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Ficcion

La rebelión de Atlas

Leé el arranque de la novela de Ayn Rand 

Editorial Planeta publica La rebelión de Atlas, una novela monumental de misterio, pero, como dijo Ayn Rand, «no sobre el asesinato del cuerpo de un hombre, sino sobre el asesinato —y el renacimiento— del espíritu humano»." Compartimos la primera parte. 

Por Ayn Rand.

 

—¿Quién es John Galt? La luz estaba menguando, y Eddie Willers no podía distinguir la cara del vagabundo. El vagabundo lo había dicho con sencillez, sin expresión. Pero, desde el ocaso, allá lejos, al fondo de la calle, unos destellos amarillos alcanzaron sus ojos, unos ojos que miraban fijamente a Eddie Willers, socarrones y quietos, como si la pregunta hubiese sido dirigida a la extraña inquietud que había dentro de él.

—¿Por qué ha dicho eso? —preguntó Eddie Willers con voz tensa. El vagabundo se apoyó contra el marco de la puerta; un trozo de cristal roto detrás de él reflejó el amarillo metálico del cielo. —¿Por qué le molesta? —preguntó.

—No me molesta —espetó Eddie Willers. Se llevó la mano al bolsillo apresuradamente. El vagabundo lo había parado para pedirle una moneda, y luego había seguido hablando, como si quisiese matar ese momento y postergar el problema del momento siguiente. Pedir monedas era tan frecuente en las calles esos días que no hacía falta escuchar explicaciones, y él no tenía ganas de oír los detalles de la desdicha concreta de ese vagabundo.

—Ve a por tu café —dijo, dándole la moneda a la sombra sin cara.

