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Carlos Battilana: "La lectura puede encandilar"

Leé las primeras páginas de Primeras luces (Ampersand), novedad del poeta argentino en la que reflexiona acerca de la lectura.



Por Carlos Battilana.



La lectura puede encandilar. Puede producir un encantamiento parecido al devaneo amoroso de aquellos que recién se conocen en la intimidad. Pero también la lectura se demora en nosotros, nos trabaja luego de ese primer instante incandescente. Nuestras percepciones parecen concentrarse y disolverse al mismo tiempo en ese trance, descubren un nuevo mundo y se reeducan en ese cosmos recóndito, casi involuntariamente. El flujo de las palabras sucede. Las letras y los vocablos flotan, mutan como si fueran islas a la deriva en la noche luminosa del delta. Cada palabra tiene un peso, una densidad distinta. No sabemos del todo qué buscamos en los libros. Ellos van revelando en el viaje de la lectura qué era lo que buscábamos a través de sus sinuosidades y sus secretos. Es paradójico: el código cultiva la mirada para devolver potencia a un órgano silvestre: el ojo. En ese sentido, más que la vista del adiestramiento, el acto de leer puede promover la experiencia de la visión. Una visión fulgurante que nos mantiene en vilo y que, en ocasiones, extrañados, nos hace interrumpir la lectura porque algo se movió de lugar. Efecto psíquico y físico. Nunca sabemos de antemano qué vamos a encontrar. Un libro que nos convoca e ilumina puede ser un encuentro. Es cierto. Pero también hay un resto que no podemos aprehender del todo, un resto inexplorado que supone una pérdida. Hace unos años, un profesor dedicado a las letras clásicas y a la filología, en una visita que hice a su casa, me expresó −cuando me asombré por la enorme cantidad de libros apilados en su inmensa biblioteca− que “hay que ir deshaciéndose de ellos”. 


¿Qué significará esa frase? ¿Qué habrá querido decir? Asocié aquella frase al paulatino arte de perder, a la desconfianza que genera la acumulación. El acopio desmesurado parece no tener nada que ver con la experiencia de la lectura. Si me preguntaran para qué sirve leer, no sabría qué contestar. No me convencen esos discursos institucionales −posiblemente loables− que instalan esos pequeños mandatos del tipo “los beneficios de la lectura en la sociedad”. Cristina Peri Rossi en su poema “Para qué sirve la lectura” escribe, luego de contarnos la cantidad de autores que ha leído y las circunstancias donde lo ha hecho, que no sabía “para qué maldita cosa / servía haber leído todo eso / más que para saber que la vida es triste / cosa que hubiera podido saber sin necesidad de leerlos”. Leer sucede sin para qué. Responder esa pregunta acaso invalida el mismo acto de leer. Un libro no solo puede encandilar. Sé que en el caso de la poesía también puede hacernos creer cosas que no podemos articular del todo en un discurso sometido al razonamiento instrumental. El discurso dispuesto a la lógica razonable le resulta particularmente reacio a la poesía. ¿Qué nos dice la poesía, qué nos hace creer? Que a la hora de escribir, ninguna destreza, ninguna pericia previa resultan útiles cuando nos enfrentamos a la intemperie del lenguaje. La experiencia de la lectura −la lectura que deja una huella− también nos enfrenta al lenguaje como intemperie. Ese instante es irreductible y mágico porque vuelve a nombrar a las palabras, de tal modo que, en ocasiones, ese tiempo remite a una reminiscencia pre-verbal: parece recordarnos cuando las palabras aún no eran palabras. El trance de la lectura, particularmente de la poesía, evoca a las palabras que usamos a diario bajo una nueva perspectiva y, como un rayo, reenvía al instante flotante del lenguaje hecho de fragmentos acústicos y significados rotos previos a la convención.

 

 

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