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Atadura mortal

Un cuento de Julian Maclaren-Ross

Tomado del libro Tostadas de jabón, publicado por La bestia equilátera, uno de los relatos del narrador británico nacido en 1912, escritor admirado por maestros de la talla de Garaham Greene. 

Por Julian Maclaren-Ross. Traducción de María Martoccia.

 

Esa noche yo estaba de guardia; recién había dejado el puesto. Eran cerca de las diez y, cuando entré en el cuarto de guardia, esperaba encontrarlos a todos dormidos como troncos. Pero estaban levantados, los bomberos y todo, algunos de pie por ahí, algunos sentados en los bancos junto a la mesa y el cabo Weemes, el jefe de guardia, sentado arriba de la misma mesa. Todos tenían un aspecto de tanta expectativa que dije:

—¿Qué pasa? Algún plan...

—No, no —dijeron—. Es Kelly.

—¿Kelly?

Señalaron un rincón del cuarto, junto a la mesa con el teléfono, hacia aquello que yo había interpretado como una pila de mantas tiradas. Pero era evidente que estas ocultaban algún tipo de hombre, porque mientras las miraba comenzaron a moverse y retorcerse: al mismo tiempo salieron una serie de gruñidos por debajo de ellas. Los compañeros saltaron en el banco, algunos aplaudieron con alegría.

—Empieza —dijeron—. Está por empezar.

El cabo Weemes miró su reloj. —Las diez —dijo—. En punto. Siempre comienza a las diez.

A los gruñidos les sucedió un sonido espantoso, aterrador, como el aullido de un lobo. Al principio estaba amortiguado por las mantas pero, a medida que estas se caían y surgía una cabeza, llenó el cuarto por entero con su volumen.

—¿Qué le pasa? —dije—. ¿Está enfermo?

—¡Shh! —dijeron—. Espera que entre en acción.

—Todo un circo —dijo el cabo Weemes.

El aullido se apagó y se transformó en palabras. Ininteligibles al principio, se convirtieron en un claro grito: “¡Malditos hijos de puta!”.

—Empezó —dijeron, retorciéndose de risa.

—¡Malditos hijos de puta! —llegó el grito—. ¡Les enseñaré, malditos! ¡Maricones de mierda!

—Está bien, Kelly —gritó alguien desde el banco—. Caga a gritos a esos maricones.

—¡Compañía, atención! —surgió de debajo de las mantas—. ¡Presenten armas! ¡Descansen! —De algún modo, tenía buena voz para el mando—. Compañía, avance. ¡A la derecha!

—Pero ¿está dormido? —dije.

—Seguro —dijo el cabo Weemes—. Está soñando, ¿ves?

—¡Peguen la vuelta! —gritó Kelly en sueños—. ¡Levanten los pies, desgraciados!

—Un sargento mayor con todas las letras, ¿no? —dijeron con admiración.

—¡Cuidado, Kelly! —gritó alguien—. Aquí viene el sargento mayor del Regimiento.

—Al carajo el sargento mayor del Regimiento —respondió Kelly. Los compañeros se desternillaron de risa, uno casi se cae del banco—. Así es, muchacho Kelly —gritaron—. ¡Lo calaste bien!

—¿Dónde está Joan? —le preguntaron luego—. Te está buscando, Kelly. ¡Joan! ¡Despierta! Joan es su chica —me explicaron.

—¿Joan? —masculló Kelly. Estaba confundido. La transición de la revista de tropas a una chica era demasiado para que contestara de inmediato.

—¡Sí, Joan! —gritaron, dando saltos con un pie y con el otro—. ¡Te busca, Kelly, amigo!

Kelly tiró de una patada todas las mantas. Una se quedó enganchada con sus botas, pero por fin logró sacársela de encima, musitando “¡Desgraciado hijo de puta!”. Pero la idea de Joan evidentemente predominaba en su cabeza, y al mismo tiempo susurró “Querida”. Se incorporó, todavía dormido, con todo el equipo puesto, y quedó al descubierto que era un joven pequeño, moreno, de alrededor de veinte años. —Joan —susurró—, mi corazón. —Y besó la mochila. Los compañeros estaban encantados—. ¡Vamos, Kelly! —gritaron—. ¡Dile todo!