—Gracias, señor —dijo la voz, con apatía, y la cara se inclinó hacia delante durante un momento. La cara estaba bronceada por el viento, surcada por arrugas de cansancio y de cínica resignación; los ojos eran inteligentes. Eddie Willers siguió andando, preguntándose por qué siempre se sentía así a esa hora del día, con esa sensación de temor sin motivo. No, pensó, no es temor, no hay nada que temer: es sólo una aprensión inmensa y difusa, sin causa ni objeto. Se había acostumbrado a esa sensación, pero no podía hallar ninguna explicación para ella; sin embargo, el vagabundo había hablado como si supiera que Eddie la sentía, como si pensase que era algo que uno debería sentir, y aún más: como si supiese la razón. Eddie Willers irguió los hombros con meticulosa autodisciplina. Tenía  que acabar con eso, pensó; estaba empezando a imaginar cosas. ¿Siempre lo había sentido? Tenía treinta y dos años. Trató de hacer memoria. No, no siempre; pero no podía recordar cuándo había empezado aquello. La sensación lo invadía de repente, a intervalos aleatorios, y ahora le ocurría más a menudo que nunca. Es el crepúsculo, pensó; odio el crepúsculo. Las nubes y los perfiles de los rascacielos recortados contra ellas se estaban volviendo marrones, como una vieja pintura al óleo, el color desteñido de una obra maestra. Largas vetas de mugre brotaban de la parte más alta de los edificios y bajaban por las esbeltas paredes devoradas por el hollín. Arriba, en el lateral de una torre, había una grieta con la forma de un relámpago inmóvil, de diez pisos de largo. Un objeto aserrado cortaba el cielo por encima de los tejados; era la mitad de una cúpula que aún retenía el fulgor de la puesta de sol; el enchapado de oro se había desprendido hacía ya tiempo de la otra mitad. El brillo era rojo y tranquilo, como el reflejo de un fuego: no un fuego vivo, sino uno que agoniza y que ya es demasiado tarde como para sofocarlo. No, pensó Eddie Willers, no había nada de perturbador en aquella vista de la ciudad. Tenía el mismo aspecto que siempre había tenido. Siguió andando, recordándose a sí mismo que volvía con retraso a la oficina. No le gustaba la tarea que tenía que hacer a su vuelta, pero había que hacerla. Así que no intentó demorarla, sino que se obligó a apretar el paso. Dobló una esquina. Por el estrecho espacio entre las oscuras siluetas de dos edificios, como por el resquicio de una puerta, vio la página de un calendario gigante suspendido en el cielo. Era el calendario que el alcalde de Nueva York había erigido el año anterior encima de un edificio, para que los ciudadanos pudiesen saber el día del mes igual que sabían la hora del día, mirando a lo alto de aquella torre gubernamental. Un rectángulo blanco colgaba sobre la ciudad, informando de la fecha a los hombres en las calles de abajo. A la oxidada luz de la puesta de sol de esa tarde, el rectángulo decía: 2 de septiembre. Eddie Willers miró a otro lado. Nunca le había gustado ver ese calendario. Le incomodaba de una forma que no podía explicar o definir. La sensación parecía mezclarse con su sentido de inquietud; tenía la misma calidad. Pensó de pronto que había una frase, algún tipo de cita, que expresaba lo que aquel calendario parecía sugerir. Pero no pudo recordarla. Caminó, devanándose los sesos en busca de esa frase, que colgaba en su mente como una silueta vacía. No podía ni llenarla ni ignorarla. Miró hacia atrás. El rectángulo blanco se alzaba sobre los tejados, diciendo con inamovible finalidad: 2 de septiembre. Eddie Willers dirigió la mirada a la calle, a un puesto ambulante de verduras que había frente a la entrada de una casa de piedra. Vio un montón de zanahorias de color dorado brillante y de verdes puerros frescos. Vio una limpia cortina blanca ondeando en una ventana abierta. Vio un autobús doblando una esquina, conducido con maestría. Se preguntó por qué se sentía más tranquilo; y luego, por qué sintió el repentino e inexplicable deseo de que todas esas cosas  no fueran dejadas allí, a la intemperie, desprotegidas frente al espacio vacío que había encima. Cuando llegó a la Quinta Avenida, fue mirando los escaparates de las tiendas por las que pasaba. No había nada que necesitara o quisiera comprar, pero le gustaba ver la exposición de productos, de los productos que fuera, de objetos creados por el hombre para ser usados por el hombre. Disfrutaba de la vista de una calle próspera; sólo una de cada cuatro tiendas había tenido que cerrar, dejando sus vitrinas oscuras y vacías. No supo por qué de repente pensó en el roble. Nada se lo había recordado. Pero pensó en él y en los veranos de su infancia en la finca de los Taggart. Había pasado la mayor parte de su infancia con los hijos de los Taggart, y ahora trabajaba para ellos, como su padre y su abuelo lo habían hecho para el padre y el abuelo de ellos. El gran roble había estado en una colina sobre el Hudson, en un lugar solitario de la finca de los Taggart. A Eddie Willers, con siete años de edad, le gustaba ir y mirar ese árbol. Había estado allí cientos de años, y él pensaba que siempre estaría allí. Sus raíces agarraban la colina como un puño con los dedos metidos en la tierra, y él pensaba que si un gigante lo cogiese por la copa, no sería capaz de arrancarlo, sino que se llevaría la colina y todo el planeta consigo, como una bola atada al extremo de una cuerda. Se sentía seguro en presencia del roble; era algo que nada podía cambiar o amenazar; era su mayor símbolo de fortaleza. Una noche, un rayo cayó sobre el roble. Eddie lo vio a la mañana siguiente. Estaba tirado, partido por la mitad, y él miró en el interior de su tronco como quien mira la boca de un negro túnel. El tronco era sólo un cascarón vacío; su corazón se había podrido mucho tiempo atrás; no había nada dentro, sólo un fino polvo gris que se dispersaba al capricho del más leve viento. El poder vital había desaparecido, y la forma que quedaba no había sido capaz de mantenerse en pie sin ese poder vital. Años más tarde, Eddie oyó decir que había que proteger a los niños de la conmoción, de la primera vez que oyeran hablar de la muerte, del dolor o del miedo. Pero a él ninguna de esas cosas le había dejado huella jamás; su conmoción vino estando allí de pie, muy callado, mirando el hueco negro del tronco. Fue una enorme traición, más terrible aún en cuanto no conseguía entender qué era lo que había sido traicionado. No era a sí mismo, eso lo sabía, ni su confianza; era alguna otra cosa. Se quedó allí un rato, sin hacer ningún ruido, y luego volvió caminando a casa. Nunca le habló a nadie de aquello, ni en ese momento ni después. Eddie Willers sacudió la cabeza, mientras el chirrido de un mecanismo oxidado cambiando la luz de un semáforo lo detuvo al borde de la acera. Se sintió irritado consigo mismo. No había motivo para tener que recordar el roble esa noche. Ya no significaba nada para él, sólo una ligera nota de tristeza y, en algún lugar de su interior, un punto de dolor que se movía durante un instante y se esfumaba, como una gota de lluvia en el cristal de una ventana, con su rastro en forma de un signo de interrogación. 

