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El efecto Cortázar

De pronto, flash

Un día como hoy, hace cien años, nacía Julio Cortázar. Para celebrar su centenario, le preguntamos a los escritores cuál fue la primera lectura del autor de Casa tomada que recuerdan. Y cómo les pegó.

Julio Cortázar nació un 26 de agosto como hoy, hace cien años, en Bruselas, Bélgica. Su papá cumplía funciones diplomáticas en la embajada argentina. Volvieron a Buenos Aires cuando el autor de Rayuela cumplía cuatro. “¿A qué edad empezó a escribir?”, le preguntó Hugo Guerrero Marthineitz para la Revista Siete Días: Cortázar respondió: “Bueno, mi madre dice que empecé a los ocho años, con una novela que ella guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla. Además, parece que le escribía sonetos a mis maestras y a algunas condiscípulas, de las cuales estaba muy enamorado a los diez años; esos maravillosos amores infantiles que lo hacen a uno llorar de noche”. “Desde muy pequeño, hay ese sentimiento de que la realidad para mí era no solamente lo que me enseñaban la maestra y mi madre y lo que yo podía verificar tocando y oliendo, sino además continuas interferencias de elementos que no correspondían, en mi sentimiento, a ese tipo de cosas. (…) Es decir, una especie de aceptación, por adelantado, de cualquier cosa que los demás consideraban como inexplicable, como un juego de casualidades o como un juego de coincidencias”, le contaba a Omar Prego Gadea. En esa edad de pasaje de la infancia a la adolescencia que a Cortázar lo encontró escribiendo, a muchísimos lectores que nacieron después de él los encontró leyéndolo. Y también a los que se convertían en escritores –muchos de ellos ya entonces intentando por primera vez las historias.

Convocamos a Natalia Moret, Ricardo Romero, Patricia Ratto, Oliverio Coelho, Diego Zúñiga y Marina Arias para que compartan su primera vez con Cortázar: un autor que parece nunca envejecer (“A veces tengo la impresión de estar viviendo hacia atrás; es decir, sentirme cada vez más joven”, respondía en una entrevista).

 

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Natalia Moret

Leí a Cortázar por primera vez en 1992, cuando cursaba segundo año del colegio. La profesora de literatura -cuyo nombre siempre creí que jamás olvidaría- nos dio Bestiario. En principio había que leer “Casa tomada”, y si queríamos todo el libro. Yo quise. Si me preguntan hoy, tal vez elegiría “Lejana”, pero en aquel momento el cuento que me dejó la impresión más fuerte fue “Circe”: lo recuerdo con espanto, pero un espanto digamos “cortazariano”, que te dibuja una sonrisa, un espanto juguetón, hasta tierno. El “efecto Cortázar” fue inmediato. Siguieron Final del juego, Octaedro, Todos los fuegos el fuego y Rayuela. Cortázar fue el primer autor que “devoré”. No sé por qué en mi casa pegaba más Borges, y para mi madre entre Borges y Cortázar existía una rivalidad implícita, un absurdo si me preguntan, dos orillas falsas a la Beatles-Rolling Stones, Perro-Gato, Racing Club-Independiente. Leer a Cortázar (devorarlo en secreto, mientras fumaba Marlboro -también en secreto- en el baño del segundo piso) fue para mí un rito de iniciación, un pequeño acto de rebeldía hacia el canon silencioso que mi vieja imponía en nuestra biblioteca, y el descubrimiento de una forma de contar -subversivamente ligera- que hasta entonces no conocía.

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Ricardo Romero

La primera noticia de Cortázar que tuve fue a través de la antología que publicó el Centro Editor de América Latina, El Perseguidor y otros cuentos, en la colección Capítulo (hermosa colección que estaba en casa esperándome que la descubriera). Era chico, no recuerdo la edad, pero sí el desconcierto frente al primer cuento. Esa música atrapante de “El Perseguidor”, y esa palabra, “perseguidor”, que duraba y se enrarecía (todavía lo hace). Pero el cuento que más me impresionó fue “La autopista del sur”. Muchos años después, ya estudiando en Córdoba, en un largo embotellamiento en la entrada a la ciudad, lo recordé. Y todo el malestar y la ansiedad se esfumaron de repente, se convirtieron en algo distinto. Miré a la gente en los otros autos. La gente no me miró a mí. No era el cuento de Cortázar pero era. Recuerdo con nitidez ese momento porque sentí, y pensé, que la literatura era eso para mí: un instrumento para cifrar el asombro que se esconde en todas las cosas. Todavía lo sigue siendo. Como dice Fabián Casas respecto a Cortázar, yo sigo necesitando esos escritores que creían, que creen, fervorosamente en algo. Los que a fuerza de su escritura logran imponerle a la realidad sus propias versiones: lo kafkiano, lo cortazariano, lo levreriano. Eso mismo.

