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Una bicicleta en el seto

"Welch es un caso insólito de escritor autobiográfico y su obra una locura llevada con éxito a la práctica", dice el periodista y autor zaragozano Julio José Ordovás en el prólogo de En la juventud está el placer (Alpha Decay, 2011).

Por Julio José Ordovás.

en la juventud esta el placerEn la National Portrait Gallery, entre tantas excelentísimas e ilustrísimas autoridades, hay un tipo que da la impresión de que se ha equivocado de fiesta. No infla el pecho ni eleva la barbilla ante las mayúsculas de la Historia. Tampoco mira de arriba abajo para hacerse el grande y si frunce los labios es por coquetería. En su mirada brilla la curiosidad: algo que no vemos atrae su atención y no puede apartar la vista de ello. Es un milagro que todavía no lo hayan descolgado de paredes tan solemnes y sustituido por otro con pose grandilocuente y mirada ciega, como cualquier héroe de la patria. Se habrán olvidado de él.

Pero es difícil olvidarse de un tipo como Denton Welch después de haberlo visto y, más aún, después de haberlo leído. Para pintar su autorretrato, salta a la vista que Welch se inspiró en Antonello da Messina, que encerraba un enigma en cada uno de sus retratos, ofreciendo en los ojos siempre escurridizos del personaje la llave para su resolución. Sus fuentes literarias no son, sin embargo, tan evidentes, aunque desde el principio todos lo tomaran por el primo inglés de Proust. Quizá Welch no se propuso ser escritor y no lo habría sido si no lo hubieran arrollado cuando pedaleaba por una tranquila carretera del extrarradio londinense. Tenía veinte años, era domingo, iba de excursión. Cuatro semanas antes, T. E. Lawrence se había salido con su moto de otra tranquila carretera inglesa. Él murió a consecuencia de la caída, pero los niños que se le cruzaron con sus bicicletas resultaron ilesos. Con la espina dorsal hecha astillas, Welch desatendió progresivamente su vocación pictórica para volcarse en la escritura y, gracias a la indemnización que recibió por el accidente y a los cuidados de su compañero Eric Oliver, en el coleccionismo de antigüedades y en la restauración de una casa de muñecas del siglo XVIII. El coleccionismo era su gran pasión y los pícnics su mayor afición, a la que no renunciaría pese a haber sido condenado a la semi-invalidez. Era un pintor de talento relativo. Fue a través de la literatura como reveló y canalizó su genio. Welch pintaba mejor con las palabras que con los pinceles.

 

El personaje frágil y valiente de Denton Welch es terriblemente atractivo, y nada más fácil y tentador que rendirse al encanto de su excentricidad, como hizo su amiga Edith Sitwell, coleccionista de excéntricos y excéntrica ella misma, o reivindicarlo para la causa de la literatura gay, que es lo que hicieron W. H. Auden y Edmund White. Denton Welch jugaba a provocar, saltándose por deporte las normas y los convencionalismos, disfrazándose, travistiéndose y refugiándose en una arcadia gótica, aislada del mundo plano, rígido, temeroso de dios y violento que le tocó sufrir. Pero su obra literaria va mucho más allá de la travesura provocativa, del juego ambiguo de un baile de máscaras chinas y venecianas. Welch se desnudaba sin llegar a quitarse la ropa. No perseguía el escándalo. Necesitaba divertirse como fuera para dejar de llorar por la desaparición de su madre.

El accidente destrozó su vida, y desde que salió de la convalecencia, que se prolongó durante años, hasta su muerte en 1948, se dedicó a reconstruirla, pieza por pieza, con una precisión en los detalles que sólo la explica, además de una fabulosa capacidad de observación unida a una memoria visual calidoscópica, su necesidad de revivirla. Es increíble su habilidad para recuperar y abrillantar, con una luz nueva, los colores, las texturas y los perfiles de los objetos en los que posó sus manos o simplemente sus ojos. Y si se le daba bien la pintura de objetos, no se le daba peor la de personajes, capturando los gestos, los tics, las particularidades que los singularizaban, y fijándolos con imágenes extraídas de una imaginación entre naíf y macabra.