No quería tristeza alguna asociada a su infancia; le encantaban sus recuerdos: cualquier día de los que recordaba parecía inundado por una tranquila y brillante luz solar. Le parecía que unos cuantos rayos de esos recuerdos llegaban hasta el presente: no rayos, sino más bien puntitos de luz que le traían un resplandor momentáneo a su trabajo, a su solitario piso, a la callada y escrupulosa progresión de su existencia. Pensó en un día de verano cuando tenía diez años. Ese día, en un claro del bosque, la única y preciosa compañera de su infancia le dijo lo que ellos harían cuando se hiciesen mayores. Las palabras eran contundentes y brillantes, como la luz del sol. Él la escuchó con admiración y sorpresa. Cuando ella le preguntó a Eddie qué quería hacer, él respondió de inmediato: «Lo que sea correcto», dijo, y añadió: «Deberías hacer algo grande; quiero decir, tú y yo juntos». «¿El qué?», preguntó ella. «No sé», dijo él; «eso es lo que tenemos que averiguar. No sólo lo que tú has dicho. No sólo negocios y ganarnos la vida. Cosas como ganar batallas, o salvar a gente de incendios, o escalar montañas». «¿Para qué?», preguntó ella. Él dijo: «El pastor dijo el domingo pasado que siempre debemos intentar alcanzar lo mejor dentro de nosotros. ¿Qué crees que es lo mejor dentro de nosotros?». «No sé.» «Tendremos que averiguarlo», dijo él. Ella no respondió; estaba mirando hacia otro lado, a la vía del tren. Eddie Willers sonrió. Veintidós años atrás, él había dicho: «Lo que sea correcto». Había mantenido esa afirmación sin cuestionarla desde entonces; las demás preguntas se habían desdibujado en su mente; él había estado demasiado ocupado como para planteárselas. Pero seguía pensando que era obvio que uno tenía que hacer lo que fuese correcto; nunca había entendido cómo la gente podría querer hacer algo diferente; sólo sabía que la gente lo hacía. Le seguía pareciendo sencillo e incomprensible: sencillo que las cosas debieran ser correctas, e incomprensible que no lo fuesen. Sabía que no lo eran. Pensó en eso al doblar una esquina y llegar al gran edificio de Taggart Transcontinental. El edificio se erguía como la estructura más alta y más orgullosa de la calle. Eddie Willers siempre sonreía cada vez que volvía a verlo. Sus largas franjas de ventanas estaban enteras, a diferencia de las de sus vecinos. Sus líneas se alzaban hasta cortar el cielo, sin esquinas resquebrajadas ni bordes erosionados. Parecía estar por encima del tiempo, inmaculado. Siempre estaría allí, pensó Eddie Willers. Cada vez que entraba en el Edificio Taggart sentía alivio y una sensación de seguridad. Era un lugar de eficiencia y de poder. Los suelos de sus salas eran como espejos de mármol. Los rectángulos congelados de sus lámparas eran focos de luz sólida. Detrás de paredes de cristal, hileras de muchachas estaban sentadas frente a máquinas de escribir, y el repiqueteo de sus teclas era como el sonido de ruedas de tren acelerando. Y, como un eco en respuesta, un leve temblor atravesaba las paredes de vez en cuando, elevándose desde debajo del edificio, desde los túneles de la gran terminal de donde los trenes salían para cruzar un continente y donde paraban después de cruzarlo de nuevo, como habían estado saliendo y parando generación tras generación. «Taggart Transcontinental», pensó Eddie Willers, «De Océano a Océano», el orgulloso eslogan de su infancia, mucho más brillante y sagrado que cualquier mandamiento de la Biblia. «De Océano a Océano, para siempre», pensó Eddie Willers, como si fuese un epitafio, mientras atravesaba los inmaculados salones hasta llegar al corazón del edificio, al despacho de James Taggart, presidente de Taggart Transcontinental. James Taggart estaba sentado en su escritorio. Parecía un hombre cercano a los cincuenta años que había empezado a envejecer desde la adolescencia, sin la etapa intermedia de la juventud. Tenía una boca pequeña y petulante, y el cabello ralo, aferrado a una frente con entradas. Su postura tenía una flacidez lánguida y descentrada, como desafiando a su cuerpo alto y esbelto, un cuerpo con una elegancia de linaje diseñada para la confiada pose de un aristócrata, pero transformada en el desgarbo de un patán. La carne de su rostro era pálida y blanda. Sus ojos eran insulsos y velados, con una mirada que se movía despacio, sin jamás pararse del todo, resbalando y pasando de largo por las cosas en eterno resentimiento de su existencia. Parecía obstinado y exhausto. Tenía treinta y nueve años. Levantó la cabeza con irritación al oír el sonido de la puerta al abrirse.

