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Ficcion

Anónima: un cuento de Chika Unigwe

Literatura nigeriana

Le damos la bienvenida a la Editorial Empatía que acaba de publicar su segundo título: Antología, escritores africanos contemporáneos. Aquí uno de los cuentos que forma parte del volumen y que fue escrito por Chika Unigwe, autora nigeriana que vive en los Estados Unidos y que en abril de 2014 fue seleccionada para la lista Africa39 del Hay Festival.

Por Chika Unigwe. Foto Victor Ehikamenor.

 

Caminar me anestesia. Camino. Camino hasta que la cabeza deja de sentirse como rellena con un globo a punto de explotar. De los restaurantes que rodean la plaza central llega el olor a especias, vegetales y mejillones. Huelo chocolates belgas y waffles; reemplazan el olor a sexo en mi nariz. Mis pensamientos todavía no se aclaran. Las imágenes saltan en mi mente, frenéticas, una encima de la otra. El suelo bajo mis pies se arremolina y gira para succionarme. El reflujo de la medialuna y el café de esta mañana llega a la garganta, casi derramándose. La cabeza me da vueltas. Me recuesto contra un poste de luz y cierro los ojos. El frío del poste en la frente me calma. Respiro profundo. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco.

La locura se despeja y un recuerdo recurrente sale a la superficie.

Es una mañana de sábado en el Aeropuerto Internacional de Bruselas. Acabo de descender del avión desde Nigeria. Ondulando como una modelo, mis sueños en el bolso de cuero negro colgando del hombro izquierdo, camino hacia el mostrador de migraciones a mi izquierda: el de la fila más lenta, con gente en su mayoría negra apretando sus pasaportes con una mano y arrastrando pesados bolsos con la otra.

“¿Nombre?” El oficial de migraciones suena aburrido. Es el poema de rutina que recita para ganarse la vida.

“Mary Eze”.

“¿Domicilio?” Me mira mientras hojea la página con la visa.

"Baarlestraat 101, Beerse”. La dirección es fácil de recordar.

Dice algo en holandés.

“No hablo flamenco. Lo siento”. Sonrío y me acomodo una trenza suelta detrás de la oreja.

Odio a Mary Eze por usar trenzas en la foto del pasaporte. Detesto las trenzas. Prefiero mucho más llevar el cabello con permanente.

“¿Francés? Parlez-vous français? ¿Habla francés?” La voz es ahora autoritaria.

“No”.

“¿Cuánto. Tiempo. Usted. Vive. Aquí?” Sus palabras salen ahora lentas e intencionadas.

“Seis años”, murmuro, y noto las palmas frías y húmedas.

“Por favor. Párese. Aquí. Al costado”. Me hace gestos para que me aleje de la fila, así puede atender al siguiente. Mi pasaporte queda abierto sobre su escritorio. Pienso en la chica nigeriana, Amina, asfixiada en el avión por los gendarmes, la policía belga acompañándola de regreso a Nigeria después de que su solicitud de asilo fuera denegada. Un collar de sudor se forma alrededor de mi cuello; lo seco.

Mientras espero, recuerdo a Kunle asegurándome que los hombres blancos no pueden diferenciar a una mujer negra de otra, que estoy a salvo con el pasaporte que me consiguió. “Hermana, nadie le preguntará naa. Oyibo solo mira la cara, mira a usté, usté pasa. ¡Bienvenida a Bélgica!” Se rio cuando le pregunté cómo iba a convencer a las autoridades de que yo era Mary Eze. Casada con un belga. Habiendo vivido en Bélgica tanto tiempo sin hablar el idioma.

Paso el bolso al hombro derecho y me desabrocho la campera de jean. Siento la necesidad imperiosa de desatar los cordones de mis zapatos de lona.

No quería venir. América era mi primera opción. “La tierra de la Buhraaave y el Fuhree”. Así la llamaba Ikem. Él decía que en América uno se volvía rico con solo limpiarle el trasero a los viejos. Y se podía insultar al presidente en la cara y salir libre. “No como aquí, hombre”, decía. “Lo llamas a Obasanjo ‘cabeza de coco’, y pasas el resto de tus días en la prisión de máxima seguridad de Kirikiri, alimentado a pan y agua. Este país es una mierda, hombre. ¡Basura!”

Ikem y yo nos conocimos un viernes por la noche en el Tastee’s, en Opebi. Estaba concentrada en el pastel de pollo que había ordenado cuando un hombre me preguntó si podía compartir mi mesa. Casi me río; los hombres de Lagos no necesitan el permiso de nadie para sentarse donde quieran. Lo observé disimuladamente mientras se sentaba. A excepción de una cintura alargada que le daba el aspecto de la sombra decolorada de un hombre mucho más alto, no era mal parecido. Había ordenado arroz jollof.

