a aceptar que los entes cognoscibles rebosan, se replican, se desdoblan y se transfieren. Perduran sin que los invoquemos y se escapan de nuestra mirada cuando pretendemos solicitarlos. En el trasfondo de esta ascética traductoral subyacen los universos de imágenes y textos que siempre están en duda ante la evidencia de que serían siameses en permanente combate, y cualquier triunfo de uno sobre otro supondría la imposible realización de una de las formas fraguadas del siempre esperado –pues es concepto pétreo, místico y profético–, y nunca ocurrido fin del mundo. ¿No sospechan los lenguajes de la imagen y el texto que tienen un indescifrable origen común?

Si aquel mitológico evento final ocurriera, no seríamos sus testigos, sino sus autores. En el drama íntimo de la traducción –aunque sea vista por sus grandes profesionales, traductores como Hölderlin, Borges o Klossowski–, se halla la purgación ética. La misma con la que Max Weber dice que se consolidaron las grandes formaciones de la historia. Y ese depurativo consistiría en el sentimiento de la ausencia mutua presunta, con que la imagen reclama lo que le faltaría y el texto también. Ambos se reconocerían en el vacío necesario que les produce el otro, aunque a veces digan satisfacerse por lo único que supuestamente tienen y también “por lo que les sobra” de aquello que en sí mismo son. No se les cree. Ninguno de ellos vacila en la seguridad retórica de creer que según como descifre cada uno al otro, podrá hacerse cargo de todo, o sea, del vacío que conjetura existir más allá de él.

No es así, ni nunca será así, pero la idea de imagen se compone de extrañas equivalencias escriturales, y desde siempre se sabe que un texto se munió, por lo menos desde Aristóteles, del hallazgo de que en él yacen teatralidades diversas, con sus figuras en imágenes que precisan ser depuradas, purificadas, traducidas. Interinamente, se llamó a esto retórica, porque en su inesquivable provisoriedad, esta palabra también abarca todo lo que hacemos con las palabras y lo que ellas hacen con nosotros.

Por muchos modos posibles, la traducción aparece entonces como un oficio inquietante, que arrastra restos monásticos, ejercicios espirituales de honda oscuridad, y principalmente una tarea, entendida como vecina a la vocación extática. No en vano, un hombre, que es portador del sello de una gran culpa intelectual y un vano sacrificio repleto de sentido, llamó “tarea” a la del traductor. No es difícil reconocer aquí los vastos alcances del vocablo alemán beruf. Significaba eso una confluencia de ocupación, profesión, vocación y sacrificio que eran tan válidos como que nadie los pedía. Pero que no por casualidad están inscriptos sin mayores diferenciaciones en el idioma natal, precisamente en ese idioma. Que, sin duda, es tan acusable de hacer hablar tanto a los místicos como a los autores notorios de una masacre.

Una versión presumible de esta ascesis traductoral, escrita al promediar los años 20 –sus menciones en el debate contemporáneo no cesan, ostensiblemente–, es el escrito que Benjamin nombró como La tarea del traductor. Leemos unos fragmentos:

“Porque la traducción, al contrario de la creación literaria, no considera como quien dice el fondo de la selva idiomática, sino que la mira desde afuera, mejor dicho, desde enfrente y sin penetrar en ella hace entrar al original en cada uno de los lugares en que eventualmente el eco puede dar, en el propio idioma, el reflejo de una obra escrita en una lengua extranjera. La intención de la traducción no persigue solamente una finalidad distinta de la que tiene la creación literaria, es decir el conjunto de un idioma a partir de una obra de arte única escrita en una lengua extranjera, sino que también es diferente ella misma, porque mientras la intención de un autor es natural, primitiva e intuitiva, la del traductor es derivada, ideológica y definitiva, debido a que el gran motivo de la integración de las muchas lenguas en una sola lengua verdadera es el que inspira su tarea”.