—No me molestes, no me molestes, no me molestes —dijo James Taggart. Eddie Willers se acercó al escritorio.

—Es importante, Jim —dijo, sin levantar la voz. —Muy bien, muy bien, ¿qué pasa? Eddie Willers miró el mapa en la pared del despacho. Los colores del mapa se habían desteñido bajo el cristal; se preguntó remotamente cuántos presidentes Taggart se habían sentado delante de ese mapa y durante cuántos años. El ferrocarril de Taggart Transcontinental, la red de líneas rojas que cortaban el desteñido cuerpo del país, desde Nueva York a San Francisco, parecía un sistema de vasos sanguíneos. Era como si en algún momento, mucho tiempo atrás, la sangre se hubiese disparado por la arteria principal y, bajo la presión de su propia superabundancia, se hubiese ramificado en puntos aleatorios, corriendo por todo el país. Una línea roja trazaba un camino sinuoso desde Cheyenne, Wyoming, hasta El Paso, Texas: era la Línea Río Norte de Taggart Transcontinental. Nuevos trazados habían sido añadidos recientemente, y la línea roja se había extendido hacia el sur más allá de El Paso; pero Eddie apartó la mirada precipitadamente cuando sus ojos llegaron a ese punto. Miró a James Taggart y dijo: —Es la Línea Río Norte.

—Vio cómo la mirada de Taggart se dirigía a una esquina del escritorio—. Hemos tenido otro accidente.

—Accidentes de ferrocarril ocurren todos los días. ¿Tenías que molestarme por eso? —Ya sabes a qué me refiero, Jim. La Río Norte está acabada. Esa vía está hecha un desastre. La línea entera.

—Vamos a recibir una vía nueva. Eddie Willers continuó como si no hubiese habido respuesta:   —La vía está hecha un desastre. De nada sirve intentar operar trenes por allí. La gente ya ni quiere arriesgarse a usarlos.

—No hay ningún ferrocarril en todo el país, me parece a mí, que no tenga unos cuantos ramales funcionando con pérdidas. No somos los únicos. Es una circunstancia nacional..., una circunstancia nacional temporal. Eddie se quedó mirándolo en silencio. Lo que a Taggart no le gustaba de Eddie Willers era esa costumbre suya de mirar directamente a los ojos de la gente. Los ojos de Eddie eran azules, grandes e inquisitivos; tenía el pelo rubio y una cara cuadrada, común y corriente, excepto por ese aspecto de atención escrupulosa y de asombro franco y desconcertado.

—¿Qué es lo que quieres? —espetó Taggart.

—Sólo he venido a decirte algo que tenías que saber, porque alguien tenía que decírtelo.

—¿Que hemos tenido otro accidente? —Que no podemos abandonar la Línea Río Norte. James Taggart rara vez levantaba la cabeza; cuando miraba a la gente, lo hacía levantando sus pesados párpados y mirando hacia arriba desde debajo de la amplitud de su frente calva.

—¿Quién está pensando en abandonar la Línea Río Norte? —preguntó—. Nadie ha pensado jamás en abandonarla. Me ofende que lo hayas dicho. Me ofende mucho.

—Pero es que no hemos cumplido con un solo horario en los últimos seis meses. No hemos completado ni un solo recorrido sin algún tipo de avería, grave o menos grave. Estamos perdiendo a todos nuestros clientes, uno tras otro. ¿Cuánto tiempo podemos aguantar?

—Eres un pesimista, Eddie. Te falta fe. Eso es lo que mina la moral de una organización.

—¿Quieres decir que no se va a hacer nada con la Línea Río Norte?

