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Prólogos

César Aira presenta su libro número 100

El gran misterio

La editorial Blatt & Ríos acaba de distribuir El gran misterio, la última novela breve del escritor nacido en Coronel Pringles: con este, son 100 sus libros publicados, y lo celebramos compartiendo con ustedes el prólogo en el que presenta esa historia increíble.

Por César Aira.

 

Amaneceres, cajas, sillones, terrenos, torres. Obstáculos, taxis, redes. La enumeración de las cosas. La enumeración es una cosa más. Oro, cubo, terremoto, perspicacia. Podría seguir indefinidamente. Vaso, agua, pez, rana, camisa, yo. Ni siquiera los diccionarios más completos contienen los nombres de todas las cosas, de algunas porque se inventaron después de que se escribiera el diccionario, de otras porque son nombres en otros idiomas. Y los nombres son apenas una parte, un aspecto de lo que nombran, el lado al que da la luz. Frascos llenos, frascos vacíos, la belleza de los santos, el extremo. Si hasta para describir esa proliferación hay que usar las palabras que la nombran o describen, por ejemplo la palabra “proliferación”. La palabra obvia. Los sentimientos (la euforia al creer que se ha completado la lista, después el desaliento ante el manar incesante de las cosas), los innumerables sentimientos que también tienen nombres y se enlazan entre las cosas como las cobras de la selva. Selva, cobra, cabra, cebra. Y no olvidemos que todo este bazar millonario no tendría vida sin los verbos. Vivir y aprender. Cruzar la calle. Beber del vaso. La calle y el vaso se animan con impulsos eléctricos provenientes de lo más hondo de su estructura significativa. Ahí deja de ser un juego mental gratuito. De pronto nos concierne. No sólo los hemos puesto en práctica sino que son la materia misma del tiempo que hemos vivido. Si un hombre tuviera frente a él la lista de todos los verbos, creo que podría recorrerla del principio al fin sin encontrar uno solo que él no hubiera ejecutado. ¿Qué no hizo, en algún momento de su vida? Hasta los verbos que a simple vista pudieran parecerle más ajenos, los habrá actuado alguna vez. ¿Matar? No habrá matado a un prójimo, pero sí una mosca, o una hormiga. ¿Condescender? Lo mismo. ¿Volar? Puede no haber remontado nunca el aire en un globo, pero quién no ha dejado volar la imaginación. Si no es literal, es en metáfora. Las metáforas son como las máquinas primitivas, ruidosas, escondidas bajo tierra. Nunca las alumbran las albas como a nosotros.

Para hacer todo lo que hacemos, debe estar preparado el escenario de la acción, con toda la utilería necesaria. El mundo material debe estar en su lugar, perfectamente ordenado, y completo. No puede faltar nada. Un destornillador o un diamante pueden parecernos superfluos, si nos hemos mantenido ajenos al trabajo de reparar aparatos o engarzar gemas en una corona real; pero otros lo hacen. Y hay trabajos que hacemos todos. Vivir. Se hace indispensable el plato de comida, y el tenedor, y la casa, el techo, la cama. Para escribir: el papel, la lapicera, la tinta. ¿De dónde salieron las cosas? ¿Quién las hizo? Considerando su cantidad, su variedad, la especialización tan precisa con que se ajustan las cosas a las innumerables acciones que sufren o propician, quedo perplejo, aturdido. ¿Responden a un plan, o las distribuyó el azar y la ocasión? No puedo aceptar la idea de una divinidad creadora: soy un científico. Aunque le dije adiós a la ciencia, mi andamiaje mental sigue respondiendo a su rigor.