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Oliverio Coelho

Mi primera lectura de Cortázar fueron sus cuentos, en la adolescencia. Recuerdo “Casa tomada” como una marca. Estaba en un libro de tapas negras, una colección que reunía los libros preferidos de Borges. Se titulaba simplemente Cuentos y debía ser una antología. Un amigo de mi madre insistía en la lectura de Cortázar. Había tratado bastante a Cortázar, por lo cual la insistencia venía cargada de anécdotas personales. De manera que mi llegada a Cortázar fue pacífica, no fue un sacudón, floté plácidamente en sus cuentos y luego no pude atravesar sus novelas porque me resultaron algo impostadas. Por épocas su figura me generó simpatía y propició una lectura más atenta de sus cuentos. Por épocas, me resultó vagamente romántico y sospeché que sus posturas políticas habían impedido una valoración de su obra. Creo que cuando Cortázar no es testimonial, ni experimental, ni intenta reproducir el habla popular y le deja espacio a su universo y a una prosa sin artificios, aparece lo más interesante de su obra.

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Diego Zúñiga

El primer libro que quise robar en mi vida fue uno de Cortázar. Tenía 15 años, había empezado a leer, por mi cuenta, desde hacía muy poco tiempo, y ese libro blanco, gordo y reluciente que estaba en la biblioteca de mi colegio me quitaba el sueño. Era una edición de Rayuela casi nueva –probablemente el libro más reluciente de esa biblioteca llena de novelas viejas y empastadas–, y yo sentía que un libro así había que leerlo sin fecha de devolución. A esa altura ya había leído algunos cuentos de Cortázar y sabía que leer Rayuela era dar un paso gigante en esa breve historia de la lectura que comenzaba a vivir.

No me robé la novela –la timidez pudo más–, pero conseguí que me lo prestaran durante todas las vacaciones de verano y lo leí, y probablemente me convertí en otro después de esa lectura.

He intentado, en estos últimos años, volver a leer la novela, pero no he avanzado más allá de un par de capítulos. No sé cuán grave es eso, en realidad. No sé si importa. A veces creo que basta con que un libro nos haya interpelado en algún momento de nuestra vida para recordarlo con cariño, con generosidad.

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Patricia Ratto

Leí Rayuela hacia fines del 78, lo recuerdo porque ese año se había jugado el Mundial de fútbol en Argentina, yo acababa de cumplir los 16 y el libro los 15. Pero para mí resultó nuevo, fresco, como recién escrito. Me lo había recomendado la bibliotecaria, de una biblioteca popular a la que iba a menudo, que sabía de mi pasión por la lectura. Comencé a leerlo ahí mismo, en la biblioteca, y supe que tenía que devolver ese libro de inmediato porque si me lo llevaba prestado no iba a querer regresarlo nunca. Así que volví a mi casa y le conté a mi abuela que había un libro increíble que quería comprar; en seguida me dio el dinero, no porque le sobrara, que no era el caso, sino porque le pareció una excelente razón para gastarlo. Le di un beso y salí corriendo a la librería, que quedaba a un par de cuadras. Era un ejemplar de Sudamericana, el de tapas negras con dibujo de una rayuela igual a aquellas que un par de años antes habíamos trazado con tiza sobre las lajas oscuras del patio de la escuela. No recuerdo si antes había leído algún cuento de Cortázar, pero estoy segura de que el primer verdadero encuentro que tuve con él aconteció en el universo de Rayuela.

Leí compulsiva y entusiastamente, con apuro y detenimiento, con pasión, con voracidad, con delectación, con la felicidad del descubrimiento, con admiración a rabiar: ¿cómo podía alguien hacer un banquete de palabras que despertara la gula de leer y releer?, ¿cómo podía ese alguien, además, escribir como jugando y decir a la vez tantas cosas interesantes sobre la vida, sobre el amor, sobre las búsquedas personales? Lo subrayé con fibra rosa, con birome azul, con lápiz negro, con lapicera de tinta roja. Capas de subrayados, capas de lecturas. Es que en cada una descubría algo nuevo, algo distinto, algo mejor, algo que no sabía, algo que esa vez comprendía de otra manera. Andaba con el libro en la mochila, lo llevaba a la escuela, lo traía nuevamente a casa, lo sumaba a mis meriendas en el jardín, lo subía al sillón del living en donde leía junto a mi perro, lo dejaba en la mesa de luz. Muchas veces, lo abría al azar y lo usaba de oráculo, leía una frase convencida de que esa lectura sería de una decisiva influencia en lo que estaba por ocurrir.