—No he dicho eso en absoluto. En cuanto recibamos la nueva vía... —Jim, no va a haber ninguna nueva vía.

—Observó los párpados de Taggart levantarse lentamente—. Acabo de venir de la oficina de la Associated Steel. He hablado con Orren Boyle.

—¿Qué ha dicho? —Ha hablado durante una hora y media y no me ha dado ni una sola respuesta válida.

—¿Para qué lo has molestado? Creo que el primer pedido de raíles no tenía que ser entregado hasta el mes que viene. —Y, antes de eso, iba a ser entregado tres meses antes. —Circunstancias imprevistas. Totalmente fuera del control de Orren.

—Y, antes de eso, la entrega era para seis meses antes. Jim, hemos estado esperando a que la Associated Steel nos entregue esos raíles desde hace trece meses.

—¿Qué quieres que haga? Yo no puedo llevar el negocio de Orren Boyle.

—Quiero que entiendas que no podemos esperar.  Taggart preguntó despacio, con voz medio burlona y medio cautelosa:

—¿Qué ha dicho mi hermana? —No volverá hasta mañana.

—Ya, ¿y qué quieres que haga yo?

—Eso lo tienes que decidir tú.

—Bueno, independientemente de las otras cosas que vayas a decir, hay una que no vas a nombrar ahora, y es Rearden Steel. Eddie no respondió de inmediato; luego, dijo suavemente: —Muy bien, Jim. No lo nombraré. —Orren es mi amigo. —No escuchó respuesta alguna—. Me ofende tu actitud. Orren Boyle enviará esos raíles en cuanto le sea humanamente posible. Mientras él no pueda entregarlos, nadie puede culparnos a nosotros.

—¡Jim! ¿De qué estás hablando? ¿No entiendes que la Línea Río Norte se está viniendo abajo, nos culpe alguien o no?

—La gente lo aguantaría..., tendría que hacerlo, si no fuese por la PhoenixDurango. —Vio la cara de Eddie endurecerse—. Nadie se quejó jamás de la Línea Río Norte hasta que la Phoenix-Durango entró en escena. —La Phoenix-Durango está haciendo un trabajo brillante. —¡Imagínate!, ¡una cosa llamada la Phoenix-Durango compitiendo con Taggart Transcontinental! No era más que una distribuidora de leche hace diez años.

—Ahora tiene la mayor parte del tráfico de mercancías de Arizona, Nuevo México y Colorado. —Taggart no respondió—. Jim, no podemos perder Colorado. Es nuestra última esperanza. Es la última esperanza de todo el mundo. Si no nos recuperamos, vamos a perder todos los grandes clientes en ese estado a manos de la Phoenix-Durango. Ya hemos perdido los campos de petróleo de Wyatt.

—No entiendo por qué todo el mundo está hablando siempre de los campos de petróleo de Ellis Wyatt.

—Porque Ellis Wyatt es un prodigio que... —¡Al diablo Ellis Wyatt! Esos pozos petrolíferos, pensó Eddie de repente, ¿no tenían algo en común con los vasos sanguíneos del mapa? ¿No era así como el torrente rojo de Taggart Transcontinental había atravesado el país, años atrás, una hazaña que ahora parecía increíble? Pensó en los pozos de petróleo escupiendo un torrente negro que atravesaba el continente casi más deprisa de lo que los trenes de la Phoenix-Durango podían llevarlo. Ese campo petrolífero había sido sólo un pedregal en las montañas de Colorado, dado por agotado poco tiempo atrás. El padre de Ellis Wyatt había conseguido ganarse una mísera vida hasta el final de sus días sacando lo que pudo de los moribundos pozos de petróleo. Ahora era como si alguien le hubiese dado una inyección de adrenalina al corazón de la montaña; el corazón había empezado a bombear, la sangre negra había irrumpido a través de las rocas; y claro que es sangre, pensó Eddie Willers, porque sangre es lo que alimenta, lo que da vida, y eso es lo que la Wyatt Oil había hecho. Había producido una conmoción en las viejas laderas de tierra dándoles una repentina existencia, había traído nuevos pueblos, nuevas plantas energéticas y nuevas fábricas a una región del mapa en la que nadie había reparado nunca antes. Nuevas fábricas, pensó Eddie Willers, en una época en que los ingresos por transporte de mercancías de todas las grandes industrias antiguas habían estado cayendo lentamente año tras año; un nuevo y rico campo petrolífero, en una época en que las bombas de extracción iban siendo paradas en un reputado campo tras otro; un nuevo estado industrial del que nadie había esperado nada más que ganado y remolachas. Un hombre lo había hecho, y lo había hecho en ocho años; eso, pensó Eddie Willers, era como las historias que había leído en los libros del colegio y que nunca había creído del todo, las historias de hombres que habían vivido en los albores del país. Deseaba poder conocer a Ellis Wyatt. Se hablaba mucho de él, pero pocos habían llegado a conocerlo en persona; raramente iba a Nueva York. Decían que tenía treinta y tres años y un temperamento violento. Había descubierto alguna forma de resucitar pozos petrolíferos agotados, y había procedido a reactivarlos.

