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Viaje al país de las editoriales independientes estadounidenses

Por Gabriela Adamo

¿Cómo son las ferias de libros en el extranjero? En esta crónica Gabriela Adamo nos lleva de paseo a Seattle, donde le advirtieron está “la mejor feria de editoriales independientes de los Estados Unidos”.

Texto y fotos de Gabriela Adamo.

 

 

 

Librerías, ferias y festivales de literatura son microcosmos particulares: espacios de distintos tamaños, inmersos en una sociedad que representan al menos en parte, aunque están lejos de ser idénticos. Sé que no es buena idea extrapolar axiomas generales partiendo de lo que pasa en esos lugares, pero con algo de cuidado –y como ya llevo muchos años recorriendo ese tipo de pasillos–, tal vez tenga sentido compartir algunas de las impresiones que me dejó una semana de intensa actividad editorial en la ciudad de Seattle, Estados Unidos. La intención es complejizar –para enriquecer– la idea que tenemos sobre la producción y la circulación de literatura en ese país que nos atrae y nos repele a la vez.

Me toca viajar a seguido al noroeste americano por motivos personales, pero esta vez llegué con un entusiasmo especial porque la ciudad iba a ser sede de la que, me dijeron, era “la mejor feria de editoriales independientes de los Estados Unidos”.  Se trata de un encuentro anual –realizado siempre en un lugar distinto– que nació como apéndice de algo desconocido para el público latinoamericano: un enorme e industrioso congreso para escritores.

En plena década hippie del siglo pasado, cuando las maestrías en escritura creativa eran aún una rareza, los organizadores de los primeros de estos programas se reunieron para crear la AWP o Association of Writers and Writers Programs. Su objetivo tenía todo que ver con lo que entendemos como la profesionalización de los escritores: desde promover su educación formal hasta proveerlos de herramientas concretas a la hora de hacer contratos, buscar agentes o “monetizar” su trabajo. Como tantas cosas en este país, la AWP creció exponencialmente y hoy –dice en su página web– apoya a “cientos de universidades, docenas de centros de escritura y miles de escritores individuales”. O, para usar otros parámetros, está en condiciones de alquilar un centro de convenciones similar a La Rural para su reunión anual.

Durante cuatro días, miles de aspirantes a escritores con caras ansiosas van de un panel a otro, tomando nota sobre cómo crear personajes creíbles, convertir traumas en libros, describir escenas de sexo, luchar contra la frustración, concentrarse mientras crían niños o evitar la censura y a la vez ser respetuosos con los lectores (!). Es fácil tentarse y pensar que no es más que un gran circo. Pero confieso que hay mesas que me hacen sentir cierta envidia. Por ejemplo, una en la que se comparten los secretos para hacer carrera como agente literario: en Argentina no podemos mantener en el país a un solo agente medianamente exitoso, por lo que siento ganas de anotarme inmediatamente en la mesa para luchar contra la frustración. El mercado es tan grande en los Estados Unidos y hay una infraestructura de base tan sólida, que existen muchas probabilidades de lanzar un emprendimiento –incluso diletantemente editorial– y que la nave al menos se mantenga a flote. 

Con estos pensamientos llego a lo que, de hecho, me trajo hasta el lugar: el enorme subsuelo del centro de convenciones en el que, sobre mesas sencillas y prolijamente alineadas, está montada la feria.  La cantidad de universidades, centros culturales, organismos públicos y fundaciones varias que apoyan a la escritura y su circulación es abrumadora. Un efecto de esta red es la proliferación de revistas literarias, esos cuadernos gordos, casi como libros, bien impresos y distribuidos, que están abiertos para “submissions” (envío de originales) y ofrecen oportunidades extraordinarias de publicación para autores nóveles. Un circuito activo de premios y validación hace que estas revistas –hoy en día en tándem con sus parientes digitales– sirvan de filtro y a la vez de puente para publicar en editoriales más grandes.

También hay mesas en las que se ofrecen servicios de edición, corrección, prensa y un sinfín de “productos” que, de pronto, tienen a los escritores como clientes. Y en el medio de todo eso, por fin, las editoriales. Muchas que pertenecen a universidades, otras que publican a los autores graduados de esos centros y, de a poco, las que simplemente tienen buenos libros que, se supone, interesan a los futuros escritores.

Como visitante extranjera me cuesta discernir entre tantos nombres desconocidos, así que me acerco a los sellos que conozco y admiro: New Directions, Transit, Coffee House, Ugly Duckling, Deep Vellum, Open Letter. Debo decir que tienen pocos títulos en las mesas, apenas un par de novedades, o los libros de autores programados en la conferencia. Sigo mirando y, en la búsqueda siempre curiosa de autores argentinos traducidos, descubro proyectos nuevos: el prometedor Sublunary y el artesanal Eulalia. Fascinada por el libro como objeto, me quedo mirando las bellezas que hacen, entre otras, dos casas de la zona: Wave Books y Exit.Press. Compro al azar unos libros chiquitos publicados por The Cupboard Pamphlet; voy llenando la mochila con dos o tres libros más y un montón de material promocional. Hacia el final de la tarde –la feria termina ese día– casi todos los stands de revistas literarias regalan sus ejemplares. Por una vez, gasto en libros menos de lo que había temido.

Cuando finalmente salgo del centro de convenciones –desangelado como todos sus colegas en el mundo–, respiro el aire fresco y me sorprendo con la vista abierta hacia la bahía Elliot al final de la calle. Camino unas cuadras y no puedo dejar de hacer comparaciones. La Feria de Editores se lleva a cabo desde hace mucho menos años y con muchísimos menos recursos que la AWP; así y todo, si los números que dan ambas organizaciones son de fiar, casi la dobla en visitantes: 10.000 me dijo con orgullo la responsable de prensa de la AWP; 18.000 le dijo el director de la FED a Télam al cerrar la edición del 2022. ¿Somos una sociedad más lectora? ¿O simplemente nos gusta más ese amuchamiento alrededor de los libros?

Pero más allá de los números, hay algo que parece cierto en torno al mito de la vitalidad y la calidad de la cultura argentina. Es difícil ponerlo en palabras y, mientras escribo esto, pienso en lo obvio: los prejuicios que genera nuestro desconocimiento. Estoy segura de que hay toda una zona de intercambios que no puedo ver porque no domino el idioma con suficiente refinamiento, porque no sé descifrar claves y códigos, porque no conozco las referencias literarias cruzadas y el quién-es-quién del mundo editorial local. Pero si esta es, de verdad, “la mejor feria de editoriales independientes de los Estados Unidos”, entonces, creo, le sobran instituciones y le falta curaduría. El pragmatismo y la solidez económica hacen rodar la máquina, pero sobre una base previsible, despareja y estéticamente descuidada. Las propuestas interesantes en contenido y diseño parecen frustrantemente pocas y se pierden en el mar de repeticiones.

Al final de la calle y antes de chocar con el mercado del puerto, aparece una librería. Se llama Lamplight Books; es chiquita, caótica, con olor a humedad, pero… ¡los libros! Acá sí, podría llenar una mochila entera en poco tiempo. No faltan, entonces, las editoriales que hacen cosas buenas. Tal vez, en este país gigantesco, lo difícil sea poder reunirlas en un solo lugar.

 

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