Con tanta frecuentación, era lógico que se le saliera la tapa, y un tiempo después la contratapa; yo las pegaba obstinadamente, una y otra vez, con cinta scotch hasta que terminaron por romperse; luego empezaron a soltarse algunas hojas aunque, por milagro o azar, hasta el día de hoy y tras varias mudanzas, no se ha perdido ninguna.

Más adelante, claro, vinieron otros libros, pero Rayuela seguía siempre ahí, a mano, lista para ser abierta y ofrecerme esa gratuidad del viaje que me llevaba, en un par de saltos, de la tierra al cielo de los libros. Y entonces, se enfermó mi abuela, mi abuela ángel, mi abuela Ángela, la que me había leído cuentos y contado historias desde que era un bebé, la que me había contagiado el amor y la curiosidad y el hambre por la lectura. Por esos días yo ya estaba en primer año del profesorado de letras; todas las tardes, antes de irme a cursar, subía a su habitación y le leía Rayuela: un poco por devolverle, de esa manera, algo de todo lo que ella me había leído, otro poco por leer en voz alta para disfrutar juntas de la cadencia de esa música única. Siempre asocié a mi abuela con el tejido amoroso, con las lavandas (tenía un jardincito lleno de ellas y su ropa olía a ese perfume), con la palabra “delicia” (que pronunciaba de una manera deliciosa), con la lectura, y hacia el final de su vida también con Rayuela.

Hoy, como me han pedido que escriba algo sobre mi encuentro inicial con Cortázar, lo primero que hago es ir a mi biblioteca, buscar aquel ejemplar, el que finalmente se quedó sin tapas, el de páginas ahora amarillas, el del infinito subrayado; lo tomo con cuidado entre las manos, lo abro una vez más al azar (después de tantos años de ya no hacer eso) y leo: “Al final había siempre un hilo tendido más allá, saliéndose del volumen, apuntando a un tal vez, a un a lo mejor, a un quién sabe…” A un perfume de lavandas, a un tejido de recuerdos y a mi deliciosa abuela que aún vive en el cielo de Rayuela -agrego yo, y empiezo a escribir esta nota.

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Marina Arias

Yo iba a segundo año octava división en el Nacional de Morón y a pesar de que a escondidas ya andaba escribiendo algún relato, las horas de Lengua, llenas de análisis sintáctico y modos verbales me resultaban cuarenta y cinco minutos anodinos. Por eso siempre me sumaba al murmullo del fondo, un murmullo en el que cada tanto irrumpía una carcajada estrepitosa de Miguetti, quien cumplía a la perfección el papel de líder del grupo. El profesor Aguirre, tiza en mano, sólo nos dedicaba una mirada furtiva cada tanto. Esa supuesta falta de reacción de su parte nos había convencido de que le habíamos ganado la batalla: Aguirre nunca iba a lograr que lo escucháramos. Pero entonces en mitad de una hora, Aguirre dejó la tiza, se sentó en el escritorio, y sin levantar la voz, empezó a hablar de una casa lindera a las vías de un tren, de tres primas, de disfraces, de un chico del industrial y un juego. Recuerdo cómo se fue despertando mi atención palabra a palabra. La mía y la de todos. Hasta Miguetti, dos minutos después, chistó a las dos tragas que por lo bajo preguntaban qué estaba haciendo Aguirre y si eso iba a entrar en la prueba. Sé que Aguirre no puede haber relatado “Final del juego” absolutamente de memoria, sin cambiarle ni una coma. Sin embargo, eso fue lo que sentí cuando a los pocos días, la madre de mi amigo Juan me prestó el libro. Es probable que Aguirre haya sido lo que ahora, casi treinta años después, se define como un “narrador oral”. Y de los buenos. Lo que sé es que gracias a “Final del juego”, Aguirre logró conquistar a los barderos de segundo octava. Y que yo descubrí a Cortázar: inmediatamente leí uno tras otro sus libros de cuentos. Y a los diecisiete llegué justo para fascinarme con Rayuela.

En estos tiempos en que algunos ponen a Cortázar en entredicho -y sospecho que muchas veces eso tiene que ver con denostar su última etapa, cuando abrazó los movimientos latinoamericanistas e hizo una literatura abiertamente política- yo quiero agradecerle una vez más por “Final del juego”, uno de los mejores cuentos que leí en mi vida.

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