—Ellis Wyatt es un cabrón codicioso a quien sólo le importa el dinero —dijo James Taggart—. Me parece a mí que hay cosas más importantes en la vida que ganar dinero.

—¿De qué estás hablando, Jim? ¿Qué tiene eso que ver con...? —Además, nos ha traicionado. Hemos dado servicio a los campos de petróleo de Wyatt durante años, y muy adecuadamente. En tiempos del viejo Wyatt, llevábamos un tren cisterna por semana.

—Ya no estamos en los tiempos del viejo Wyatt, Jim. La Phoenix-Durango lleva hasta allí dos trenes cisterna al día, y los lleva con puntualidad. —Si él nos hubiera dado tiempo para crecer juntos...

—No tiene tiempo que perder.

—¿Y qué espera? ¿Que larguemos al resto de nuestros clientes, que sacrifiquemos los intereses del país entero y le demos a él todos nuestros trenes?

—Bueno, no. Él no espera nada. Simplemente hace negocios con la PhoenixDurango. —Creo que es un rufián destructivo y sin escrúpulos. Creo que es un advenedizo irresponsable que ha sido tremendamente sobrevalorado.

—Fue sorprendente oír una emoción repentina en la voz exánime de James Taggart—. No estoy tan seguro de que sus campos sean un logro tan beneficioso. A mí me parece que ha dislocado la economía del país entero. Nadie esperaba que Colorado se convirtiese en un estado industrial. ¿Cómo podemos tener alguna seguridad, o planear algo, si todo cambia todo el tiempo?

—¡Por Dios, Jim! Él es... —Sí, lo sé, lo sé, está ganando dinero. Pero ése no es el estándar, me parece a mí, por el que uno mide el valor de un hombre para la sociedad. En cuanto a su petróleo, tendría que venir arrastrándose hasta nosotros, y tendría que esperar su turno junto a los demás clientes, y no exigiría más que su cuota justa de transporte... si no fuese por la Phoenix-Durango. No podemos hacer nada si nos enfrentamos a una competencia destructiva de ese tipo. Nadie puede echarnos la culpa. La presión en su pecho y en sus sienes, pensó Eddie Willers, era la tensión del esfuerzo que estaba haciendo; había decidido aclarar el asunto de una vez por todas, y el asunto estaba tan claro, pensó, que nada podría impedir que Taggart lo comprendiera, a menos que fuese porque él mismo lo estaba presentando mal. Así que lo había intentado con empeño, pero estaba fracasando, igual que siempre había fracasado en todas las discusiones que habían tenido; daba igual lo que dijera, ellos nunca parecían estar hablando del mismo tema.

—¿Jim, qué estás diciendo? ¿Es que importa que alguien nos eche la culpa, cuando la línea se está viniendo abajo?

James Taggart sonrió; era una sonrisa fina, divertida y fría. —Es conmovedora, Eddie —dijo—. Es conmovedora... tu devoción por Taggart Transcontinental. Si no llevas cuidado, acabarás convirtiéndote en uno de esos verdaderos siervos feudales.

—Eso es lo que soy, Jim. —Pero ¿puedo preguntar si es tu trabajo discutir esos temas conmigo? —No, no lo es. —Entonces ¿por qué no aprendes que tenemos departamentos que se encargan de las cosas? ¿Por qué no le informas de todo esto a quien le concierna? ¿Por qué no le lloras a mi querida hermana en el hombro?