Breve comentario: el eco, posiblemente, sea uno de los elementos sustanciales del misterio científico-acústico, como lo comprobó sorprendido Montesquieu. El eco produce capas superpuestas de sonido que vuelven con retardo, en pliegues sucesivos, a su origen. Puede develarse racionalmente, construirse bajo esta idea las máquinas médicas de exploración de órganos internos del cuerpo –el cuerpo con órganos, visto por las ecografías–, pero en cuanto a la traducción, el eco es el original en su aptitud de recibirse desdoblado en réplicas que se reponen hacia atrás mientras se van debilitando progresivamente. El eco es una traducción que se abriga en una nueva zona de signos y suelta una emanación semejante que le es devuelta al original para confirmarlo como único en su fuerza y necesariamente repetido en su debilidad.

Podría decirse que el eco es una versión de la voz originaria que se convierte en un simulacro que pide legitimidad en cada representación, cada vez más débil de su agonía; une puntos incógnitos de los diferentes significados sensibles, convulsiones cadentes que van advirtiendo que sus símbolos, caracteres, grafías y formas se engarzan con una voz que ni era necesario que se dividiese ni que se eclipsara. No obstante, quizás a diferencia del eco, la traducción es una promesa única postergada de reunir las partes desordenadas por una autoridad caprichosa e inexplicable. ¿Quién gozaría con hacer perecer esas dicciones, hermanastras, mimé- ticas, tanto como astillarlas, desbaratando una lengua homogénea, utópica y feliz?

Maurice Blanchot alguna vez especuló que la traducción se hace digna cuando burla la extravagancia de quien se ofendió por la existencia de la lengua una y las mezcló para dividir poderes. Si hubo un Dios, es porque pudo desmontar Babel, aunque quizás aspiraba a quedarse siendo un eco. Pero si hay un desafío consecuente, es de practicar lo imposible, trazar los ecos devueltos menguadamente como “información ecográfica”, interrogándolos sobre lo dicho y reponiéndoles lo indivisible de su unidad. Y que esta interrogación sea a su vez el equivalente imprescindible del ser de la escritura. De otro modo: la traducción como utopía del principio de reunión de la diversidad de la existencia de todo signo imaginable. Reunión con un saber pesimista; nunca podrá suturarse el camino recorrido hacia la alteración y el desconocimiento de su pasado, sin que sea viable aquí, posiblemente, pensar lo que Morton Feldman dice de Aki Takahashi como intérprete. Su caso sería el de la emancipación del intérprete, pero en ese espacio inusual en que se crean composiciones como Triadic Memories (M. Feldman).

Christian Ferrer me recuerda que Babel es quizás más que otros el gran mito siempre en discusión, pues la confusión de lenguas presupondría menos distribuir distintos idiomas que interferir el poder de enunciación de un sentido, cualquiera sea el idioma posible. De ahí el balbuceo, babble, como una consecuencia de la destrucción de la osadía humana del monolingüismo, y como oscura secuela, la fabulosa etimología –estas siempre son fábulas comprimidas, ficciones remotas que trabajan sobre el ingenio fonético y el vacío que encadena de la más incierta manera las herencias lingüísticas–, por la cual se preserva en el idioma inglés to babble, balbucear. Toda etimología es improbable. Lo que no puede pasarse por alto es que la consistencia mítica que tiene ofrece siempre la forma más caricaturesca de una extrañísima verdad. Que un idioma contemporáneo y poderoso comprima en sus pliegues sin tiempo una fábula del Génesis, con su divina improbabilidad a cuestas.

