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Entre dos ríos

Un adelanto de la primera novela de Romina Zanellato 

"Un río marrón como un pétalo rojo. Un río turbio de sedimentos, como un recuerdo". Un fragmento del primer libro de la periodista y escritora, que acaba de ser publicado por la editorial Rosa Iceberg. 

Por Romina Zanellato.

 

Un ceibo solo en el campo. Al rato aparece un grupo más y después una hilera de ceibos silvestres acompaña la ruta. Acá adentro hace frío pero estoy segura de que afuera hay humedad y treinta grados. Acabamos de cruzar un río ancho y manso desde un puente naranja, de esos elevados como los que hay en las películas. Parece una imagen de otro país. El campo se ve infinito con manchas de pasto amarillo, arboladas de copas como nubes verdes y lagunas de lluvia marrón. Al lado mío, una chica llora en silencio.

La había visto en Retiro, con su enterito negro de lunares blancos como los que yo usaba de nena en Neuquén. Desde que se sentó en su butaca está hecha un ovillo, cerrada. Nos deja a todos afuera, aunque soy la única pasajera que lo nota. Tiene la frente pegada a la ventana, solo puedo ver cómo le caen las lágrimas al brazo y se deslizan por los pelos hasta aterrizar en su ropa. Gotas gordas. No emite sonido ni queja. Me parece un llanto de resignación. No le digo nada, capaz no lo haga nunca. Que en este viaje, al lado mío, ocurra este cuadro mudo, no puedo más que tomarlo como un presagio.

Los ceibos siguen corriendo a ambos lados del micro. En la casa neuquina de mi abuela había uno, protagonista en el medio del patio, a modo de premio y manifiesto. Notable. Las señoras del barrio se frenaban para preguntarle cómo era posible que creciera ahí, con el frío y el desierto. Aurora, si estaba de mal humor, usaba su cinismo para contestarles que con amor alcanzaba. Si estaba en un buen día respondía la verdad: requería cubrir el tronco con nailon en invierno para protegerlo de las heladas, apuntalar las ramas grandes, podarlo con cuidado y, sobre todo, sostener la estricta prohibición a los nietos de treparlo. De lo que no se hablaba era del agua, bien preciado y ausente en ese suelo. Había que regarlo demasiado.

La flor del ceibo es de terciopelo rojo, y sale del árbol en forma de ramillete desbocado, exuberante de color y textura. Parece una lengua como la de los Rolling Stones pero por la velocidad de este micro se transforma en rayas coloradas sobre el pasto quemado del litoral. Se me aparece una imagen deforme y lejana en la memoria, siento la flor sin aroma sobre mis dedos. Soy esa niña que las junta del suelo —-jamás las arranca— y las destroza de a poco en pasos estrictos: primero le saca el tallo y la vaina, que también es roja y al abrirla tiene como una baba de flor que amaso entre mis yemas hasta que desaparece. Después el pétalo, lo froto con el dedo, tanto que el terciopelo se trasluce. Va y viene el dedo, sintiéndose flor, haciendo del contacto una única sensación, textura. Sin color, la estructura carnosa se disuelve completamente. Se termina el erotismo.

Recién, cuando el micro se acercó al río, que me lleva a Concepción del Uruguay por primera vez, me di cuenta de que también luce así de carnoso. Un río marrón como un pétalo rojo. Un río turbio de sedimentos, como un recuerdo.

 

 

***

 

 

Son las ocho y afuera recién atardece. La del asiento de al lado no llora más, parece dormida. Por su ventana veo la tierra opaca y el degradé pastel del cielo. De vez en cuando irrumpen en mi campo visual unos árboles apretados, fugaces. Acá se escuchan los tiros de una película de acción, los mocos del nene de adelante y el berrinche sostenido hace media hora de un bebé en el último asiento. Del otro lado está el sol, yéndose con dos rayos rosados que se clavan como flechas a unas nubes sobre el horizonte, pompones teñidos de violeta. Ni siquiera intento dormir.

Se sacude el micro en la ruta pero yo estoy quieta en mi asiento, mirando para afuera. Sospecho de mi calma. Voy al lugar del cual mis abuelos escaparon, sin saber para qué. No sé mucho de la historia ni cómo se fueron. Se me ocurre que siempre la mejor forma de huir es en tren. Al recorrido hay que vivirlo a una velocidad en que la mente pueda asimilar el trayecto. Como ahora, que estoy amasando la posibilidad sobre un Chevallier.