Denton Welch no escribió nada que no hubiera vivido. Pero a diferencia de la mayoría de los escritores autobiográficos, su obra no es producto de la evocación, un digresivo encaje de recuerdos, y esto lo desmarca de Proust y de su método arácnido. Restaurando su vida Welch no trata de reconstruir la época posvictoriana, ni de explicarse a sí mismo, ni se esfuerza en crear un personaje y envolverlo en una leyenda. Welch no instrumentaliza sus recuerdos sometiéndolos a una estructura novelística convencional. Más que recordar, él revive lo que le pasó y lo cuenta de manera lineal, bajo un transparente barniz ficticio, igual que lo contaría un escritor de diarios, con mucha elasticidad, mucha penetración y una sensación de naturalidad e inmediatez que te descoloca, como si no hubiera permitido que el paso del tiempo emborronara su visión de los hechos y alterara sus sensaciones y sus emociones.

Welch es un caso insólito de escritor autobiográfico y su obra una locura llevada con éxito a la práctica. Mark Twain decía que la vida no está hecha principalmente de hechos y acontecimientos, sino que consiste más bien en una tormenta de ideas que siempre sopla y golpea en nuestra cabeza. A partir de esta premisa fue como el padre putativo de Tom y Huck compuso su autobiografía, libro que ha sido un best seller en tres siglos consecutivos. Denton Welch debía de creer lo contrario, que la vida sí está hecha principalmente de hechos y acontecimientos, y su obra es la reproducción puntillosa y fidedigna, hasta donde lo permite la literatura, de esos acontecimientos. No sabemos qué límites habría superado Welch en su viaje al pasado de haber disfrutado de una prórroga, pero podemos suponer que a él no le interesaba reconstruir, interminablemente, todos y cada uno de los hechos (aventura para la que haría falta una existencia paralela y cuyo resultado, una autobiografía completa, no podrían contenerlo, como decía el exagerado de Twain, ni la totalidad de las bibliotecas del mundo), sino los concernientes a los episodios que le marcaron tras la muerte de su madre, desgracia de la que tampoco se recuperó.

A los veintiséis años Welch se estrenó como escritor, enviando a Horizon, la revista de Cyril Connolly, el relato de una visita a la casa de Walter Sickert, el pintor acusado de estar detrás de los crímenes y de la máscara de Jack el Destripador. En sus narraciones largas, Welch se enfrentó a tres capítulos clave de su vida: la escapada del internado y el viaje a Oriente a requerimiento de su padre, que había establecido en China sus negocios (Maiden Voyage), la pérdida definitiva de la inocencia y el descubrimiento del placer y sus riesgos en un eterno y fugaz verano (A Youth is Pleasure) y la temporada que pasó en el infierno de los hospitales tras el accidente (A Voice Through a Cloud, novela que quedó inconclusa). Episodios que constituyen sendos ritos iniciáticos: el adiós a la infancia, la eclosión de la adolescencia y el derrumbe de la juventud y su posterior agonía. De Brave and Cruel and Other Histories, un libro de relatos compuesto de otro recuento de hechos en este caso aleatorios, corrigió las pruebas sin llegar a verlo impreso. También su diario, sus poemas y unos cuantos relatos inéditos, como I Left my Grandfather’s House, aparecieron póstumamente, completando un autorretrato forzosamente incompleto.

“Denton Welch es uno de esos raros premios que le tocan al lector asiduo”, escribió César Aira en Las tres fechas, ensayo en el que le practica la autopsia al cuerpo literario de Welch intentado dar con el origen de su magia. Y ese premio le tocó a William Burroughs, que adoraba a Welch y reconocía en In Youth is Pleasure su mayor influencia. A Stephen Spender, que dijo de A Voice Through a Cloud que era el libro más maravilloso y terrorífico que había leído nunca. Y a Alan Bennett, que leyó el diario de Welch en 1952 y, cincuenta años después, pudo comprobar que los colores de aquel libro seguían tan vivos y turbadores como en el año de su publicación. Bennett fue, dicho sea de paso, el que sugería titular la biografía de Welch tal como se titula este prólogo.

Los que hayan abierto este libro deberían por tanto sentirse afortunados. Les ha caído un premio de los que tocan pocas veces. Un premio raro llamado Denton Welch. “Ausente de toda lista de lecturas obligatorias, fuera de diccionarios y manuales, marginal, secundario: eso no le impide ser un astro de primera magnitud en las constelaciones de la erudición y el gusto. Sería difícil encontrar un escritor en el que terminen o empiecen tantos hilos del entramado de su tiempo y su mundo, y de mayor calidad literaria. El enigma de su vida está a la altura de su genio creador”. Son palabras de César Aira, un tipo que suele ser muy tacaño en los elogios.

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