El producto fue agregado correctamente
Blog > Columnas > El bajo, un estado de animo
Columnas

El bajo, un estado de animo

Había en la noche del bajo a fines de los noventa y principios de dosmil como un intelectualismo reconvertido o actualizado: lo cosmopolita, lo avant garde, lo libertino, la convivencia de lo lumpen y lo sofisticado y la emergencia de seres inadaptados o rarefactos.

Por Luis Diego Fernández.

El bajo

Cuando Ezequiel Martínez Estrada retrata la ciudad de Buenos Aires en Radiografía de la Pampa lo hace con el nombre de Gran Aldea. ¿Alguna vez dejamos de serlo? En el discurrir de sus observaciones todo deja paso al adoquín, el empedrado y su antropología urbana, allí está el centro, y bajando, todavía más, dice:

Florida es un estado de ánimo, como un templo o un lugar histórico. En su interior solo se puede pensar de cierto modo, ver de cierto modo; Florida nos presta su alma mientras estamos dentro. Se penetra a ella en determinada disposición de ánimo, hay días oscuros, evidentes, en que no podríamos transitarla sin cargo de conciencia. Desde hace más de cien años en Florida se ha convenido en ser así. Por esa calle, que detesta la voz sincera, han nacido utopías que han sostenido tantas ilusiones de riqueza, de cultura, de las que algo queda al fin.

 

Pensar la calle Florida como un estado de ánimo a partir de un libro editado en 1933: una suerte de predisposición espiritual que también se puede extrapolar a todo el bajo porteño (de ayer o de hoy), a las calles contiguas y paralelas a la peatonal. Y la calle señera que describe Martínez Estrada en la década del treinta seguro dista de la Florida de 2014 (remozada a la fashion macrista, amarilla y green), pero no tanto en su estado anímico, sino en, como marca el ensayista, su propensión a generar diseños utópicos, intelectuales, placenteros, emancipadores, pero también “estetizantes” donde la voz es poco sincera. Es claro: se ama el artificio sobre el bajo porteño.

Muchos años después Héctor Libertella en La arquitectura del fantasma (2006), su autobiografía, escribe:

Los años ‘60 en Buenos Aires eran el paroxismo. En la manzana loca vivía yo, instalado muy adentro como un gusano. La llamábamos La Gran Manzana, pero en realidad no era tan grande como Nueva York: no iba más allá de Marcelo Té, Leandro Nicéforo Alem, Viamonte y Maipú, en el sentido de las agujas del reloj. Pero chica como era un aleph donde todas las cosas concurrían, ocurrían conjuntas (…) Detrás del Di Tella y sus enormes galpones blancos, sobre Maipú, estaba el Moderno, que después se trasladó a Paraguay entre Maipú y Esmeralda, a metros del “Floridita”. Lugar interdisciplinario, si los hubo: cineastas; incipientes cultores del rock nacional; comunicólogos que, como a don Quijote, se les había secado el cerebro de tanto leer; dibujantes que ya hacían el mapa de esta ciudad de hoy que retroactivamente me llevará por sus calles hasta Florida. Florida era angosta, como siempre, con dos pequeñas veredas, y todavía pasaban autos por allí, ¿cómo hacían?

Dos cruces especulares: Martínez Estrada en el treinta y Libertella en el sesenta. Pero algo común: lo anímico, lo raro, lo cuestionado de esas pocas cuadras del bajo porteño, más allá de Florida y en la propia calle. Eso se siente incluso hoy, los domingos en el bajo abandonado, desértico, en la zona financiera, al ver esos bancos (privados o públicos), cerrados, estrafalarios, imponentes como mausoleos o municipalidades liliputienses; uno de ellos de arquitectura intimidante, recientemente adquirido por capital chino, está situado en el estrambótico número 99 de la citada Florida.

