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Vendiendo Inglaterra por una libra

Vendiendo Inglaterra por una libra. Una historia social del rock progresivo británico, de Norberto Cambiasso (Gourmet Musical Ediciones), es un libro obligatorio para cualquier fanático de las grandes bandas inglesas de los setenta. Aquí presentamos un fragmento del prefacio del propio autor.

Por Norberto Cambiasso.

tapa-vendiendo-inglaterraVendiendo Inglaterra por una libra: así de mal se tradujo en nuestro país Selling England by the Pound de Genesis. Sin querer, el desplazamiento de la medida de peso a la unidad monetaria tocaba una cuerda especialmente sensible de la situación económica británica durante la década dorada de la progresiva. En noviembre de 1967, el entonces primer ministro Harold Wilson decidía una devaluación tardía de la libra que la historia conocería como “the pound in your pocket”, a causa de la controvertida afirmación del líder laborista acerca de que para el ciudadano común la moneda en su bolsillo no perdería su valor:

 

Desde ahora la libra en el extranjero vale aproximadamente 14% menos en términos de otras monedas. Esto no significa, por cierto, que aquí en Gran Bretaña la libra en vuestro bolsillo, como poder de compra o en el banco haya sido devaluada. Lo que significa es que ahora nos será posible vender más bienes en el extranjero sobre una base competitiva. Esta es una tremenda oportunidad para todos nuestros exportadores [...]. Pero también significa que los bienes que compremos al extranjero serán más caros, y así para muchos de estos bienes será más barato comprar (productos) británico(s).

Wilson, quien durante años había insistido en que una devaluación constituiría un duro golpe para la economía del consumidor, ahora la vendía como si se tratara de una gesta patriótica. Procuraba pintar con los colores de ese arco iris psicodélico que había explotado en el verano de 1967 una situación gris, en extremo preocupante, que él atribuía a un déficit de 800 millones de libras heredado del gobierno conservador tres años atrás, cuando en pleno amanecer del Swinging London se las había ingeniado para quebrar la hegemonía tory gracias a la promesa de una nación pujante y un socialismo a tono con la revolución científica moderna. Pero el cierre del Canal de Suez, el costo de las hostilidades en Oriente Medio y una huelga de estibadores que complicaba las exportaciones presionaban sobre la política monetaria, amenazaban el sueño wilsoniano de la modernización y anunciaban, por sobre el bullicio de la llamada sociedad de la afluencia, una nueva, aunque relativa, era de austeridad que se extendería a lo largo de la década del 70.

El entonces máximo referente del partido opositor, Edward Heath, acusaba al gobierno laborista de fracasar a la hora de salvaguardar el valor de la moneda: “Habiendo negado veinte veces en treinta y siete meses que devaluarían la libra, la han devaluado contra todos sus argumentos”. Lejos estaba de sospechar que su propia administración entre junio de 1970 y febrero de 1974, que coincidiría con el auge del rock progresivo, debería lidiar con un incipiente proceso inflacionario al cual, según ciertos analistas, contribuirían la decimalización y la libre flotación de la esterlina, producto del abandono unilateral del patrón oro por Richard Nixon y la crisis del sistema de Bretton Woods. Y si James Callaghan, el tercero en discordia de las personalidades que dominarían la política del Reino Unido entre 1964 y 1979, teniendo en cuenta que en ese momento estaba a cargo del Tesoro, casi por milagro había logrado emerger de esta crisis devaluatoria, renuncia de por medio, con su popularidad intacta, no correría la misma suerte cuando en 1976, ya ungido como nuevo Primer Ministro, tuviera que enfrentar otra crisis de la libra con un humillante préstamo del FMI cuyas condiciones obligaban a un enorme recorte del gasto público.

Sería el principio del fin de toda una época, la de la segunda posguerra, que orbitaba en torno al llamado consenso butskelliano, un compromiso entre los dos grandes partidos mayoritarios en torno a una economía mixta, keynesiana, con una intervención moderada del Estado para promover un conjunto de metas sociales, una mejor distribución de la riqueza, el reforzamiento de la seguridad social, el pleno empleo y considerables mejorías en salud y educación. Las metamorfosis de la cuestión social no siempre fueron tan prístinas como las presentaba esta teoría. Pero comparado con lo que vendría a continuación, el universo blacherista de políticas monetaristas y neoliberales de la Inglaterra de Margaret Thatcher y Tony Blair, semejante consenso sería recordado con indisimulada nostalgia.