“Buena elección”, dije.

“¿Sí?”, sonrió, y fue ahí cuando noté sus hoyuelos, mi talón de Aquiles. Me dijo que vivía en los Estados Unidos y que acababa de llegar de vacaciones.

Hablamos de Lagos: sus frecuentes cortes de energía y su calor insoportable. Nos quedamos en la mesa mucho después de que ambos termináramos de comer. Al día siguiente, fuimos al nuevo club nocturno de Ikoyi, Cozmic.

Empezamos a vernos todos los días, hurgando cada uno en la vida del otro. Me contó de su casa en Atlanta, con cuatro dormitorios y un jardín. Me contó de su TV de pantalla plana, más grande que cualquiera que hubiese visto en el Mega Plaza. “¡Cubre la pared de mi sala de TV, hombre!” Sus historias alimentaron mi hambre por una vida mejor, lejos del polvo de Lagos. De los mosquitos viciosos, del olor a muerte y decadencia que impregnaba la única habitación de mi padre en el complejo precario donde yo todavía vivía, codo a codo con las ratas y las cucarachas. Tres años después de haberme gradua-do aún no tenía trabajo, ya que mi padre no conocía a nadie que conociera a alguien que conociera a alguien lo suficientemente influyente como para conseguirme uno.

Ikem era la respuesta a mis plegarias. Un hombre al que amaba, que podía sacarme del bache en el que se estaba hundiendo mi vida. Íbamos a tener tres hijos: dos chicos con los hoyuelos de su padre, lo bastante profundos como para juntar agua, y una chica que sería una mini yo. Habíamos planeado sus nombres. Hasta elegimos los colegios a los que irían. Pero entonces apareció Chinyere. Chinyere, con sus tobillos muy gruesos y los dedos de los pies separados que la hacían parecer un elefante con patas de pato.

Un amigo en común me contó que Ikem le había pedido casamiento. Cuando lo enfrenté en su casa, dijo que no era nada personal, pero que “uno tiene que ser práctico, hombre. No disfruto acostándome con Chinyere, pero es enfermera. Y las enfermeras son muy requeridas en América, hombre”.

Miré la habitación y entonces vi la foto enmarcada. La tomé y se la arrojé en la cara; le erré, y el marco pegó contra la pared azul detrás de él, rompiéndose y cayendo al suelo.

“Tendré tres trabajos. Limpiaré. Restregaré. Secaré el trasero de los octogenarios. Encontraré algo. ¡Tengo un título, por el amor de Dios!”, gemí.

Baby”, dijo con tono divertido, “un título en Lingüística no te garantiza un trabajo bien pago en Estados Unidos, hombre. Baby, entiende. La vida en ‘Yanquilandia’ es dura, hombre, y con una enfermera trabajando a tu lado, tu vida es mucho más fácil. Siempre tendrás un lugar en mi corazón. Siempre te voy a amar”. Puso su palma abierta sobre mi hombro. Me la saqué de encima.

“¡Hijo de puta codicioso!”, le lancé. Lo maldije a él y a sus futuros hijos. Tendrían los tobillos gruesos de su madre y se tambalearían sobre tres pies. Lloré hasta que el moco me tapó la nariz. “Voy a llegar a América”, le prometí, limpiándome los mocos con el dorso de la mano. Tenía la sincera intención de conseguirlo.

Tres semanas más tarde, estaba en la Avenida Randle encontrándome con Kunle, un hombre cuyo contacto me había dado una antigua compañera de clase, Ngozi. Me dijo que era una de las pocas personas en Lagos que podía conseguirme una visa americana en los callejones de Surulere.

Ngozi, con un título en Microbiología, trabajaba para Kunle a comisión. Por cada cliente que ella le conseguía, le daba un diez por ciento. “Me pagan bien, no me puedo quejar”, suspiró cuando le pregunté si ella no quería salir del país. “Busqué trabajo durante todo un año. Gracias a Dios, al final conseguí este. Paga la cuota del colegio de mis hermanos y me permite vestirme. Aquellos que se quieran ir, que se vayan. Yo me quedo”, concluyó.

No había manera de que yo pudiera quedarme en Nigeria. Debía irme a América, hacer un montón de dinero y construir una casa como la gente para mis padres. Una casa donde no debieran compartir el baño con otras cinco familias. Y mi madre tuviera su propia cocina en lugar de preocuparse todos los días porque alguna de las otras mujeres que usaban la cocina comunitaria le robase el aceite de palma o le sacara sal. No me importaba cuánto tuviera que trabajar para lograrlo. “Yo, yo quiero irme. Estoy cansada de este lugar”, le dije. “Ike aguwugo m”.

