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Gabriela Massuh: "Yo escribo para mitigar el paso del tiempo"

Y su nueva novela, Degüello

Ambientada en un futuro a quince minutos de distancia del presente en Buenos Aires, el último libro de Massuh cuenta una historia de amor entre un hermafrodita y una mujer solitaria, pero también una historia de venganza, de resistencia y de violencia, cruzada por eslóganes políticos y pistas poéticas.  

Entrevista Valeria Tentoni. Foto de Catalina Bartolomé.

 

"Una ciudad a la que se le borran las huellas del pasado se convierte en un territorio vacío de sentido. Se produce ya no solo la imposibilidad de recorrer el entramado urbano como podría haberlo hecho un flaneur, sino que se instala otro sentido: el de la enajenación de quien recorre un ámbito apenas conocido, como si lo familiar le hubiera sido usurpado", leyó Gabriela Massuh en la última edición del Filba. El párrafo está en línea directa con Degüello, su última novela, integrante de ese ciclo que Adriana Hidalgo Editora viene publicando junto a La intemperie y Desmonte.

Ambientada en un futuro a quince minutos de distancia del presente en Buenos Aires, el último libro de Massuh cuenta una historia de amor entre un hermafrodita y una mujer solitaria, pero también una historia de venganza, de resistencia y de violencia, cruzada por eslóganes políticos y pistas poéticas.

 

 

Igual que en tus anteriores novelas, en esta encontramos a Hannah Arendt como compañía, ¿por qué?

Yo siempre la cito. Ella dice que entender es entender lo que está puesto en juego, o que entender es entender la dimensión de la pérdida. Es una autora que me recorre permanentemente, es importantísima, y sobre todo su visión de lo público -y para mí desde la pérdida, no del espacio público sino del área pública, de la opinión pública, de un mundo integrado, de una visión integrada. La visión de un mundo para todos, no este mundo que es cada vez más estratificado. De los filósofos, es la que más me abrió la cabeza con respecto a eso.

¿Y por qué te interesa tanto entender? ¿Creés que entender nos devuelve algo de poder, por ejemplo?

No, no nos da ningún poder. Al contrario. El entender es un despoderamiento. Yo creo que entender es ser consciente de la propia incapacidad de modificar algo. Sin embargo, para mí es importante porque a mí la dimensión crítica me da cierto alivio. Yo detesto las connivencias, y creo que este mundo y nuestra ciudad específicamente están plagados de connivencias. Se crean corpúsculos de pensamientos comunes en donde se autorizan ciertos autores, ciertas cosas, y queda fuera el resto del mundo: a mí me interesa ver es ese resto del mundo. Y otra cosa que me fascina de Arendt es su compromiso político: tiene una visión política del mundo, y yo también, y en ese sentido me siento muy extemporánea. Acaba de ganar el Premio Nobel Handke. Leonardo Sabbatella en Twitter compartió una cita de Handke muy interesante: “No tengo nada que decir, por eso escribo”. Y yo escribo para decir algo. Todo lo contrario. Entonces me siento ni siquiera cercana a la literatura de los 60 o los 70, sino ya decimonónica. Finalmente mi extemporaneidad es casi programática.

Y está desde tu primer libro. Tu primera novela ya fue una novela muy rara para el contexto.

Tengo una aceptable cantidad de lectores que me siguen, pero no me siento integrante de un corpus. Soy ajena al corpus de mis colegas. Siento mucha afinidad y dialogo mucho con Gabriela Cabezón Cámara, María Sonia Cristoff, Samanta Schweblin, el mismo Leonardo Sabbatella, Juan Carrá, Sergio Olguín; dialogo permanentemente con ellos pero me siento siempre sapo de otro pozo. Martín Kohan subrayó en la presentación de mi novela en Córdoba que lo raro era lo más típico de toda la novela. Sí, yo me siento rara, en ese sentido, una especie de marginal, si querés.

En el libro trabajaste de nuevo con un personaje femenino que tiene mucha cercanía con vos, María, y los barrios en que se mueve son los mismos de los libros anteriores. Pienso en María y en Sara Gallardo, en sus historias de rompimiento de clase, como Eisejuaz. La narradora de Degüello sale de su barrio, sale de su clase y se vincula con una persona de otro mundo, hasta se enamora, ¿cómo lo pensaste vos?

