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Mercedes Roffé: "En el fondo, todo pasa por la belleza"

Prosas fugaces

Después de Glosa continua, editado por Excursiones con obra visual de Florencia Bohtlingk en 2018, Prosas fugaces llega con Las Furias Editora y para la autora radicada en Nueva York supone una especie de continuidad. La entrevistamos en una de sus visitas a Buenos AIres.

 

Por Valeria Tentoni.

 

 

Nacida en Buenos Aires en 1954, la poeta, docente y ensayista Mercedes Roffé vive en Nueva York desde 1995. Desde allí, además, dirige el sello Pen Press de traducciones al inglés de poesía contemporánea en otras lenguas, entre ellas el español. 

Cámara bajaLa ópera fantasma y Las linternas flotantes son algunos de sus libros publicados, una lista que comenzó en 1983 con El tapiz. Sus obras han sido premiadas y traducidas, y su trabajo distinguido con becas como la Guggenheim o la Civitella Ranieri Foundation, pero en Argentina su obra poética circula todavía con algunos faltantes, situación que ha comenzado a revertirse en el último tiempo. Después de Glosa continua, editado por Excursiones con obra visual de Florencia Bohtlingk en 2018, Prosas fugaces llega con Las Furias Editora y para la autora supone una especie de continuidad.

 

 

El diseño es apenas un poquito diferente. Este tiene subtítulos, en el otro habíamos hablado de que no tuviera subtítulos ni índice. En Prosas fugaces sí hay índice, que quedó muy bien porque da un panorama de las recurrencias. Hay preocupaciones que se retoman.

Volviste a trabajar con microensayos, ¿por qué?

Sí, pácticamente no hay narración. Con Glosa continua se definió este género en el que me siento cómoda. No cerrándome ni resistiéndome a ciertos cambios, pero aquí en Prosas fugaces me sentí mucho más encaminada cuando lo empecé. Con Glosa continua me llevó añares, encontrar el tono, definir qué iba a quedar y qué no. Llevó tiempo pero abrió una puerta en la que me siento bastante cómoda para seguir pensando. 

¿Quedó material en el camino de esta búsqueda?

Ensayé muchos textos que descarté, algunos quedaron ahí en un archivo porque no terminé de darles el color que quería. A lo mejor continúan en otro volumen, los retomo. Hay que pulir cada fragmento.

Cada una de las piezas, en Glosa y aquí también, están muy pulidas, justamente. ¿Cómo trabajás las correcciones?

A mí me resulta bastante difícil eso de tomar apuntes y corregir después. Yo corrijo mucho, pero el primer paso no es nunca tomar apuntes. El texto ya sale con su voz, con su formato, con su estilo, su grado de ironía o severidad. Entonces sí hay una tarea de pulir eso después, pero por lo general nunca trabajo a partir de apuntes. La forma del fragmento surge en la escritura, los matices surgen en la escritura. A lo sumo puedo apuntar una palabra para acordarme, pero no un borrador. Siempre comienzo con una primera versión corregible, no con un borrador. Para mí sería dificilísimo pasar de un borrador a un texto terminado.

¿Cómo encontraste este modo de trabajar? 

Cuando cursé en la Universidad de Maryland, en los Estados Unidos, tuve la fortuna de que viniera José Emilio Pacheco a dar lo que llamaban un taller. Yo ya tenía libros publicados, pero con él aprendí un montón. Detalles importantísimos para que la prosa esté límpida, bien construida. Él nos decía que teníamos que tener disciplina, que escribiendo cierta cantidad de páginas todos los días al finalizar el año podíamos tener 300 para corregir y no nada. Pero a mí no me funciona así. Nunca me funciona apuntar algo. Me funciona si ya sale con alguna forma, algún perfil propio. O por repeticiones o por ritmo... 

Contaste que encontraste esta forma, pero antes versificabas de otra manera...

Claro, no escribía prosa.

Es que en realidad estos son textos híbridos, ¿no? Porque encontramos mucha poesía también acá.

Sí, sin duda, es un género híbrido. Antes yo había escrito mi tesis, 250 páginas sobre un tema, en un formato académico. Incluso la idea de Glosa viene un poco de ahí, porque mi materia era medieval, cómo se trataban temas en la universidad medieval, cómo se argumentaba alrededor de textos maestros que se comentaban. Yo tomé la idea, la diferencia es que aludo al texto maestro pero el texto maestro no está. Aludo en estos dos libros mucho a las lecturas, aunque no de modo académico. En el fondo, todo pasa por la belleza. Si yo encuentro una cita que me gusta compartir, la comparto. Está lleno de citas sueltas, que me parecen valiosas más allá de cualquier comentario.

Además hay autoría en la selección, en la distribución de ciertas citas. Es muy interesante esta autoría lectora: qué lee alguien, cómo lo lee.