Lo que Benjamin llamó tarea quizás dice algo semejante:

“Una tarea en la que las proposiciones, obras y juicios particulares no llegan nunca a entenderse, pero en la cual las lenguas diversas concuerdan entre sí, integradas y reconciliadas en la forma de entender. En cambio, si existe una lengua de la verdad, en la cual los misterios definitivos que todo pensamiento se esfuerza por descifrar se hallan recogidos tácitamente y sin violencias, entonces el lenguaje de la verdad es el auténtico lenguaje. Y justamente este lenguaje, en cuya intención y en cuya descripción se encuentra la única perfección a que pueda aspirar el filósofo, permanece latente en el fondo de la traducción. No existe una musa de la filosofía, como tampoco existe una musa de la traducción. Pero estas actividades no son triviales, como pretenden algunos artistas sentimentales, pues hay un genio filosófico cuya peculiaridad es el afán de encontrar ese lenguaje que se anuncia en la traducción”.

Breve comentario: ¿Es entonces ese lenguaje único prometido, un intuido lenguaje de la verdad y que solo como “latencia” supervive en el fondo no declarado de la traducción? Se entiende así que la traducción sea una forma sagrada reversible para releer la Biblia de otra manera, en cuanto a sus numerosos e inagotables mitos lingüísticos. Por otro lado, ¿qué quiere decir que “la traducción [...] no considera como quien dice el fondo de la selva idiomática, sino que la mira desde afuera, mejor dicho, desde enfrente y sin penetrar en ella hace entrar al original en cada uno de los lugares en que eventualmente el eco puede dar, en el propio idioma, el reflejo de una obra escrita en una lengua extranjera”? Si entendemos bien, la tarea del traductor es refleja, pero hace entrar la obra a ser traducida en lugares específicos, y en ese sentido desmaleza la selva idiomática. Hubiéramos pensado, en cambio, que se penetra en una selva de símbolos, lo que quizás hubiera sido más propicio para el baudelaireano Benjamin.

Kant escribe en uno de los párrafos más notorios de la Crítica del Juicio, para comparar la iconoclastia de judíos y mahometanos con los preceptos de la “ley moral” que él propugna, que: “En el libro de las Leyes Judaicas quizás no haya un pasaje más sublime que este mandamiento: «No harás imagen tallada ni cualquier otra figura de los se halle en el cielo, sobre o bajo la tierra...»”. No podemos calcular siquiera los efectos morales y artísticos que tiene hasta hoy, tiempos de televisión y facebook, esta sentencia que Kant considera inspiradora también para su filosofía.

Pero todo este libro (todas las cosas que hacemos) abjura de ello. Creemos en las imágenes (y somos en nuestra desesperanza una “imagen”) pero me pregunto si acudir a la idea de que ellas se sumergen en textos o invitan a que les pongamos nombres y las acompañemos de filosofías adecuadas (o inadecuadas), no es un viejo reflejo de una tímida resistencia de esa condena al concepto, es decir, a la teología. Dicha con ese nombre o trasladada a alguno de sus múltiples correspondencias con lo artístico, lo político, lo poético o el denominado ethos cultural. Precisamente, el uso de los guiones (lo teológico-político) es un recurso a ser analizado, pues es el monumento gramatical a la semejanza, un palito acostado como un muerto bíblico o un llamado “durmiente” del ferrocarril, que como las frases bíblicas no tiene sino la presencia de ser-lo que-es, o sea, una señal tumbada entre dos o tres palabras para enviarlas juntas la foso de las dudas, por si ellas gimieran para separarse y el deber de juntarlas fuera una arbitrariedad de nuestras falta de razones para mantenerlas a una distancia adecuada, como se dice de las torres de control de los aeropuertos respecto a los aviones que se aproximan peligrosamente entre-sí. Pero el guión engaña, conjuga opuestos y ellos siguen allí fingiendo pasividad o alegría por el encadenamiento en un nuevo concepto, pero siempre están listos para fugarse. Lo cierto es que le adjudicamos a la traducción funciones espectaculares que corresponderían a una filosofía general –usurpación condenable, si la hubiera– o a una traducción cultural que ha llevado nombres probablemente mejores a lo largo de la historia del pensar.

 

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