Esa percepción era notoria en la zona del bajo cuando la transité profusamente, desde mediados de la década del noventa hasta 2002-2003, y se dejaba ver con facilidad. Los bares de la calle 25 de mayo (La Cigale, era icónico y producto de su alianza con la revista Inrockuptibles que leíamos para estar en boga), la cortada Tres Sargentos con un puntal de prostitutas recorriendo la zona de los hoteles alojamiento, cierto lumpenaje nocturno en cruza irreverente con turistas adinerados, acólitos de los locales comerciales de alta gama de las Galerías Pacífico. Tabaquerías, el olor a habano era habitual en aquella época, ropa de cuero, zapaterías refinadas femeninas, cierto fetichismo de mujeres (hoy se llamarían MILF, en la categoría pornográfica) de cincuenta años, muy seductoras. Todo ese desfile era notorio. Un cuadro que era emergente de las esquirlas menemoides (los últimos años), el comienzo del apéndice aliancista y luego la debacle.

Pero lo anímico que está en la calle Florida, también se posa en Reconquista, en Viamonte, en San Martín, en Maipú, en Córdoba. Ese territorio porteño mantiene, como señalan ambos escritores, un privilegio para el enclave de seres excéntricos: Federico Peralta Ramos era habitué de cafés cercanos a Florida al mil, el caso de Federico Klemm –en Plaza San Martín se haya su fundación- es otro, o bien más recientes: el actor Fernando Peña alguna vez me contó que disfrutaba almorzar en el restó Filo los sábados al mediodía. Cierto vanguardismo herencia del Di Tella, de la vieja Facultad de Filosofía, aires contraculturales y sensualistas en la noche: los viejos piringundines prostibularios, la cercanía del puerto hacía de ese cruce la preferencia de los marinos mercantes a la busca de chicas y alcohol.

El bajo porteño que recorrí en mis veintitantos tenía ese hálito, procesado de otro modo, con cierta angustia, desconcierto y haciendo del placer una forma de resistencia. Poniendo bombas intracapilares, criptomenemistas, que trataban de sabotear un “relato” de otra forma. Tomando lo que la corrupción desmedida (que nos vendía Página/12, del que éramos acérrimos lectores) y la vulgaridad sin colador, disfrazada de “apertura económica”, nos ofrecía para el goce (vinos, habanos, libros y CDs importados), pero dotándolo de un sentido subversivo. El placer crítico de la productividad elogiada y el desguace era un arma política, ahora se ve más claro. Todo era una forma de resistencia hedonista a la uniformidad (que no llamaría “neoliberal” por ser un cliché), al gestionismo frívolo y el economicismo rampante, a la reducción al número (uno a uno), a la avispa presidencial, al humor barato y pretendidamente “transgresor” del conductor canchero de turno. Nadie creía en ello. No era apoliticismo porque se hablaba de política entre amigos pero con otra retórica y modos, quizá más sofisticados o menos exhibicionistas que los de hoy. Era una política no partidaria ni de trincheras (moneda corriente estos días) que no caía en el cinismo de “dar la vida” por una militancia falaz que termina, a la vista está, en contrato, robo, omisión, caja o beca: un aparato del Estado paquidérmico e hipócrita al cual muchos someten su libido. Hay poca erótica fuera de esa sumisión estos días.

Había en la noche del bajo a fines de los noventa y principios de dosmil ese animismo, como un intelectualismo reconvertido o actualizado, lo que marca Libertella es común: lo cosmopolita, lo avant garde, lo libertino (restaurantes, bares, hoteles alojamiento, prostitutas, discotecas, etc.) la convivencia de lo lumpen y lo sofisticado y la emergencia de seres inadaptados o rarefactos. El bajo porteño siempre fue espacio de anomalías. Un barrio que pintó una canción como La ciudad de la furia de Soda Stereo: “Me verás caer, como un ave de presa”. Todo caían en el bajo, no había modo de zafar. Ese zafarrancho producía un vitalismo que no sé si hoy persiste, no lo visito tanto de día y nada de noche.