Absolutamente, porque es lo contrario de ella. Yo siempre tomo al barrio como tomo a los personajes que miran el mundo, y en ese sentido hago muy poca ficción, porque los personajes tienen mucho que ver conmigo. En eso también me baso en los lugares conocidos, los lugares que yo recorro y que voy perdiendo; también es ese registro de la pérdida. Y a su vez el tema de la clase social a mí me sirve como crítica. Hay pocas novelas desde la clase alta. Yo no me considero clase alta, pero conozco muy bien los tics, las formas de hablar, las formas de pensar. Esa virtud, de pertenecer a una clase e intentar describirla, fue por ejemplo de María Luisa Bemberg: el corpus artístico de María Luisa era tan preciso, y lo hacía de una manera magistral. Contrariamente a lo que piensa Leonardo Sabbatella, o Alexandra Kohan, que hoy dijo “Hay gente que cree que uno lee, piensa y escribe desde lo que le pasó en la vida”, cuando en realidad la escritura de ficción es invención, bueno: yo quiero escribir lo que siento y pienso. Y hago una literatura que quizás no sea literatura sino simplemente un énfasis.

Hablás de lo enfático en este libro, ¿cómo pensás al énfasis?

Lo enfático es la propaganda política, la queja política, la propaganda publicitaria y el marketing. El gran problema, que a veces no puedo evitar, es el de caer en el panfleto.

"El peor defecto masculino era el énfasis", leemos en la novela. "Creerse y asumir el papel que se actúa sobre el escenario de la vida". ¿Podríamos pensarlo alrededor de lo masculino? El Topo es un personaje XXY que elige ser varón, pudiendo elegir ser mujer.

Para mí lo masculino es el poder del escenario. El Topo decide sustraerse a ese poder, porque con su alma femenina, no quiere sufrir. Entonces decide ser masculino, para a su vez tener el poder de sustraerse a lo masculino y de utilizarse como objeto de deseo -él no quiere desear, no quiere tener deseo sexual, y durante toda su vida pelea por no tenerlo- para no depender. Y para no usar ese escenario como lo usan los hombres que es para ganar más poder y someter.

¿Cómo pensaste la cuestión de género?

En la novela hay una reflexión sobre la masculinidad y la femineidad como categorías universales, y esto es profundamente herético porque la teoría de género no quiere categorías universales. Yo necesitaba hacer este personaje híbrido, raro, que no se quiere someter al poder, que se quiere sustraer al poder, precisamente porque desde lo masculino nunca hay esa sustracción, siempre está la fascinación por el poder. Y también hay algo raro en esa situación de haber nacido hermafrodita y querer ser hombre. Él decide ser hombre, va al médico cuando siente el peligro del deseo.

El personaje, además, es un gran lector.

Es todo. Es un personaje universal, infinitamente bello, infinitamente inteligente, es atractivo, le gustan los árboles, tiene todo y encima arqueólogo, porque se va al norte y empieza a juntar cacharros. Yo quería que fuera perfecto, esa es la irrealidad de personaje.

¿Y por qué querías que sea perfecto?

La perfección no existe pero siempre la añoramos. Entonces era como plasmar una añoranza. Pero igual le va muy mal a él. También, como es un artista, hay esas voluntades casi santas; él tiene aspiraciones metafísicas o santas, como el hecho de vengar una muerte. Es un acto de soberbia total, y él es un soberbio que ejerce tanto la veneración como el desprecio. Si no fuera así no podría llamarse Degüello la novela.   

Las escenas ocurren en un futuro muy cercano, ¿no?

Quince minutos después de ahora. Yo estoy segura que vamos hacia ahí. Hay datos que lo comprueban, como las ampliaciones del aeroparque, las remodelaciones, el convertir el zoológico en un ecoparque, privatizarlo, el avanzar sobre la costanera. Esa estación en el obelisco que aparece en el libro es verdad, está planeada y no sirve para nada. La cerrazón de los parques, la situación con los hospitales. Claro, no me sirve para nada entender todo eso, y lo sufro descaradamente, pero no puedo sustraerme.

La protagonista, de hecho, atraviesa por un sentimiento similar. Ahí aparece el personaje de su psicóloga.

Claro, y le dice que tiene un hijo. Y ahí empieza la reconciliación con ese hijo. Es un personaje que se parece mucho a mí, obviamente; puedo hacer personajes que no sean así, pero me resulta más sencillo ubicarme en ciertos temas. Y también retarlos, porque la psicóloga la devuelve a la realidad y le dice: basta. 

En entrevistas has dicho que la escritura te trae cierto consuelo, ¿eso sigue siendo así?