Esto alentó a Kelly a volverse apasionado. Abrazó la mochila y, apretándola fuerte, se subió a ella. Se cayó y rodó, golpeándose ruidosamente la cabeza contra la puerta. Pero el golpe no lo hizo volver en sí; se quedó boca arriba murmurando “Querido corazón” y buscando la mochila a ciegas.

El cabo interino Staines, el suboficial a cargo de los bomberos, entró apurado. —¿Me he perdido algo? —preguntó—. ¿Hace cuánto que empezó?

—Está a tiempo, cabo. Hasta ahora sólo llegó a Joan.

—Está bien entonces. —El cabo interino Staines se sentó junto a la mesa con el teléfono, bien cerca de Kelly. Junto al cuadrilátero. La metáfora del boxeo está justificada porque la mochila, que antes había representado a su chica, ahora, en el sueño de Kelly, se había transformado aparentemente en un enemigo mortal. Luchó cuerpo a cuerpo con ella y lanzó un puñetazo corto a las correas. —¡Vamos, Kelly! —gritaron los jóvenes—. Lo dejaste “grogui”. Lo tienes entre las cuerdas. ¡Dale y noquéalo, Kelly, amigo!

Kelly hizo todo lo que pudo. Abandonó el boxeo por la lucha libre y le dio un mordisco a la pomada para los zapatos que estaba en el bolsillo de la mochila. La mochila —en su cabeza— evidentemente le devolvió el golpe: se balanceó a un lado y a otro y se cayó; deslizándose junto a la pared, sacudía la cabeza. Uno de los tipos comenzó a contar en voz alta: —Uno, dos, tres, cuatro...

—No puedo levantarme —susurró Kelly con voz perpleja, aturdido por los golpes. Lanzó un golpe al aire y no dio en el blanco. En su lugar le dio a la puerta y se lastimó la mano.

—Seguro que se despertará —dije.

—No lo creas —dijo uno de los tipos—. Una vez, Hammond le pegó con una pala en el coco y no lo despertó. Nada lo despierta cuando empieza con el show. No siente nada, sabes.

—¿Qué hace cuando no duerme? ¿Es boxeador?

—Al contrario. Si lo miras durante el día pensarías que es incapaz de matar una mosca. Tampoco putea a menos que esté soñando.

Como liberado por estas palabras, un chorro de obscenidades salió de la boca de Kelly. Lo habían declarado vencido, y estaba parado sobre la cabeza con las rodillas dobladas, como si estuviera a punto de hacer una vuelta carnero. En esta postura tenía un aspecto tan raro que todo el mundo explotó de nuevo en una carcajada. Pero Kelly continuó lanzando palabrotas, con la cara pegada a los tablones del piso. Pronto quedó claro que sus insultos no estaban dirigidos a nadie en particular sino al ejército en general.

—¿No le gusta el ejército? —pregunté.

—No sé —dijo el cabo Weemes—. A veces tenemos que apurarlo un poco. Algo escurridizo a su manera. Vago. Sin embargo, no es un mal tipo, no de verdad.

—¿Alguna vez lo metieron tras las rejas?

—Muchas. De hecho, recién salió del calabozo. Anoche.

—¡Al carajo con el ejército! —gritaba Kelly en sueños—. ¡Al carajo la policía militar! ¡Al carajo con todos ellos! Denme mi ropa de ciudadano. —Comenzó a cantar con una voz espantosamente desentonada—. Denme mi ropa... —Y los compañeros se palmearon las rodillas y comenzaron a bailar encantados a su alrededor. Luego volvió a decir—: ¡A la mierda con el ejército! —En un tono tan estridente que el cabo interino Staines se levantó de un salto de la silla. O sentía que su apreciación de la disciplina se veía ultrajada o bien temía que el oficial de turno escuchara.

—¡Vamos, Kelly! —dijo con voz de mando—. Ya es suficiente, muchacho. ¡Vamos, despierta!

Tomó a Kelly, que se balanceó con suavidad, de los tiradores del pantalón y lo colocó vertical. Con la otra mano le propinó una linda bofetada en la oreja. Aunque no fue violenta, fue bastante fuerte como para que la cabeza de Kelly se estremeciera sobre sus hombros. Pero los ojos de Kelly permanecían obstinadamente cerrados y, como si fuera un acto reflejo, una de sus botas pateó a Staines en la rótula. Staines, experto en lucha libre, retrocedió, esquivándolo ágilmente, y lo soltó, pero al mismo tiempo desenvainó la bayoneta de la funda y la arrojó sobre la mesa del teléfono. Kelly se cayó de cara al piso y quedó tendido; la sangre que le salía de la mano herida chorreaba sobre las mantas.