“Una visa americana cuesta quinientas mil nairas”, dijo Kunle, hurgándose un diente con un fragmento de palo de mascar.

“No tengo medio millón de nairas, señor”, dije. Mi voz surgió chillona. Como un juguete de plástico. Era consciente del silencio en la habitación cerrada, un silencio quebrado solamente por el rumor del aire acondicionado detrás del hombre espigado que giraba en su silla.

Quinientas mil nairas estaban fuera de mi alcance. No podría conseguir esa cantidad ni siquiera en sueños.

Dio una vuelta de trescientos sesenta grados en su silla y se sacó el palito de la boca. Lo puso sobre la mesa y unió sus palmas, como si estuviera rezando. Apoyando el mentón en la punta de los dedos, ladró, “América no es el único extranjero, sabes”. Sonriendo y mostrando un diente de oro que brillaba como una promesa, continuó. “Hay otros lugares, sabes”.

“¿Cómo cuáles? ¿Londres?”, pregunté.

“No. No. No Londres. Ese camino cerrado. La gente de inmigraciones sabe. España. Bélgica. Italia. Esos puedo conseguirte por doscientos mil. Todos quieren América. Pero puedes hacer dinero en cualquier lugar afuera. Cualquier lugar es mejor que este país olvidado de Dios”. Tomó de nuevo la astilla y empezó a hurgar algo de un diente inferior. Yo no sabía nada de España. Italia tenía la mafia. Y todos los autos de segunda mano que congestionaban los caminos de Lagos venían de Bélgica. Eso le daba una ventaja sobre el resto. Lo hacía sonar familiar y me confirmaba que debía ser un país rico.

Vuelvo en mí cuando un oficial me da un golpecito en el hombro. “Sígame, señora”.

Tiene la contextura del hombre Michelin en el anuncio de televisión: cabeza pequeña, un torso enorme y piernas muy delgadas. Los anillos alrededor de su estómago no tiemblan cuando camina; tiene un estómago de hierro.

Entra en una habitación pequeña con tres mesas, una computadora en cada una y una máquina de fax. Allí, dos hombres con uniformes de policía están sentados ante los escritorios. Me lleva hacia el escritorio junto a la otra puerta y me sienta enfrente de él.

“Bueno, ¿cuál es su nombre?”, pregunta, su cara plana como un cartón.

“Mary Eze”.

Abre un cajón y saca una lupa.

“¿Su nombre verdadero?”, pregunta nuevamente, sosteniendo mi pasaporte abierto; lo acerca a su cara, el ojo izquierdo cerrado, observando a través de la lupa con su otro ojo, todo el tiempo murmurando bajo su respiración, “¿Nombre verdadero?”.

“Ese es mi nombre verdadero”, contesto, retorciendo los brazaletes de cobre de mi muñeca.

Suspira y deja caer el pasaporte y la lupa sobre el escritorio. Estira un brazo regordete por sobre la mesa para alcanzar un termo y un jarro. Lo miro llenar el jarro con café y envolverlo con su mano derecha. Sus manos son como las de un bebé bien alimentado, con hoyuelos en la base. Toma un sorbo.

“Le pregunto de nuevo. ¿Cuál es su nombre?”

“Mary Eze”, repito, abriendo apenas la boca por temor a largarme a llorar.

“Voy a tener que revisar su equipaje, señora”, dice levantándose de la silla. Mi maleta está detrás de mí. Los otros dos policías, uno con el cabello del color del sol naciente y el otro con cabello marrón en forma de hongo, ya tienen los ojos en la maleta.

El hombre Michelin se pone un guante, abre la maleta y hurga en ella con su mano enguantada. Yo sé que no va a encontrar nada que me incrimine; Kunle me advirtió de que no llevara ningún documento que pudiera revelar mi identidad. Sin embargo, la tensión alrededor de mis tobillos empeora. Cuando levanta un par de zapatillas rojas y las balancea por sobre su cabeza, los tres ríen.

Quince minutos después, el hombre Michelin ya revisó mi cartera y mi maleta. Vació el pote de polvo compacto; mi delineador de ojos, su punta rota, y el lápiz de labios Revlon están desparramados por el suelo. Estira los papeles arrugados. Revisa cada hoja como un doctor llevando a cabo una cirugía, pero no le revelan nada.

“¿Cuál es su número de teléfono?” Su inglés es mejor que el del oficial de inmigraciones.