—Mira, Jim, sé que no es mi cometido hablar contigo. Pero no puedo entender lo que está pasando. No sé qué es lo que tus consejeros oficiales te dicen, ni por qué no consiguen que lo entiendas. Así que pensé en intentar decírtelo yo mismo. —Aprecio nuestra amistad de la infancia, Eddie, pero ¿crees que eso debería darte permiso para entrar aquí sin avisar cuando te plazca? Teniendo en cuenta tu propio rango, ¿no deberías recordar que yo soy el presidente de Taggart Transcontinental? Era una pérdida de tiempo. Eddie Willers lo miró como siempre, no dolido, simplemente confuso, y preguntó: —Entonces ¿no tienes intención de hacer nada con la Línea Río Norte? —Yo no he dicho eso. Yo no he dicho eso para nada. —Taggart estaba mirando el mapa, la línea roja al sur de El Paso—. En cuanto las Minas de San Sebastián se pongan en marcha y nuestra filial mexicana empiece a dar resultados... —No vamos a hablar de eso, Jim. Taggart se volvió, sorprendido por el fenómeno sin precedentes de una ira implacable en la voz de Eddie.

—¿Qué pasa? —Tú sabes lo que pasa, Jim. Tu hermana dijo que... —¡Al diablo mi hermana! —dijo James Taggart. Eddie Willers no se movió. No respondió. Permaneció en pie mirando al frente. Pero no veía ni a James Taggart ni nada en el despacho. Un momento después, hizo una inclinación y salió. En la antesala, los empleados del equipo personal de James Taggart estaban apagando las luces, preparándose para finalizar la jornada de trabajo. Pero Pop Harper, el jefe de contabilidad, seguía sentado en su escritorio, manipulando las palancas de una máquina de escribir medio desmembrada. Todo el mundo en la empresa tenía la impresión de que Pop Harper había nacido en ese rincón en concreto y en ese escritorio en concreto, y que nunca pensaba abandonarlo. Había sido el jefe de contabilidad del padre de James Taggart. Pop Harper levantó la vista hacia Eddie Willers cuando salió del despacho del presidente. Era una mirada pausada y sabia; parecía decir que sabía que la visita de Eddie a esa parte del edificio significaba que había problemas en la línea, sabía que nada había resultado de la visita, y le era totalmente indiferente ese conocimiento. Era la cínica indiferencia que Eddie Willers había visto en los ojos del vagabundo en la esquina de la calle. —Dime, Eddie, ¿sabes dónde puedo conseguir camisetas de lana? —preguntó—. He buscado por toda la ciudad, pero nadie las tiene. —No lo sé —dijo Eddie, deteniéndose—. ¿Por qué me lo preguntas a mí? —Le pregunto a todo el mundo. Puede que alguien me lo diga. Eddie miró con inquietud la cara vacía y demacrada, y el pelo blanco. —Hace frío en este antro —dijo Pop Harper—. Y va a hacer más frío este invierno.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Eddie, señalando las piezas de la máquina de escribir. —El maldito trasto se ha vuelto a romper. No tiene sentido mandarla a arreglar, tardaron tres meses en arreglarla la última vez. Pensé en repararla yo mismo. No creo que dure mucho. —Dejó caer su puño sobre las teclas—. Estás lista para convertirte en chatarra, vieja amiga. Tus días están contados. Eddie se estremeció. Ésa era la frase que había intentado recordar: «Tus días están contados». Pero había olvidado en relación a qué había intentado recordarla. —No sirve de nada, Eddie —dijo Pop Harper.

—¿Qué es lo que no sirve de nada?

—Nada. Todo.

—¿Qué pasa, Pop?

—No voy a solicitar una nueva máquina de escribir. Las nuevas están hechas de hojalata. Cuando las viejas desaparezcan, eso será el fin de las máquinas de escribir. Ha habido un accidente en el metro esta mañana, los frenos no funcionaron. Deberías irte a casa, Eddie, encender la radio y escuchar alguna buena orquesta. Olvídalo, chico. El problema contigo es que tú nunca has tenido una afición. Alguien ha vuelto a robar las bombillas eléctricas, las de la escalera, allí donde yo vivo. Tengo un dolor en el pecho. No he podido conseguir jarabe para la tos esta mañana, la farmacia de la esquina quebró la semana pasada. El ferrocarril de la Texas-Western quebró el mes pasado. Ayer cerraron el puente de Queensborough por reparaciones temporales. En fin, ¿qué más da? ¿Quién es John Galt?

 

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