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El baile

El arranque de la novela de Irène Némirovksy

La escritora ucraniana-francesa, nacida en 1903, publicó esta nouvelle -de la que compartimos el arranque- con 27 años. María Eugenia Lepere la traduce en la edición de Editorial Falsotrébol: la hipocresía de la alta burguesía de la época y la crueldad de los vínculos familiares en una lectura breve y potente.

Por Irène Némirovksy. Traducción de María Eugenia Lepere.

 

La señora Kampf entró en la sala de estudios y cerró la puerta de una manera tan brusca que todos los colgantes de la araña de cristal se agitaron por la corriente de aire con un sonido puro y leve, como de cascabel. Pero Antoinette no dejó de leer, tan encorvada sobre el pupitre que su pelo tocaba la página. Su madre la observó un momento sin hablar; luego fue a plantarse delante de ella, con los brazos cruzados sobre su pecho.

–¿No podrías molestarte cuando ves a tu madre? –le gritó–. ¿Tenés la cola pegada a la silla? ¡Qué distinción! ¿Dónde está Miss Betty?

En el cuarto de al lado una máquina de coser le daba ritmo a una canción: What shall I do, what shall I do when you´ll be gone away… arrullaba una voz torpe y fresca.

–Miss –gritó la señora Kampf–, venga para acá.

Yes, señora Kampf.

La pequeña inglesa, con las mejillas rojas, los ojos asustados y mansos y un moño color miel anudado alrededor de su pequeña cabeza redonda, se deslizó por la puerta entreabierta.

–La he contratado –comenzó severamente la señora Kampf– para supervisar y para instruir a mi hija, ¿no es cierto? No para que se cosa vestidos... ¿Acaso Antoinette no sabe que debe pararse cuando entra mamá?

Oh! Antoinette, how can you? –dijo Miss con una suerte de gorjeo triste.

Antoinette se había puesto de pie y se balanceaba torpemente sobre una pierna. Era una chata y alta muchacha de catorce años, con la cara pálida de la edad. Tenía tan poca carne que, a los ojos de los grandes, era una mancha redonda y clara sin rasgos, con los párpados caídos, ojerosos, una pequeña boca cerrada... Catorce años. Los pechos que crecían debajo del vestido entallado de colegiala y que lastimaban y avergonzaban al cuerpo débil, infantil... Pies grandes y dos largas cañas terminadas en unas manos rojas con dedos manchados de tinta que un día serán los más lindos brazos del mundo, ¿quién sabe?... una nuca frágil, pelo corto, sin color, seco y fino.

–¿Entendés, Antoinette, que tus maneras son desesperantes? Sentate. Voy a volver a entrar y me harás el favor de levantarte in-mediatamente, ¿oís?

La señora Kampf retrocedió unos pasos y abrió por segunda vez la puerta. Antoinette se puso de pie con tal lentitud y poca gracia que su madre apretó los labios y le preguntó con aire amenazador:

–¿Le molesta, tal vez, señorita?

–No, mamá –dijo Antoinette en voz baja.

–Entonces, ¿por qué ponés esa cara?

Antoinette sonrió  haciendo un vago y penoso esfuerzo que deformó dolorosamente sus rasgos. De a ratos ella odiaba tanto a las personas grandes que le daban ganas de matarlas, de desfigurarlas o bien de gritarles: “¡Sí, me molestás!”, golpeando el piso con el pie, pero les tenía miedo a sus padres desde muy chica. Hacía tiempo, cuando Antoinette era pequeña, su madre solía sentarla en su falda, apretarla contra su corazón, acariciarla y besarla. Pero ya se había olvidado de eso. En cambio atesoraba en lo más profundo de ella el sonido, los gritos de una voz enojada por encima de su cabeza: “esta chica que está siempre sobre mis piernas”, “¡volviste a manchar mi vestido con tus zapatos sucios!”, “andate al rincón, eso te enseñará, ¿me escuchaste?”, “¡estúpida!”, y un día, por primera vez, deseó morirse… en una esquina, durante un reto, escuchó esa frase encolerizada, gritada tan fuerte que quienes pasaban se dieron vuelta: “¿Querés un bife? ¿sí?” y la quemazón de una cachetada... en plena calle... Ella tenía once años, era alta para su edad... los que pasaban, las personas grandes, no significaban nada... Pero al mismo tiempo los chicos salían del colegio y se habían reído mirándola. “Y sí, querida...” Esa risita que la seguía mientras caminaba, con la cabeza gacha, en la calle negra del otoño... las luces bailaban en sus lágrimas. “¿Terminaste de lloriquear? Ay, qué carácter”, “Cuando te corrijo es por tu bien, ¿no?”, “No, no empieces a hacerme enojar otra vez, te lo aconsejo”. Gente asquerosa... Y ahora, otra vez, lo hacía a propósito, para atormentarla, torturarla, humillarla, desde la mañana hasta la noche se empeñaba: “¿Cómo sostenés el tenedor?” (delante del empleado, mi Dios) y “derecha, al menos no parezcas jorobada”. Ella ya tenía catorce años, era una señorita, y en sus sueños una mujer bella y amada... hombres la acariciaban, la admiraban, como André Sperelli acaricia a Hélène y Marie, y Julien de Suberceaux a Maud de Rouvre en sus libros... El amor... se estremecía. La señora Kampf remataba:

–...Y si pensás que le pago a una inglesa para que vos tengas estas maneras te equivocás, querida...

Más bajo, mientras corría un mechón de la frente de su hija:

–Te olvidás siempre de que ahora somos ricos, Antoinette –decía.

Se dio vuelta para mirar a la inglesa:

–Miss, voy a tener muchos encargos para usted esta semana... voy a hacer un baile el 15...