Tampoco puedo aceptar que hayamos sido nosotros, los hombres, los que las hicimos. La historia de la humanidad es demasiado breve para tanta invención, tanta fabricación y adaptación a los usos y abusos. Sobre todo porque éstos han estado cambiando siempre y el plasma humano, moviéndose con la lentitud y la pesadez de un hipopótamo, jamás habría podido seguirle el ritmo. Pero la falta de tiempo es lo de menos. Más decisiva es nuestra capacidad, que haría directamente imposible una tarea tan compleja como la invención, producción y colocación en el tiempo y el espacio de las cosas y sus nombres. Si bien no soy de naturaleza sociable, y mis estudios y trabajos me han mantenido relativamente aislado del común de la gente, he tenido el trato suficiente con los seres de mi especie para apreciar sus abismales limitaciones mentales. De mil hombres, uno solo puede articular algo inteligente una vez al año. No es que yo sea un misántropo: soy realista. Además, no tengo que salir a la calle para sacar conclusiones, las tengo al alcance de la mano, en mí mismo. ¿Qué podría haber hecho yo? Soy un genio, y no podría hacer una silla ni en mil años. Y aunque pudiera fabricar algo parecido a una silla, ayudado por la suerte, ¿cómo le encontraría un nombre, y cómo saber para qué podría servir, si no me lo dicen? Y un mueble, dentro de todo, es algo simple, su nombre y función vienen más o menos implícitos en su forma. Hay objetos mil veces más difíciles de hacer. No es necesario ir a buscarlos muy lejos, pueden estar aquí mismo en la mesa de café donde escribo esto. Delante de un terrón de azúcar me quedo con la boca abierta, paralizado como ante el enigma de la Santísima Trinidad. ¿De dónde salieron esos granitos blancos? ¿Cómo hicieron para pegarlos unos contra otros? ¿Cómo les dieron esa forma elegante de cubo ligeramente achatado? El cerebro se traba ante esas preguntas, aun un cerebro privilegiado como el mío.

La única explicación que se me ocurre es que las cosas ya estaban hechas, creadas y nombradas por una civilización de seres superiores, que se extinguieron y las dejaron abandonadas. En sus ruinas vinimos a instalarnos nosotros, y utilizamos todo lo que ellos habían dejado, creyendo que era un menaje prístino y no los restos que en realidad son, mutilados, roídos por los milenios. Sólo podemos especular sobre lo que eran originalmente las cosas; aunque ni siquiera nos molestamos en especular; nos las arreglamos con lo que quedó. Usamos un lavarropas y quedamos muy satisfechos con su prestación, creyendo que eso es todo lo que puede hacer; ignoramos que antes de que se deteriorara era una máquina que quizás podía efectuar miles de servicios, como licuar átomos para producir lluvia, clonar liebres, rectificar motores a distancia, y otras funciones que ni sospechamos; el tiempo y el abandono lo redujeron a la limitada y banal utilidad de lavar la ropa. Un terrón de azúcar que hoy apenas alcanza para endulzar la taza de té, quizás, antes de que venciera, hace veinte mil años, pudo ser un activador neuronal que le permitía a su consumidor resolver ecuaciones mientras dormía, o bailar la jiga cabeza abajo, además de proporcionarle felicidad y erecciones.

Con todas las cosas podría estar pasando lo mismo. Y con algo más que aquella laboriosa y antiquísima civilización dejó en el mundo al extinguirse: el lenguaje. Otra cosa que encontramos ya hecha y en un lamentable estado de abandono que le hizo perder casi todas sus propiedades. Con las pocas que le quedaron, adaptadas mal que bien a nuestras necesidades, nos comunicamos y escribimos libros. Qué pobres nos sentiríamos su supiéramos el tesoro de significación que había albergado la palabra “por”, a la que no le damos más uso que el de preposición, prácticamente desprovista de sentido. Y si nos admiramos de que una palabra tenga dos acepciones, como “piloto”, cuánto más nos admiraría verla en su condición original, cuando tenía cuatrocientas acepciones y servía para espantar moscar y curar el hipo. Si esto es así, en nuestra relación con el lenguaje somos como los niños pobres, que se conforman con juguetes mal hechos, que más que juguetes son pedazos de madera a los que la imaginación más que la talla les da forma.

Es una hipótesis, claro, pero explicaría mucho. Sin embargo, no puedo darme por satisfecho con una hipótesis, yo menos que nadie. No debo dejar madurar mi perplejidad. Que otros se queden plantados ante las puertas del Gran Misterio. Yo las abriré.

¿O no? Estas declaraciones de propósitos altisonantes no convencen ni al que las profiere. Menos podrían convencerme a mí, que hice del método mi razón de ser. Lo mío no es derribar puertas a puntapiés, sino probar llave tras llave hasta oír el suave clic que tranquiliza y gratifica. Debo reducir las incógnitas, para lo cual antes tengo que analizar el Gran Misterio, dividirlo en los pequeños misterios que lo conforman, tomar uno, investigarlo a fondo, rastrear sus raíces y consecuencias. Una vez que termine con uno, pasar a otro y someterlo a la misma inquisición. Salvo que no sea necesario porque podría bastar con uno, uno solo podría entregarme las claves. Si no fuera así, seguir con un segundo, un tercero, triangular, comparar, si es necesario agotar toda la provisión de misterios, cosa que me llevaría una eternidad. Claro que en el camino podría arriesgar una generalización, y ponerla a prueba, y dejar descansar por unos minutos al pensamiento cansado.

 

 

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