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Un prólogo poblado de notas al pie

Por Luis Chitarroni

Una nueva aventura de Irene Adler, escrita en vísperas de la última dictadura, es obra conjunta de Osvaldo Lamborghini y Dodi Scheuer. "Exagerar es uno de los ejercicios gimnásticos menos admirables de los prólogos, las contratapas y los epílogos", advierte Chitarroni antes de introducirla.

Por Luis Chitarroni.

En el prólogo a Tadeys (Mondadori, 2012), Aira dedica,
un tanto involuntariamente, unas palabras a los inicios
e indicios de un guion comenzado más de cuarenta
años atrás y que es, por suerte, el que tenemos hoy
ante los ojos. Enumera la fuente de la que se extrajeron
distintas partes del libro. “Y para terminar”, escribe,
“un poema muy anterior, de 1973-1974, único sobre-
viviente de un proyecto teatral emprendido con Roberto
Scheuer; no hay tadeos en él, pero sí un ‘imperio bata-
clán’, y ya entonces los campesinos cantan el elogio a la
bebida más hard del mundo”.

El poema comienza en la página 419 del volumen
de Mondadori y se extiende durante doce páginas más.
Los epígrafes, los exergos que encuentra el lector —de
Shakespeare, de Stevenson, de Conan Doyle— son los
mismos que ostenta Una nueva aventura de Irene Adler,
el guion que es obra de Dodi Scheuer y Osvaldo Lamborghini. Las bastardillas sospechosas del primer párrafo, carraspeo, son mías, porque lo que supe más tarde, por boca del propio Roberto “Dodi” Scheuer, es que el “proyecto teatral” era un guion cinematográfico, de los
que se escribían en esos años con la imaginación feraz
de la desesperanza. Vale la pena distinguirlo para evitar
la confusión con un trabajo posterior que emprendería
Osvaldo Lamborghini solo, ya en Barcelona: (el) Teatro
proletario de cámara.

Una tarde en El Galeón, Roberto Scheuer quedó en
compaginar Una nueva aventura... para mi curiosidad,
a causa también de cierto interés proporcional de mi
parte por la heroína de “Escándalo en Bohemia”, re-
lato del único y gran amor de Sherlock Holmes, Irene
Adler, protagonista también del guion de los dos. Dodi
recordaba tenerlo en alguna parte de su casa, pero des-
ordenado, descompaginado, en versión mecanográfica.

No solo lo compaginó en tiempo récord sino que
una mañana me lo envió, ya en versión digital.

Exagerar es uno de los ejercicios gimnásticos menos
admirables de los prólogos, las contratapas y los epílogos, pero mi curiosidad estuvo, acaso por primera vez, bien recompensada. En Una nueva aventura de Irene Adler
se reconocían los méritos de Dodi como guionista, su
profesionalismo virtuoso (había leído ya, o visto en la
pantalla sin la defensa de la palabra escrita, unos cuantos guiones de él), a la vez que asomaban las estrategias
oblicuas de acaso el mejor narrador lírico que haya invadido la escena local en los últimos cincuenta años:
Osvaldo Lamborghini. Quien ofrecía prematuramente
parte de la fauna y la artillería presente entonces (y luego) en relatos y poemas; entre otras, la indisponibilidad técnica y supernumeraria de esa especie de yahoos sin república equina compensatoria: los tadeys, increíblemente. Porque en el guion sí están presentes. (A punto de embarcarme en una nota al pie que señalaba dónde y cuándo, retrocedo. Nada de eso, que el lector los encuentre solo).