En Buenos Aires, ciudad en crisis (2003), J.J. Sebreli señala esa decadencia de la “zona”, como la llama. La bohemia beatnik y existencialista que transitaba las calles del bajo empezó a ser diezmada en los setentas por razzias policiales de las dictaduras de turno. Cuando el mundo en los sesenta y setenta era todo paz y amor, en la Argentina era todo plomo y fuego. No conocemos mucho el discurso contracultural, vitalista, ni amoroso, los escritores que lo ejercieron y habitaron (los citados Martínez Estrada y Libertella, Néstor Perlongher, Hugo Mujica, Rodrigo Tarruella, Christian Ferrer o Miguel Grinberg, por citar casos bien divergentes) siempre estuvieron en la banquina canónica, anarquizante y angélica. Lo mismo pasa con barrios como el bajo, San Telmo y Palermo viejo, de los pocos islotes experimentales, pulmones necesarios en aquella ciudad plomiza, policial, violenta, odiante. Acá gustamos de la victimización como manía y la sospecha como celebración. Todos quieren ser legitimados sin ofrendar nada.

El bajo porteño que transitamos parte de los nacidos en los setenta y con inquietudes intelectuales, permitía un espíritu deseante: se comenzaba a escuchar música electrónica (el sonido de Bristol, el refinado trip hop de Massive Attack), la cocaína dejaba paso al éxtasis, se veían las road movies líricas de Wim Wenders, Tomás Abraham era la voz de la filosofía argentina en la revista La Caja, se leía a Deleuze y Foucault (en cursos privados, revistas, suplementos culturales y en las clases de Adrián Cangi), aparecían las primeras traducciones de los libros hedonistas libertarios de Michel Onfray (en Perfil Libros, 1999), en definitiva, se reivindicaba por conciencia o moda cierto “sesentayochismo”, quizá desde una mirada un poco naive. Éramos cabezas anarcodeseantes, dandis de izquierda enfrentados atómicamente, como podíamos, a la política menemoide: improvisada, neocon, cambalachesca, oportunista, populista de derecha y tóxica en la forma de vida entronizada (lo “rentable”). Fuimos contra el impacto reduccionista del mero acto de compra, del lujo o la ostentación, recuperando el ocio improductivo y cierto esteticismo plebeyo. Estaba inoculado en el aire del bajo que tenía fecha de vencimiento. Y lo fue, pero lo que vino después también decayó, como todo, y tal vez fue peor, porque algunos (yo nunca) creyeron con buena voluntad. Esos linajes (literarios, filosóficos, eróticos, urbanos) todavía están en mí. Solo ese deseo permanece, quizá por eso recuerdo al bajo con ternura.

Artículos relacionados

Martes 22 de marzo de 2016
Beatriz Viterbo, Buenos Aires, circa 1925
Así como Carlos Argentino Daneri lo llevó a Borges a ver el aleph, no hay motivos para no creer que haya hecho lo mismo con Beatriz Viterbo.
De la serie "Epifanías"
Lunes 28 de marzo de 2016
Chinchorreo
¿Cuál es la importancia de un Congreso Internacional de la Lengua Española? Mónica Yemayel estuvo en San Juan de Puerto Rico y lo cuenta en esta crónica.
CILE 2016
Martes 29 de marzo de 2016
¿Quién matará a las vacas sagradas?
Faulkner y Hemingway mantuvieron una controversia sólo comparable con la pelea entre Mohamed Ali y Joe Frasier. Lo mismo que Norman Mailer y Gore Vidal o Salman Rushdie y John Updike. Pero: ¿por qué no hay disputas así entre escritores argentinos contemporáneos? ¿Cuál sería el efecto de que las hubiera?
Disputas entre escritores
Viernes 18 de marzo de 2016
Flor de lección
Qué hacer cuando se roba en una librería ¿sorprenderse, escandalizarse, aprender? "La literatura está llena de cosas dañinas", dice Martín Kohan.
Robos
Miércoles 30 de marzo de 2016
Piedra libre
La digresión como el arte de producir efecto sin causa. En este artículo la autora se mira en el espejo de la literatura y se piensa como farsante. "Vivo con miedo de que me descubran. Y a la vez me dan odio los que se dejan engañar."
Quién quiere ser profundo
Miércoles 30 de marzo de 2016
La vida privada de los escritores
Qué tienen de atrapante los libros sobre escritores: probablemente que revelan la distancia entre la imagen pública y la privada, probablemente que revelan el verdadero origen traumático y fangoso de toda obra literaria.
Consideraciones a partir de un nuevo libro de Joyce Carol Oates
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar