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Sol de Búkaro

Un texto inédito de Mariana Enriquez
Invitada al festival de literatura Filba Nacional que se realizó en San Rafael, Mendoza, la autora de Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama) participó en un panel junto a Iván Moiseeff y Tálata Rodríguez en el que leyó el siguiente texto que tenía como eje los abismos y situaciones límites que marcaron su vida.

Por Mariana Enriquez.

La avenida Córdoba, en Buenos Aires, tiene algo especialmente desolado. Pocos comercios, pocos restoranes y un tráfico tan constante como estancado. Siempre me pareció aburrida y un poco peligrosa, una especie de límite, un lugar ausente y tenebroso.

La conocí bastante tarde, cuando recién me mudé a la ciudad: yo venía de La Plata primero y después de Lanús. Claro, había transitado antes la avenida Córdoba pero es distinto cuando uno está de visita o trabajando, no le prestaba demasiada atención, no sintonizaba con esa vibración baja y oscura de su asfalto. Cuando me mudé, desde la casa de mi mamá en Lanús a Caballito, en la ciudad, tenía 29 años: ya había vivido sola antes, con intermitencias, en varios lugares. Los años 90 fueron un desastre de poco dinero, mucho trabajo y demasiado movimiento. Era comienzos de 2001. Que se iba todo al demonio quedó claro cuando nos alquilaron, a mí y al amigo con el que iba a convivir, un departamento hermoso, de estilo, por 400 pesos o algo así, un precio vil incluso entonces. Ese año iba a terminar con otro momento límite: en diciembre de 2001 y enero de 2002, mi amigo y yo, los dos periodistas, trabajamos para un italiano de la RAI que venía a documentar el default, la crisis, el corralito, la miseria. Lo llevamos a clubes de trueque con resaca. Lo vimos humillar a la viuda de un motoquero muerto dándole dólares como si se tratase de lingotes de oro. Una noche, a propósito, no lo despertamos mientras en la calle ocurría el cacerolazo que haría caer a Rodríguez Saa. Le hablábamos en inglés: hubiese sido mejor si encontraba guías locales que dominasen el italiano, que hay miles, pero la competencia entre todos, entonces, era feroz. Él nos trataba como a pobres gentes, como a pordioseros y nosotros lo despreciábamos, aunque hacíamos para él cosas despreciables, como buscar algún descendiente de italianos que viviese en la miseria para que él pudiese hacer dúplex con sus parientes italianos ricos que le insistían volvé, volvé.

Nunca vi el programa terminado. Mi amigo sí y asegura que es un papelón.

Pero no quiero hablar de ese límite ahora. Quiero volver a la calle Córdoba y mi primer año en la ciudad. No sabía mucho qué hacer ni encontraba demasiadas cosas que me gustaran entonces aceptaba cualquier propuesta y todas las noches después del trabajo compraba cerveza y vino y así pasaban los días y eran todos parecidos y casi todos horribles. Yo no tomaba demasiada cocaína ya, lo hacía de vez en cuando pero intensamente. De más chica podía pasarme días encerrada y tomando pero en mis primeros años en Buenos Aires lo hacía de manera más errática, casi aburrida.

Muchas de esas noches insomnes las terminaba, con algunos amigos y otros desconocidos en un boliche de la avenida Córdoba que se llamaba Búkaro. El lugar, en apariencia, era un kiosko, un maxikiosko —la diferencia es que se puede entrar, no es sólo una ventanita a la calle— que se abría como en una especie de pasaje secreto, es decir, uno seguía caminando dentro del maxikiosko y se convertía, detrás de una abertura sin puerta, en un local con música —¿había una especie de jukebox? no recuerdo—, mesas de pool creo y barra. Pasé muchas madrugadas ahí y me acuerdo de muy poco. Del túnel, un pasillo donde algunos se metían a tener sexo a oscuras —varones casi todos, aunque una vez se metió ahí una amiga y salió llorando porque le robaron la campera—. De unas chicas travestis que, en el baño, contaban cosas graciosas y atroces. De negarme a bailar porque odiaba la música. Pero no recuerdo el color de las paredes ni del piso, ni a qué altura de la avenida quedaba, ni la cara del kiosquero ni el o la de la barra ni tampoco de esa música que me parecía detestable y que no podía bailar (yo no bailo lo que no me gusta, ni siquiera borracha: la música es lo más importante de mi vida y ni perder la conciencia me quita la seriedad con la que me la tomo. Es una tara importante).