—Ya está —dijo Staines.

—¿La bayoneta?

—Sí. A veces, se pone complicado. ¿Recuerdas, Williams, esa vez que caminó dormido? En la Compañía DON.

—¡Qué te parece! —dijo Williams—. No me olvidaré mientras viva. Armó el fusil con la bayoneta, todo mientras dormía, y empezó a correr por la barraca. Todos estábamos muertos de miedo. Luego volvió a la carga.

—¿Qué hicieron? —pregunté. —Salimos corriendo y cerramos la puerta. Después de cerca de un cuarto de hora, miramos y allí estaba, dormido como una piedra, la bayoneta de vuelta en la funda. Un tipo singular este condenado Kelly, no hay duda.

—Se casa la semana que viene —dijo otro hombre—. Joan. Su noviecita. Caramba. —Lanzó una risita ahogada—. La sorpresa que le espera la primera noche, ¿no te parece?

—¿Se casa? —dije.

—Ajá. Hoy pidió licencia. El pase firmado y todo. Ha visto al cura.

—Pero no debería casarse si sufre estos ataques. Debería ver al doctor o al psiquiatra.

—¿Psiquiatra? ¿No es ese el tipo que cuando llevaron a Wiggs dijo que estaba loco?

—Ajá. Le dieron de baja y todo a Wiggs.

—¿Crees que al viejo Kelly también le darán la baja?

—No, no está loco. Está bien. No recordará nada cuando se despierte.

—¿Por qué no lo licencian por enfermedad...? —le pregunté al cabo Weemes.

—No serviría de nada —dijo Weemes—. No cree que lo hace, ¿sabes? Cuando le contamos, piensa que estamos bromeando. Mientras tanto uno de los compañeros había tomado una escoba y bailaba alrededor de Kelly y lo golpeaba en las costillas con la punta. Kelly, tendido en el piso, realizaba débiles esfuerzos para quitarle la escoba. Esta cómica escena originó un mar de protestas por parte de los demás.

—¡Nah, déjalo tranquilo! ¡Baja esa escoba!

—No es justo fastidiarlo así. No con la escoba.

Así que la escoba quedó abandonada. Pero ahora Kelly comenzó a llorar. —Me agarraron de nuevo —sollozaba—. ¡Me acusan y no he hecho nada! ¡No le he hecho nada a nadie! —Su cuerpo se estremecía por los sollozos.

De inmediato los compañeros se reunieron a su alrededor. —Está bien, amigo Kelly. No te acusan de nada, amigo. No te hagas problema. —Y poco a poco, Kelly se convenció. Los sollozos se acallaron y fugazmente recorrió su entero repertorio: “Querido corazón”, “¡Malditos hijos de puta!”, “Atención Compañía”, finalizando con el decisivo “¡A la mierda con el ejército!”.

Luego dejó caer la cabeza pacíficamente hacia atrás y de inmediato comenzó a roncar. Dos compañeros se adelantaron y lo cubrieron con las mantas. El espectáculo, era evidente, había concluido.

—¿Estará bien ahora? —pregunté. —Bien. Tranquilo como una seda. No se despertará hasta la diana. A menos que suene la alarma. El cabo Weemes miró su reloj.

—Bien, muchachos. Diez y cuarenta y cinco. Ya basta. Al catre.

El cabo interino Staines se puso de pie y dijo con su voz de revista de tropas:

—Vamos. El bombero de guardia de turno, ¡marche rápido!

Sonó, vigoroso, un casco de acero, un rifle al hombro, la puerta se cerró detrás de ellos. Todos nos dirigimos a la cama y bien pronto estábamos dormidos por completo: incluso Kelly, sin sueños ahora, acurrucado entre las mantas con la sangre que se secaba en la mano herida, roncaba feliz para sus adentros.

Sólo el cabo Weemes se quedó despierto, sentado en el banco con una novelucha de suspenso, porque un jefe de guardia no debe dormir cuando está de servicio.

 

 

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