Trago. No lo sé. Kunle no me ha preparado para eso.

“Señora, este pasaporte es robado y vamos a presentar cargos”. Su voz es acero frío. “Vamos a tomarle las huellas dactilares y después le aconsejo que me diga su nombre y de dónde sacó este pasaporte”.

Alguien viene hacia la puerta, dice algo en un holandés rápido y Cabello de Hongo sale. El hombre Michelin tipea un documento y me toma las huellas. “La retendremos aquí y esperaremos hasta que sepa algo del Ministro de Asuntos Exteriores. Ahora, me tomo un descanso”. Cuando llega a la puerta se detiene y dice, “Lo que ha hecho, señora, es muy serio. Muy serio”. La puerta se cierra con un clic cuando sale.

El oficial del pelo color sol naciente se levanta de la silla y viene a pararse a mi lado. De pronto me doy cuenta de que debe ser el más alto de los tres. También tiene los ojos de plástico azul de una muñeca.

“Soy Carl”, dice.

No respondo.

“Eres muy hermosa. Hermosa. ¿Eres reina de belleza en tu país?” Arrastra las erres cuando habla.

Silencio. La habitación parece estar cerrándose sobre mí, sus paredes acercándose para hacer conmigo un sándwich.

El oficial se inclina sobre mí, pegando sus labios a mi oreja. De su boca sale un tufo a ajo.

“Verás, Gunter, mi colega, ¿sí?” Hace que cada oración se oiga como una pregunta. “Gunter es un raacista. No le gustan las mujeres negras, ¿no? Pero a mí no me molestan. Yo no soy raacista, ¿sí?” Me muerdo el interior de la mejilla. Duele. Él gruñe, su aliento caliente contra mi oreja. “Veinte minutos es todo lo que necesito. Veinte minutos y puedes irte caminando de aquí”, dice atrayéndome hacia él con un movimiento fluido y empujándome contra la mesa. “Si Gunter vuelve, estás en problemas, ¿no? Grandes problemas”. Abre las manos para mostrarme la dimensión del problema en el que cree que estaría.

“Veinte minutos y podrás irte caminando, ¿no?”, jadea. Se para detrás de mí, los pantalones a la altura de los tobillos. Imagino que he levantado vuelo y me he posado en el cielorraso, mirando a ese hombre de ojos azules con la mujer africana. Puedo sentir su dureza contra mis nalgas. Encierra mis pechos con sus manos y gruñe cuando acaba.

“Aah, ooh, mijn negertje. Hermosa. Hermosa”.

Satisfecho, se abrocha el cinturón y rompe en pedazos el papel con mis huellas dactilares.

“Vete. Vete antes de que vuelvan. Yo, yo no soy raacista. Negro y blanco, somos lo mismo, ¿ves? Como mousse de chocolate y mousse de vainilla. Di-fe-ren-tes, pero lo mismo, ¿no?”, me empuja suavemente hacia afuera, sus ojos azules brillando.

A pesar del dolor entre las piernas y los lagrimales hinchados, le doy las gracias.

El poste contra mi frente ya no está frío y empezó a caer una nieve ligera. Es como si alguien estuviera rociando sal desde un salero enorme. Amberes es más linda que nunca cuando está cubierta de nieve. Una blancura prístina que esconde la caca de los perros y las colillas de cigarrillo que ensucian en particular el Schippers quartier donde vivo. Mi casa no está muy lejos de la plaza Grote Markt y la catedral y los negocios de suvenires y su horda de turistas.

Camino detrás de una pareja de japoneses tomados de la mano que ríen tontamente. Son jóvenes, probablemente adolescentes. Tienen el andar confiado de los enamorados. Me están empezando a doler los tobillos en las botas de taco alto. Siento como si estuvieran apretados por tobilleras de marfil, odu, esas que usan las mujeres de Onitsha cuando sus maridos adquieren nuevos títulos. Tobillos pesados como culpa. Mi estómago resuena como los trenes de carga que transportan carbón de Enugu a Kafanchan. Los sigo hasta un restaurante y me siento en una mesa con mantel blanco, justo a su lado. Si me esfuerzo lo suficiente, puedo escuchar su conversación. Pero en general hablan en su idioma. Más tarde escucho sus ooohhhs y aaahhhs sobre la comida como si estuvieran en el pico de su orgasmo culinario. Se ven satisfechos. Con vida. Con amor. Vendo ropa interior durante el día. Vendo mi cuerpo durante la noche. Aun así, no puedo comprar esa clase de amor. El pensamiento me deprime. Salgo y me traga el anonimato de la ciudad.

 

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