El tratamiento “profesional” de Una nueva aventura
de Irene Adler, podemos confiar, reposa en la responsabilidad de Dodi Scheuer, y en ese sentido ensaya y practica un complemento y un antídoto a los efectos
lírico/digresivos de Osvaldo Lamborghini, cuya economía alcanzaba a menudo, en esos tiempos de severa austeridad, un grado oscilatorio de despilfarro. En los años siguientes, Osvaldo Lamborghini iba a encontrar fórmulas dialogísticas de rara complejidad y refinamiento,
pero como subrayadas siempre por el staccato del agravio o el insulto, que acaso hayan servido como tentativas o
borradores a los utilizados en el guion. Alejadas, muy
alejadas de esa firmeza sucesiva impuesta al final. Es
precisamente en esa medida en la que, ostensible como
no puede impedir mostrarse la penuria —el poema
es “una desgracia pasajera”, escribió O.L.—, destaca la
justeza y la precisión de los desarrollos y desenlaces de
Una nueva aventura de Irene Adler recortados por Dodi
Scheuer.

A veces pienso que los oficios de la mala memoria
son a menudo más satisfactorios que los servilismos de
la buena. O que la literatura debe agradecerle esa incer-
tidumbre imprescindible como principio, como primer
principio, como aquello que, en términos pedestres,
peatonales, dimos en llamar “puntapié inicial”. En un
episodio de los Monty Python, cuyos protagonistas son
dos equipos de fútbol integrados por filósofos alema-
nes y griegos, esa iniciativa consiste en el “gran enig-
ma”. Dan vueltas y vueltas hasta que a uno —no me
acuerdo quién, griego— se le ocurre patear la pelota:
fulgurante comienzo del juego. Las lemniscatas de amnesia y mala memoria suelen ser aliadas indispensables del mito. De su régimen, de su ambivalencia, de sus énfasis de expansión. El comienzo, el sentido de un comienzo, a su vez —véanse “Una novela que comienza”, de Macedonio, o “Por un capítulo primero”, en Novelas y cuentos—, estuvo siempre entre esas prioridades de uso de las que a menudo Osvaldo hace alarde de no echar mano.

 

II

Aira dice que para Tadeys Osvaldo Lamborghini mantuvo cerca, paradójicamente “como original a la vista”
y como modelo distante, la novela El monje, de Monk
Lewis, que leyó seguramente en la traducción de Floreal
Mazía, difundida entonces por las ediciones de Librerías
Fausto (1975). Una cautela acerca del monolingüismo(2) de Osvaldo permite que asome otro libro, que por implicancia tuvo que ver con la gestación del guion. Se
trata de Pálido fuego, de Vladimir Nabokov. Presente, mtambién, la conversación de un admirador confeso de
ambos, Fogwill, quien solía declamar con delectación
histriónica el comienzo del poema traducido (“Yo era
la sombra del picotero asesinado / en el falaz azur de
la ventana...”). La parte narrativa de Pálido fuego, en
cambio, es la que ofrece un sostén menos impalpable,
porque Nabokov trabajó sin duda con El prisionero
de Zenda, la novela de Hope como memoria de paso,
como copia provisoria para proporcionar el delirio áulico sobre Charles el bienamado en la saga que Kinbote le cuenta penosamente a John Shade, su vecino de
Wordsmith, el poeta John Shade (tan parecido al juez
Goldsworth que ocasionará el “falso” intento de regicidio. Entre esos dos nombres —William Wordsworth y
Oliver Goldsmith— se cifra además el juego de pelota
paleta del pareado inglés).

En cuanto a la contaminación dramática que los tadeys imponen, afirmamos que es mucha. Y que interviene no solo en esta perfecta obra autónoma, sino en los métodos de composición generales del autor de El fiord y Sebregondi.

No hay poetas latinoamericanos en quienes el croquis
y la estructura narrativa funcionen de manera tan determinante y distinta como en Gerardo Deniz y en Osvaldo Lamborghini. En el primero establece e impugna, a veces siquiera con “su juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades”, el ciclo entero de poemas (Picos pardos,
por ejemplo); en el otro, tiñe con ligereza temática un
envión (el duque de Ohm, la madre Hogarth), o mancha y salpica, casi casualmente, ese repertorio de esbozos y luego despojos de un imperio novelesco corroído del que son muestra estos harapos, estos atisbos de tierra baldía. Los tadeys, de aparición bautismal en Una nueva aventura de Irene Adler, íncubos de la iniquidad,
son una manifestación a la vez opaca y elocuente de
esta constante.

El propio Dodi Scheuer me lo cuenta de primera
mano por comunicación epistolar:

Conservo un recuerdo seguro y vívido, acompañado
de imagen, de los momentos nocturnos en que acumulábamos material para Irene. En el departamento de la calle Humberto 1º, frente a tu sede de aquella época, yo estoy de pie, pensando en voz alta, mientras repatingado en un sillón Osvaldo parece distraído: “...necesitamos una escena donde las mujeres de la aldea, metidas en el agua barrosa hasta las rodillas con las polleras recogidas y provistas de garrotes, apalean a los peces que saltan enloquecidos por el retumbar de los tambores que tocan los hombres en la orilla, etc.”(la escena figura en el guion). Sin vacilar, Osvaldo abre los ojos y afirma con feroz satisfacción: “Tadeys”. Estos fueron, en principio, una especie local de meros peces (¿meros o bagres?) ubicables en cualquier pescadería o en las bellas láminas de algún viejo libro de Historia
Natural, Brehm por ejemplo. En la obra posterior de
Osvaldo mutaron para convertirse en los resbalosos y
bochincheros híbridos de salamandra, molusco y homúnculo tan reconocidos hoy día.

 

III

Escrita en las postrimerías del penúltimo periodo democrático argentino —1974—, con una bala suspendida
en la lengua (el gusto a plomo prevalece o vence, predomina, pese a la yuxtaposición de falsos sabores), La última aventura de Irene Adler es uno de los textos extremos de la narrativa local, propia, y el hecho de que sea un guion, no estrictamente una novela, violenta aún más el carácter de “metáfora imposible” impuesto por la época.

La fuente principal de Una nueva aventura de Irene
Adler es indudablemente Los tres mosqueteros, leída en la clave Scheuer/Lamborghini así:

un grupo de tareas integrado por cuatro militares que
actuando como parapoliciales ejecutan sin juicio legal a una terrorista, es una de las novelas más admiradas por Osvaldo y yo. Del folletín de Dumas pére escuchamos la resolución para nuestra Irene: Milady, prisionera de Lord Winter, seduce a su carcelero puritano John Felton, haciéndose pasar por una correligionaria perseguida injustamente [de acuerdo también con Scheuer epistolar].

No hay que olvidar que Los tres mosqueteros fue en
realidad obra de un binomio, compuesta por Alexandre Dumas pére en colaboración con Auguste Maquet, y
que esa colaboración duró muchos años, aunque Los tres
mosqueteros, si no me equivoco, se pergeñó por los dos
(o tal vez por Dumas solo, que tenía con su colaborador
una relación que mezclaba el respeto y la displicencia)
como obra de teatro, puesto que esto era lo que les proporcionaba en esa época mayor afluencia de francos.

Los personajes de Una nueva aventura de Irene Adler,
trazados con la velocidad caligráfica del guion, tienen
sin embargo la densidad que les confiere la procedencia: dos escritores/lectores de la laya de Lamborghini y Scheuer desbaratan cualquier perfil previsible del
lector medio de la época. Con personajes que parecen extraídos de los relatos de Conrad y Stevenson,
ribeteados de Leo Perutz y Lernet-Holenia,(3) a la vez ocurrente y evocativa, Una nueva aventura se solaza en
presentarnos a la protagonista principal, robada directamente de Conan Doyle. En efecto, Irene Adler es la
mascarita fugaz de “Escándalo en Bohemia”, y la única
mujer de la que se enamora Sherlock Holmes. Por efecto complementario o residual, todos los lectores somos
sus admiradores confesos o secretos. “Bella, indiferente
y distraída”, se dice, “no es necesario describirla”.
Y es cierto. En el montaje de una serie de procedimientos que parecen deberle más a la magia que a los recursos racionales [de la prosa], Irene Adler es la heroína más real que pueda imaginarse mientras un mundo —otro mundo— se desmorona, con todos los artificios
ilusorios de la decadencia de un imperio. Los húsares,
prefectos y gendarmes saturados de maquillaje, los cadetes, ujieres y bedeles escurridizos, la tropa que habita las zonas sagradas del gran hotel presidio, y también las que permanecen tras los muros, los gitanos y rebeldes, las minorías étnicas perseguidas, conforman una especie de procesión de extras digna de Cecil B. DeMille.(4) La acción, sin embargo, continúa, los acontecimientos se precipitan. Y en esta puesta en escena irrisoria y genial, imprevisible e imprevista, todos los elementos de la ficción se conjugan para que la intriga expectante y silenciada —el íntimo cuchillo en la garganta— desborde y contagie su fruición y su miedo, su invencible poderío, superioridad y supremacía.(5)

 

 

1. La asistencia a escenas memorables como testigo casual en década ligeramente ajena me permitió presenciar la llegada de Osvaldo Lamborghini cargado de ejemplares de Cahiers du cinéma (una de las dos veces que lo vi) a la casa de Mario Levin, donde ambos y María Moreno (despótica semejanza en la composición de la asimetría) armaban el guion de Flor de barrio, otro de los guiones “perdidos” de esos tiempos añorantes, no añorados. No parecía tan casual, de acuerdo con la confesión posterior lamborghiniana: “íbamos a ver lo que hacían los grandes”.

2. Monolingüismo. “Aira criticaba la traducción porque, sostenía, no respetaba la rima y el ritmo del poema; Lamborghini, en cambio, la aprobaba, lo cual era, por una parte, insostenible (él no podía, como sabemos, compararla con el original) y, por otra, comprensible (proclamar las bondades de la traducción disimulaba la carencia de tener impedido el acceso al original)” (véase Ricardo Strafacce, Osvaldo Lamborghini, Una biografía, Mansalva, Campo real, Buenos Aires, 2008, pp. 248 y
249). No era el único en considerarla una tarea difícil. Julio Cortázar escribe en Último round (1969): “Y no podía parecerme insólito que en esa época, leyendo Pale Fire (1962) de Vladimir Nabokov, un pasaje del
poema se adelantara a mi tiempo, viniendo desde el pasado de un libro ya escrito para describir metafóricamente un libro que empezaba a hincarse en el futuro, un pasaje que no se dejaría traducir”. Y cita en inglés uno de los pasajes que Aurora Bernárdez (¿su mujer entonces o todavía?) traduciría para la versión asalariada de Sudamericana (1974). Fue la que Osvaldo leyó, curiosa desavenencia del estilo central de la literatura.
Una política del cálculo sintáctico y la puntuación severamente afinada puede aprenderse de la destreza de este lector que no traducía (aunque probablemente nadie pueda leer sin traducir, siquiera a un idealizado
idiolecto). La puntuación sobreactuada y la pantomima sintáctica de Lamborghini pueden observarse como una intraducción, una traducción interna del acto pasivo de leer a la violencia de escribir (o viceversa). Por
eso el tema de las rimas es particularmente importante, en la medida en que el poema está construido en pareados o dísticos, versos que riman de inmediato (“But topsy turvical coincidence, / Not flimsy nonsense, but a web of sense”), tal como Aira había advertido, la inadecuación es menos literaria que idiomática. Debido a que el inglés cuenta con un asombroso repertorio de rimas construidas gracias a la profusión de monosílabos (“Sybil, it is / possibilities”). De ahí la inspirada iniciativa y la ejecución metodológica continua del poema de 999 pareados —chiste: el último queda trunco, rengo— de Nabokov. No olvidemos que es el recurso de ingenios como Pope y Swift en el xviii inglés. Pero la extraña solución a este enigma estético es que encuentre una solución tan dura como voluble, tan provisoria como eficaz en la versión de un asalariado (bendita Aurora Bernárdez). Y es la que aprovecha Osvaldo para sus poemas largos.
La adaptación es una cuestión argentina. Hay un “neutro” argentino, en el que reposan tentativas como la de Osvaldo, que deberá ser estudiado.
Y poemas como Die Verneinung y obras como Una aventura obtienen en gran medida el misterio de su sabor un poco indescifrable en esta mezcla no siempre dichosa de elementos heterogéneos que no se presentan como verdaderos ni apócrifos, sino que se proyectan como “traducciones” imaginarias.