–Un baile –murmuró Antoinette abriendo los ojos.

–Y sí –dijo la señora Kampf, sonriendo– un baile...

Después miró a Antoinette y con una ex-presión de orgullo y frunciendo las cejas le indicó a la inglesa que se fuera.

–¿No le dijiste nada, no?

–No, mamá, no –dijo Antoinette con firmeza.

Ella sabía de esta preocupación constante de la madre. Al principio –hacía dos años de eso– cuando dejaron la vieja rue Favart después del genial golpe en la Bolsa de Alfred Kampf, con la bajada del franco primero y de la libra después, en 1926, el golpe que los había hecho ricos, todas las mañanas llamaban a Antoinette al cuarto de sus padres; su madre todavía en la cama se limaba las uñas; en el baño de al lado su padre, un seco judío con ojos de fuego, se afeitaba y se lavaba con una rapidez loca que le había hecho ganar el apodo de “Feuer” entre sus compañeros, judíos alemanes de la Bolsa. Había permanecido estancado en los grandes mercados de la Bolsa durante años... Antoinette sabía que antes él había sido empleado del Banco de París, y anteriormente botones en la puerta del banco, con librea azul. Un poco antes del naci-miento de Antoinette se había casado con su amante, la señorita Rosine, la dactilógrafa del jefe. Durante once años vivieron en un pequeño departamento negro detrás de la Opera-Comique. Antoinette recordaba cómo pasaba en limpio sus deberes, a la noche en la mesa del comedor, mientras la mucama lavaba los platos haciendo alboroto en la cocina y la señora Kampf leía novelas acodada bajo la lámpara, una lámpara grande con un globo de vidrio esmerilado en el que brillaba el chorro vivo de gas. A veces la señora Kampf, irritada, daba un suspiro tan fuerte y brusco que hacía que Antoinette saltara de la silla. Kampf preguntaba: “¿Qué tenés ahora?” y Rosine respondía: “Me hace mal al corazón darme cuenta de que hay gente que vive tan bien, que es feliz, mientras yo paso los mejores años de mi vida en este sucio agujero remendando tus medias...”

Kampf levantaba los hombros sin decir nada. Entonces lo más común era que Rosine se diera vuelta hacia Antoinette. “Y vos, ¿qué has escuchado? ¿Te importa lo que dicen los grandes?”, gritaba con humor. Luego terminaba: “Sí, hija, si esperás que tu padre haga una fortuna como lo promete desde que estamos casados podés sentarte a esperar, va a pasar agua bajo el puente... vas a crecer y vas a estar acá como tu pobre madre, esperando.” Y mientras decía esa palabra, “esperar”, pasaba por sus rasgos duros, tensos, amargados, una expresión patética, profunda, que conmovía a Antoinette a su pesar y que le hacía acercar sus labios a la cara materna.

“Mi pobre chiquita”, decía Rosine mientras le acariciaba la frente. Pero una vez exclamó: “Ay, dejame tranquila, me molestás; cómo podés ser molesta también...”, y nunca más Antoinette le dio otros besos, solo los de la mañana y los de la noche, que padres y chicos intercambian sin pensar como el apretón de manos de los desconocidos.

Y finalmente se volvieron ricos, un buen día, de golpe; ella nunca pudo entender có-mo. Se fueron a vivir a un gran departamento blanco y su madre se hizo teñir el pelo de un bello dorado nuevo. Antoinette echaba miradas miedosas a ese pelo llamativo que no reconocía.

–Antoinette –ordenaba la señora Kampf–, repetí un poco. ¿Qué respondés cuando te preguntan dónde vivías el año pasado?

–Sos estúpida –decía el señor Kampf desde el cuarto vecino–, ¿quién pretendés que le hable a la nena? No conoce a nadie.

–Yo sé lo que digo –respondía la señora Kampf levantando la voz–: ¿y los sirvientes?

–Si la veo decirle a los sirvientes solo una palabra, va a tener que vérselas conmigo, ¿oís, Antoinette? Ella sabe que debe callarse y aprender sus lecciones. Una cosa, es todo. No se le pide nada más... –y volviéndose hacia su mujer–: No es una imbécil, ¿sabés?

–...Si te preguntan algo, Antoinette, vos le dirás que vivíamos en Midi todo el año... No necesitás precisar si era en Cannes o en Niza, decí solamente Midi... pero si te interrogan más vale decir Cannes, es más distinguido... Pero, naturalmente, tu padre tiene razón, sobre todo tenés que callarte. Una nena debe hablarle lo menos posible a los adultos.

Y la echaba con un gesto de su bello brazo desnudo, un poco grueso, en el que brillaba la pulsera de diamantes que su marido acababa de regalarle y que solo se sacaba para su baño. Antoinette se acordaba vagamente de todo eso, mientras su madre le pedía a la inglesa:

–¿Al menos Antoinette tiene una linda caligrafía?

–Sí, señora Kampf.

–¿Por qué? –preguntó tímidamente Antoinette.

–Porque –explicó la señora Kampf– podrás ayudarme esta noche a hacer mis sobres... voy a mandar cerca de doscientas invitaciones, ¿entendés? No conseguiré hacerlo sola... Miss Betty, autorizo a Antoinette a acostarse una hora más tarde que de costumbre hoy... Estás contenta, espero, ¿no? –preguntó ella volviéndose hacia su hija.

Pero como Antoinette se callaba, sumergida de nuevo en sus sueños, la señora Kampf alzó sus hombros.

–Ella está siempre en la luna, ay esta chiquita –comentó a media voz–. Un baile, ¿no te causa orgullo pensar que tus padres darán un baile? No tenés mucho corazón, me temo, pobre nena –dijo al irse suspirando.

 

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