Recuerdo, sí, que tomábamos cocaína ahí. No brutalmente, no sobre las mesas: eso podía ser hasta peligroso, supongo, aunque entonces pensaba que era una especie de decoro, una regla de elegancia. Ahora sé que era para cuidarse de la policía y de algún zarpado —y había muchos— que podía ponerse pesado o violento en el mangueo. O por quién sabe qué interna de minidealers. Tomar cocaína me había gustado mucho cuando empecé a hacerlo, en la adolescencia. Me gustaba la falsa energía, esa luminosidad de neón en el cerebro, la charla histérica, la bestialidad de la situación, de toda la situación, especialmente la física. Pero a esa altura, y desde hacía rato, no me daba ningún placer. Era vicio, adicción, compulsión. Me daba miedo cada bajón, me arrepentía de cada confesión trasnochada, me ponía a llorar si se me volaba la bolsita o si se caía o cualquier otro accidente.

Una noche tan intrascendente e intensa como las demás —en esa época aprendí que ese dúo es posible— me metí en el baño del Búkaro a tomar un tiro, como tantas otras noches. Cuando iba a encender la luz, me di cuenta que no hacía falta. En el baño era pleno día. No tenía techo, el baño. Y el sol brillaba en el cielo de otoño totalmente solo, sin nubes, en medio del azul más límpido que se pueda imaginar. Por la posición, debía ser el mediodía. Yo creía que, como mucho, serían las 4 de la mañana.

Ese sol fue mi límite. No fue una revelación ni me caí de culo como San Pablo de camino a Damasco pero recuerdo que me sentí muy patética. Muy sola y muy triste. Y la diferencia entre lo que de verdad pasaba y mi reloj tóxico resultó en una especie de asombro, una especie de shock. Me tomé el tiro igual pero en vez de quedarme en el Búkaro salí a caminar. Despacio, porque siempre me sentí mal con el cuerpo acelerado y de merca. Caminé por Córdoba, casi vacía y hostil bajo el sol de ese domingo al mediodía; yo no tenía hambre, si un poco de sed de cerveza. No me acuerdo adónde fui: seguramente tomé el 132 hasta mi casa.

Fue la última vez que tomé cocaína. No pienso en el sol de ese día como una especie de llamada de la vida: el sol mata, es desierto, es deshidratación, es una estrella cercana que va a morirse y matarnos, es la crueldad del verano con sus olores, es la migraña y la ceguera. No fue eso: es que me di cuenta que era tarde. Que no quería pasar otro mediodía en un baño con cocaína color rosa dentro del papel celofán de los cigarrillos. Que ya estaba bien de estar triste y aburrida, que era vanidoso y obsceno estar tan obsesionada conmigo misma. Así dejé de tomar, en seco. Después, por un tiempo, no soporté ni el olor de la cocaína. Ahora se me pasó. El Búkaro cerró: creo que mataron a un chico ahí adentro, a cuchilladas, y nadie encontró el cuerpo hasta muy tarde, o les dio miedo llamar. No sé cuándo fue. Busqué la noticia pero no está online o no la encuentro. Lo que sí me enteré es que Búcaro, en el argot de Córdoba (Córdoba, España, no nuestra provincia mediterránea) quiere decir “porrón”. Un retazo de información inútil. Ahora me pregunto, sin embargo, si ese muerto habrá existido. Si el lugar de verdad se llamaba Búkaro o nosotros lo llamábamos así. Y me impresiona cuántas vidas perdí y olvidé en mi propia vida.  

***

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