3. La hipótesis implícita en Inventing Ruritania —The Imperialism of Imagination—, de Vesna Goldsworthy (Yale University Press, 1998), es que, de comienzos a mediados del siglo xx, el exotismo de las novelas de aventuras contempla sobre todo la zona de los Balcanes, en una onda expansiva que va de Conan Doyle, Buchan y Saki a Lawrence Durrell, Olivia Manning y Rebecca West. Como siempre en la literatura inglesa, se trata de una especie de rumor diplomático que irrumpe y avasalla los
niveles y desniveles del vasallaje y la aristocracia para evitar decir “lucha de clases”, o aquello que, en ignorancia unísona de Marx y los evangelios,
consideran que lo es. No sabemos si la impertinencia del eufemismo favorece o dificulta el curso de la literatura; se señala en este caso como un fenómeno de proliferación, no de calidades. A Latinoamérica, hasta la irrupción sustitutiva del boom, le corresponderá otro tanto: de Madox Ford y Conrad a Herbert Read y Graham Greene.

4. En términos del planteo del guion cinematográfico, quien puede definir mejor esta estrategia austral es Ángel Faretta en su libro El concepto del cine (Buenos Aires, Djaen, Cinesophia, 2005), una de cuyas entradas en el glosario dice: “Austrohúngaro (Lo/Elemento): Forma de continuidad territorial del cine que apareció ya organizada, casi desde el comienzo de su operar. Esta territorialidad es asimilable o entendible debido tanto a la cantidad de autores de films de ese origen como a las diéresis acuñadas, como también a determinado punto de vista histórico o formal. Puede postularse que este elemento es una temprana idea de decadencia en el cine, así como una continuidad de lo barroco, o de la política de lo barroco, por otros medios”. La oración final parece dirigirse a Von Clausewitz, aunque tiene también otro destino provisional. Sin pretensión teórica alguna, Borges escribe con exactitud y laconismo sobre el tema cuando “justifica” sus primeros intentos narrativos de Historia universal de la infamia y dice que barroco es el periodo final de todo arte, “cuando exhibe y dilapida sus medios”.

5 . Aunque la economía de los exergos la omita, y como reflejo común de los lectores de edades determinadas, la novela que contiene un dominio absoluto del cociente connotativo es El prisionero de Zenda, de Anthony Hope, cuya continuación, Ruperto de Hentzau (todas las épocas tuvieron veneración por segundas parte no buenas), exhibía, por lo menos en la edición de la colección Robin Hood que yo recuerdo, un dibujo cuyo modelo era Errol Flynn con florete, la imagen más nítida del espadachín.
Un descendiente argentino de Hope, C.E. Feiling, le rindió al personaje, no a Flynn, un espléndido homenaje. Aunque difícil de incorporar (el poema consta de una sola oración larguísima escandida por el punto y coma, ejercicio menos pendiente del aliento que de la correcta función, hoy inusual, del isocolon. En un alarde de estilo feilinguiano, encabalga en el cuarto y el quinto verso que la Zenda de Hope y la Zembla de Nabokov son la misma cosa (“haciendo roncha / por las calles de Zembla...”). Transcribo los últimos seis a partir del segundo hemistiquio del decimonoveno, bastante lamborghiniano: “aunque mira /el bulto de Rodolfo (cual fanciulla / ardente nel amore, cuya pira / son muévedos y morbo); si recula / buscando el trabucazo con que quiere / borrar la enemistad, Ruperto muere”.

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