Los ceibos pasan y yo sigo de cuerpo inmóvil pero con la mirada movediza, como un perro encandilado sobre la ruta. Se escucha el latir de su corazón.

 

***

Es como si el río flotara y tocara todas las cosas. A mí, y a todos los que están alrededor. El viento lo levanta y lo hace volar hacia los árboles que lo atrapan, es una lucha, un combate de supervivencia entre las hojas y la corriente, entre el olvido y los recuerdos.

 

***

 

Nena mía: allí te mando la inseparable pareja, y junto a ella va un montoncito de besos para mi nena, que siempre está en mí presente con una sonrisa dulce que parece que sigue pidiéndome las tiernas palabras de amor, o mejor dicho, que despacito me dice, ámame, adórame, que yo también lo mismo haré, ¿verdad que sí…?

 

***

 

Desayuné en silencio y esperé la señal de la señora de la recepción. Mi habitación estaba lista, esperándome. Saqué de la mochila la lata de té dorada, conté lo que había: cuarenta y siete cartas y nueve postales. Las desparramé sobre la cama. Las leí una por una. Todas escritas por mi abuelo Santo.

Las hojas, grandes como de inventario, tienen el papel finito de hostia. Algunas están dobladas por la mitad, haciéndose libro, aunque solo están escritas en una carilla. Hay otras cartas que están plegadas como secretos diminutos, parecen machetes de escuela. Las leo despacio, en un trance de imágenes inventadas. En las últimas cartas me encuentro en mi mente con la figura de mi abuela y su pelo fino de gringa o sus manos grandes con dedos que se mueven como pinzas. Desarma el origami, lo lee, siente yo qué sé, capaz ese desasosiego por la incertidumbre, la angustia que le crecía hasta agobiarla, agobiarnos a todos los que la rodeábamos cuando ella ya no podía sostenerla, y desplegaba su desesperación como una manguera prendida que se zafó de la canilla y baila, mojando a todos, autómata, serpenteante. Esa congoja que le venía del desconocimiento. ¿Qué se hace con el amor? Nunca es como una espera. Una noche la vi tirar una postal de cumpleaños que le escribió mi abuelo. Se desprendió de ese papel como de las servilletas usadas o los restos de comida de la cena.

Ella, que mil veces rechazó con groserías que la llamara “negrita linda” enfrente nuestro, mientras él se reía a carcajadas. ¿Cuándo cambió? Entre la carta que tiró y las que hoy leo pasaron treinta años. Un día dejó de guardar las palabras de Santo, y pasó a olvidárselas sobre la cómoda o el escritorio. ¿Cuántas cartas se perdieron? Debe ser que se acostumbró, que los años mataron la sorpresa o el misterio. Nunca sé qué vale la pena en la sociedad de la pareja.

Las que tengo fueron escritas antes de su casamiento. Habrán tenido veinticinco años. No hay pistas claras de los motivos de su huida. Aurora las guardaba en el primer cajón de su mesa de luz. La letra de mi abuelo es hermosa. Su lenguaje es formal y amoroso. Yo las tengo en el escritorio, al lado de mis herramientas, adentro de la misma lata.

La lata de té dorada tiene en la tapa una abuela rubia y una nieta colorada, ambas con trenzas y con pocillos de estilo alemán en sus manos. Sonríen, con una expresión calma y amable. Ni yo, ni mi mamá, ni mi abuela nos parecemos a esas mujeres. Nosotras somos una mezcla de indias y gringas, morochas, de ojos grandes y actitud desafiante. Heridas.

 

***

 

Terminé de leer todas las cartas menos la que está en italiano. El papel se me deshacía en las manos. La caligrafía de Santo se desvanece a cada minuto como si el oxígeno o el contacto de mis ojos la fuera gastando. Me siento una metida en la vida de otros, leyendo mensajes cotidianos de una pareja que no me incluye.

Esperé varios años para leerlas. No estaba preparada. No sé qué pensaba encontrarme. No sé qué me estoy encontrando. Mensajes de texto en papel. Tal vez quería descubrir cómo se hace una pareja, si eso es lo que quiero, si fallé o elegí ese motivo de vida.

Afuera el aire parece quieto y espeso, puedo sentir desde el borde de la cama el trayecto de un mosquito por la esquina del techo y la pared. Jamás había respirado la ausencia de viento, la pesadez de este río omnipresente, tan distinto al mío.

 

***

 

Si el río crece

hasta convertirse

en mi respiración

¿seré de verdad un pez

que huye de sí?

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