Sí, de hecho en una de las primeras reseñas de Glosa se sugería algo así. Hay un libro que me interesó mucho al respecto, El autor y la escritura de Ernst Jünger. Ese libro fue un punto de partida para mí. Cuando terminé de leerlo, lo que quise hacer fue sentarme y anotar los nombres de todos los libros que él mencionaba para leerlos. Y alguna gente me dice que le pasa un poco eso con estos libros míos, que les resultan estimulantes. 

Un pacto de lectora a lectores.

Es un intercambio fundamental, sí. Es de los intercambios más lindos y agradecidos que se puedan tener, que alguien te pase un libro. Las razones por las cuales puede no gustar algo son infinitas, además, más que las razones por las cuales gustan.

Hablaste de la belleza, recién. ¿Cómo se moldeó tu idea de belleza durante los años? ¿Recordás el primer impacto consciente de la belleza en tu vida?

Yo escribo desde muy jovencita y sí, por supuesto fue cambiando. Recuerdo los dibujos de Aubrey Beardsley a mis 18 años, también la lectura de Bajo el monte, que inspiró un poco mi primer libro, El tapiz. Mi padre venía de la Escuela de Bellas Artes ymi madre de la música. Mi hermano y yo tocábamos. Recuerdo cosas muy bellas por el lado de la música, también. Mi mamá había estudiado violín e hizo que mi hermano lo estudiara con el hijo de su maestro. Esas personas eran parte de nuestra vida, y eran el primer violín y la primera viola del Colón. A mí me intentaron hacer estudiar piano, pero mucho no funcionó. Me recibí en el Conservatorio y todo, pero no funcionó. Yo sabía que no iba a poder subir a un escenario a tocar, pero eso no quiere decir que no recuerde momentos de descubrir una melodía que me fascinara. Mi papá era grabador de metales, eso me hubiese gustado más hacer. En casa había una biblioteca, y empecé a leer mucho a los escritores argentinos del Partido Comunista... Mi madre me daba cosas a los once años que eran tremendas. Uno de los primeros libros que me dio fue Historia de perros, de Barletta. Luego me fascinó leer a Raúl González Tuñón: ahí empezó la poesía.

 

 

 

 

Una poética 

La capacidad de disolver cualquier posible monumentalidad; más bien de intuir alguna forma de completud en la condición homeopática de las obras y los nombres menores, en la tradición oral, en aquello que en el mundo de las artes plásticas tradicionalmente encierran tan subrepticiamente expresiones como «obra en papel», como si el mero soporte ya implicara una minusvalía; esa capacidad de irradiar desde lo minúsculo, lo económico, o lo marginal no por marginado, sino por concebido y amado en los márgenes, en las márgenes de un río-tiempo que viene a desmentir cualquier grandeza de un día y a instaurar en su lugar una red de otro orden… Ése es el ideal que ubicaría en el origen de una especie de «poética de la lectura» —como aproximación a otras obras, no sólo literarias, que más entrañablemente definiría como propia.

 

 

 

En cuanto a la prosa… 

Solemos detenernos con fuerte espíritu crítico ante las ingentes páginas de poesía que leemos y ante las muchas más aun que ja- más leeríamos. Pero ¿qué de la prosa? Estamos sumidos en una hojarasca de escritura innecesaria, espe- cialmente en los Estados Unidos: notas periodísticas larguísimas, estiradas hasta el hartazgo, hasta tener que abandonar la lectura del tema más interesante o crucial, «por falta de mérito» o de tiempo, o de ganas de dedicarle el día a un artículo de diario; décadas y décadas de monografías de 8 páginas equivalentes a los 20 minutos que suele concederse a cada participante en los en- cuentros académicos; tareas donde se les pide que expongan sus ideas a estudiantes que lo mejor que podrían hacer sería estudiar y rendir exámenes; tesis y libros de ensayos donde a una idea que se habría podido desarrollar con creces en unas pocas páginas, se le da todas las vueltas posibles e imposibles para llegar a las 200 y pico que se supone que definen un libro.

¿Cuántos de esos estudios que se imponen como bibliografía obligatoria de cursos de doctorado y corren después de boca en boca como figuritas de cambio —¡perdón!, como shibboleths— no soportarían el menor escrutinio de un comité de tesis media- namente veraz?

 

 

  

Polémicas

Cada vez estoy más persuadida de que el/la poeta no elige su poética. Tampoco he de caer en el cliché de decir que «es elegido/a» por ella. El/la poeta no elige su poética; la poética tampoco elige a nadie: más bien se impone. Se les/nos impone. Por lo tanto, ¿a qué criticar por algo sobre lo que, en verdad, creo que nadie tiene mucho poder de decisión?

A lo que sí me parece lícito y natural —natural: humano— contraponerse es a aquellos cultores de ciertas poéticas cuando, desde cierto lugar de poder, o creándose uno, erigen su propia estética ya en la única, ya en la más aceptable, deseable, y ¡correcta!, del enorme espectro de aproximaciones al hecho creativo al que suele dar lugar una lengua, una región, una época.

 

 

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