Sí, pero es un proceso muy solitario, me parece que cada vez más. A mí me gusta pensar quién sería el lector, para quiénes escribo, pero por otra parte yo no sé quién me va a leer, y el anonimato que yo pretendo de mis lectores me deja en una paradójica soledad. Con La intemperie yo sabía para quién la estaba escribiendo, para quiénes, había un ámbito conocido. Pero ya con las novelas o la ficción, perdés el referente. No sé quién es el lector, y eso me deja muy sola. El hecho de no saber es progresivo, es cada vez menos, será que tiene que ver con la edad, que uno queda más recluido. Antes de publicar los libros se los doy a leer a 20 ó 25 personas, trabajo el libro como si fuese un guion colectivo, por ejemplo Mercedes Araujo o Rubén Szuchmacher, grandes lectores.

¿Qué es lo que te importa de escribir? ¿A dónde querés llegar? Decías hace un ratito que vos sí querés decir lo que pensás y lo que sentís.

Yo lo citaría a Borges, que decía que escribía para él, para sus amigos y para mitigar el paso del tiempo. Yo escribo para mitigar el paso del tiempo.

¿Escribís para conservar lugares que van desapareciendo?

Sí, pero ese es un proceso muy doloroso, el de tener que escribir para que los lugares se conserven. Es una ciudad que ya no existe, que sólo conservo en mi memoria, que no está en la realidad; rescatar eso es una tarea absolutamente inútil y titánica, y a su vez triste.

¿Cómo encarás los libros? ¿Pensás primero la trama, los personajes, los temas que querés abordar?

En este caso hubo un libro inspirador de una escritora india que yo admiro profundamente, Arundhati Roy, una gran ensayista muy muy política que tiene un libro que se llama El dios de las pequeñas cosas. Es un libro increíble. El año pasado, esa autora publicó El ministerio de la felicidad suprema, y el protagonista es un hermafrodita que vive en un cementerio, y crea una comunidad en un cementerio. Y cuando leés sus libros te das cuenta de que la India es nuestro espejo futuro, corrido diez años. Bueno, yo tenía a ese personaje en la cabeza, y tenía una escena inicial, que me pasó a mí: un día abrí la puerta de casa y vi a alguien parado ahí, que se había equivocado. Yo quería empezar con esa escena. Así empezó, y se va armando a medida que escribo. La novela me va ocupando. Y eso sí me da mucho placer, ese cincelamiento.

¿Podés escribir todos los días?

Tengo mucho tiempo, porque soy jubilada. Pero soy bastante desordenada. Los días en que no escribo me angustio mucho. También mientras escribo, pero cuando no escribo nada peor.

En una entrevista anterior habías contado que solés tomarte un mes o algo así para salir de la ciudad y escribir en otra parte, ¿con Degüello fue también así?

Degüello fue escrita en gran parte en Entre Ríos, que es un escenario que yo quiero mucho. O sea: esos caballos existen. Y también en Valeria del Mar, donde me tomé dos o tres meses para escribirla.

Son todos destinos arbolados.

Son destinos de naturaleza. Sin tensión, si fuera posible sin internet. Degüello me llevó un año, algo así, de escritura.

¿El libro continúa la línea de La omisión,Desmonte, La intemperie...?

Yo tengo la sensación de escribir siempre el mismo libro. Y todo el tiempo lo estoy pensando. Eso es un énfasis.

Borges decía eso, también, ya que lo citaste, que a un escritor le estaba dado escribir un puñado de cuentos o poemas y que se pasaba la vida en eso.

Yo no sabía eso, pero a mí me pasa. De hecho, sus obras completas son cortitas. Publicaba para no seguir corrigiendo, eso también decía.

Cuando publicaste tu primera novela se la llevaste a María Elena Walsh, y eso lo contás en el libro de entrevistas que le hiciste, para que ella te diera el visto bueno, te dijera si era o no una novela. Walsh respondió que sí, que claro, que era una novela moderna. Te quedaste con la novela, seguiste escribiéndolas. ¿Por qué elgiste ese género y no, por ejemplo, el ensayo para volcar las ideas de Degüello?