Resulta difícil sustraerse a la tentación de evaluar el desarrollo de la música progresiva sobre ese telón de fondo. Las dificultades endémicas de crecimiento –relativas si se las mide con una vara histórica, categóricas si se las compara con las economías de sus pares del primer mundo o, aun peor, con las promesas incumplidas de sus propios dirigentes– y el déficit constante en la balanza de pagos debido a una libra con tendencia a la sobrevaluación, ambas visibles en los años sesenta, transformarían la década siguiente en un torbellino de disputas industriales, procesos inflacionarios e incremento del desempleo que al cabo le valdría al Reino Unido el poco honorífico título de sick man of Europe. La sociedad no saldría indemne de esa situación. Pero cometeríamos un grave error si estableciéramos un lazo demasiado determinista entre la evolución de la economía y la de la cultura. Con más frecuencia de la que se suele admitir, las innovaciones artísticas crecen en la tierra baldía del descalabro político y económico. La República de Weimar ofrece un buen ejemplo al respecto. Aunque el ascenso posterior del nacionalsocialismo nos obligue a relativizar la tesis.

Como sea, la progresiva británica fue un producto, si bien no el único, de esta coyuntura específica. Y como tal debe ser analizado. Una verdad de Perogrullo, nos dirán. Toda manifestación cultural es hija de su propio tiempo. Pero la abrumadora cantidad de bibliografía que sobre el asunto se ha acumulado en los últimos años insiste en olvidar este hecho evidente. Del error de asumir al prog como una mera extensión de la contracultura hablaremos largo y tendido en las páginas que siguen. Digamos aquí tan solo que el movimiento detentó un doble carácter, contradictorio y transicional, que parece habérsele escapado a los analistas más sagaces.

Primero lo segundo. El apogeo del rock progresivo tuvo lugar en el umbral entre dos períodos bien marcados. Su plenitud coincidió con la crisis del petróleo del 73/ 74. Sus orígenes se remontan a 1969, año en que aparecieron señales explícitas de que no todo estaba bien en la tierra de Pepperlandia. Basta indagar en la progresión entre el Sgt. Pepper, en pleno verano optimista del amor del 67, y el álbum debut de Crimson en octubre del 69 para comprender las transformaciones sustanciales que más temprano que tarde acabarían por hipotecar el sueño de la generación de los sixties.

A los puristas les resultará escandaloso que en un mismo libro dedicado al prog convivan las evoluciones complejas de grupos como ELP o Yes con el rock’n’roll básico de Pink Fairies o Third World War. Pero la época no ameritaba distinciones genéricas tajantes, más propias de la reflexión pausada que permite la perspectiva histórica. Por entonces Genesis y Hawkwind, Caravan y Led Zeppelin, Curved Air y Black Widow, Pentangle y la Mahavishnu, Gryphon y Supertramp se consideraban igualmente progresivos. Términos como “progressive folk”, “progressive hard”, “progressive jazz” y “heavy prog” abundaban en la jerga periodística. Y en ninguna parte estaba escrito que el progresivo acabaría reduciéndose al rock sinfónico. Semejante operación se debió a la combinación de varios factores: una crítica hostil, el prurito de tantos músicos que detestan los encasillamientos fáciles y el éxito desmesurado que unas cuantas bandas calificadas como tales obtendrían en el mercado americano.

La paradoja más evidente es también la más rica en consecuencias: el rock progresivo fue en gran medida apolítico y, sin embargo, esta supuesta carencia de una ideología “comprometida” sería fiel reflejo de los antagonismos que comenzaban a resquebrajar la sociedad británica. Su escapismo, que coincidió con el de un considerable sector de la cultura popular de las Islas y lo distinguió tanto de sus pares europeos del Continente como de ciertos desarrollos del jazz en suelo inglés, anuncia una idiosincrasia un tanto resignada que a partir de la segunda mitad de la década invadiría la conciencia nacional bajo la forma del declinismo: un tipo renovado de pesimismo melodramático, a mitad de camino entre la indignación y la melancolía, que transformaba las ansiedades de antaño en una zozobra de tonalidades apocalípticas frente a un futuro que se presentaba bajo la forma inaprehensible de la incertidumbre.

El progresivo duplicaría el fin de ese consenso butskelliano del que hablábamos al comienzo en el ámbito acotado de la música popular. La manifestación postrera, antes de su conclusión abrupta, de ese acuerdo tácito de posguerra, compartido por igual por defensores y enemigos del sistema, acerca de que un Estado activo debía ser condición necesaria del crecimiento económico y el mejoramiento social. En ese aspecto la música progresiva sería el canto de cisne, la dilatación, tardía pero terca, de la inocencia perdida de los sesenta. En el breve lapso de su existencia casi todos los experimentos culturales y sonoros parecieron posibles. La última estación de una coyuntura favorable que, si bien comenzaba a mostrar sus primeras grietas, todavía podía creer en el progreso, paralelo y complementario, de la sociedad y de la cultura. Las vocaciones destructivas que arribaron poco después, la del punk y la del nuevo realismo político de los ochenta, trastocarían la utopía en pesadilla y sentarían el ajado precedente de los tiempos aciagos que todavía corren.

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