Sí, desde la tesis de mi doctorado en adelante yo tenía el ensayo, no había hecho más que crítica literaria, periodismo, y el trabajo del instituto que me exigía escribir mucho. Pero no ficción. Con La intemperie sentí que no tenía dónde publicar esa especie de miscelánea que tenía en la cabeza. Tabarovsky fue su editor, después de mucho tiempo de dar vueltas con el libro por todos lados. Ahí me sentí cómoda, aunque no sabía a dónde iba a parar: iba acumulando simplemente experiencias, hasta que las fui otra vez enhebrando. Ese montaje es lo más bello de escribir. Es cuando te sentís realmente un artesano. Para mí La intemperie fue un enorme trabajo de ensamblaje. La novela me alivia del ensayo, el ensayo es tan difícil: tenés que probar, las citas, la precisión. La novela para mí es un mundo mucho más placentero. Si bien estoy todo el tiempo haciendo ensayo también, son textos híbridos.

Hay una cita de Virginia Woolf que dice, en Una habitación propia, ensayando sobre las mujeres y la novela: "Debía colar cuanto había de personal y accidental en todas aquellas impresiones y llegar al fluido puro, al óleo esencial de la verdad". Es también una preocupación tuya, ¿no? Trabajar desde lo personal para conseguir ese óleo.

Yo querría hacer de lenguaje ese óleo, eso que tienen los poetas. La poesía de alguna manera te atrapa, como lectora lo digo, no como poeta. La poesía es como una glicina, que pasa así, y la olés. A mí me gustaría escribir en esos estados, en esos trances, donde simplemente se pueda describir una atmósfera, y en esa atmósfera todo. Es un estado ideal. Y por eso también a veces me parece que hay demasiados adjetivos en lo que escribo, siempre pienso en Yourcenar que decía que lo primero que envejece es el adjetivo y yo estoy llena de adjetivos. Intento sacarlos, pero es como una muletilla. El óleo de Virginia Woolf no debe tener adjetivos.

Hay mucha poesía en el libro, versos de Juan L. Ortíz por ejemplo, ¿cómo se mete la poesía en tu narrativa?

Se cuela un poco en ese viaje a Entre Ríos, tenía la misma obsesión con esos ríos contaminados. Los poetas habían rescatado el río, y en la novela yo intento rescatar la ciudad. En este caso tiene que ver con el paisaje, con rescatar el paisaje.

Luego nos queda la cuestión apocalíptica; el diluvio, la imagen de portada con el Ángelus Novus, las inundaciones, el levantamiento de los zombies. ¿Cómo pensaste todos estos elementos?

Yo sabía que lo de Chacarita se estaba manejando así y me parecía terrible jugar con los muertos y hacer algo tan siniestro como reducir el espacio de los muertos porque ya no existen los deudos. Hay la misma visión de los árboles: se considera que los muertos están en los árboles, es una creencia indígena, y que si sacás los árboles, te quedás sin mayores. Eso me decían los guaraníes. Cuando leí la noticia de la Chacarita me pareció tan brutal que la única forma de describirlo era recurrir a un lenguaje apocalíptico. Y aparece la venganza, que uno no podría ejercer: también eso te libera un poco.

En un momento en la novela la protagonista se pregunta "Topo, ¿quién contará tu vida?"; ¿sentís que de alguna manera tu misión es contar vidas, cosas que nadie va a contar?

No, no creo, no tengo ese rol tan mesiánico. Pero me gustaría contar más vidas como las de El Topo o más vidas, en general, tal vez no tan conflictuadas como en mis novelas. Historias más sencillas. Pero no sé, siempre caigo en la desesperación.

En otra entrevista decías que la literatura argentina contemporánea te resulta un poco estéril, que se mira a sí misma, ¿seguís creyéndolo?

No lo pienso ahora, realmente. Creo que ha habido una irrupción de las mujeres en la literatura y ha habido un cambio muy fuerte. No se puede decir que las novelas de Ariana Harwicz sean estériles, o las de Cabezón Cámara, o de Cristof, Eugenia Almeida, Schweblin. No. No se puede decir. Lo que sí me parecía en ese momento en que lo dije es que había mucho ombliguismo. Toda esa crítica que yo hago en Desmonte, preguntando quien es el actual Carlos Argentino Daneri, corresponde a esa época, a esa literatura encerrada en sí misma. Hablo muy mal de Aira, sin hablar mal de Aira, digamos; Aira es el que termina de enterrar a Borges, en vez de abrir. Es como la instauración de lo que Piglia diría respiración artificial, Aira es la respiración artificial. Y tuvo consecuencias muy duras para la literatura, para mí, porque hay toda una cierta literatura que lo copiaba y lo copiaba mal. Eso pensaba, pero después vinieron las chicas, y las chicas vinieron con mucho poder. Hay un nuevo compromiso.

 

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