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Un cuento de Joanna Walsh

Una madre, una hija y una visita a la casa de los abuelos: ¿quiénes somos ante la mirada de los que esperan que seamos alguien? Tomado de Vértigo, el libro recientemente publicado por Periférica y escrito por la autora inglesa nacida en 1970.

Por Joanna Walsh. Traducción de Vanesa García Cazorla.

 

Estoy aquí sentada en el autobús cuando empiezo a preguntarme cómo es que mi ropa se ha vuelto más pulcra que la de mi hija.

Vamos sentadas en la parte delantera del bus. Mi hija no quería, pero yo quería ver el exterior. El autobús se dirige hacia el ocaso. El conductor baja un parasol negro de plástico que cubre a lo ancho la luna delantera, en la que hay un encuadre abierto. La carretera que aparece delante se sucede como una película.

Mi postura es informal, las piernas cruzadas encima del asiento; no obstante, sigo teniendo un aspecto pulcro. Por más que me esfuerzo en quitarme de encima esta pulcritud, no puedo. Me doy cuenta de que es la pulcritud de mi madre, a quien precisamente estamos yendo a ver.

Mi hija, que acaba de entrar en la adolescencia, duerme apoyada en mi hombro. Lo que yo tuve lo tiene ella ahora. Quizás.

Llevo ropa ceñida, pero la ropa ceñida me hace más delgada y parece que voy más arreglada. Si llevo ropa holgada mi cuerpo se desata y arremete contra ella.

Mi hija también lleva ropa ceñida, pero a ella no la contiene. Aún no ha aprendido cómo puede hacerlo. ¿Siente ya la incomodidad de sus muslos dilatándose embutidos en sus vaqueros pitillo? ¿Todavía no sabe que es de mal gusto tener unas piernas con semejante aspecto?

Alzo las mías y las cruzo.

Tienen mejor pinta. Con todo, sigo pareciendo pulcra.

Comparada con otras mujeres de mediana edad no parezco tan pulcra, lo cual me complace.

¿Para qué estoy vestida? Para cualquier cosa que pudiera sucederme: ¡Venga esa cosa! He aprendido. Estoy vestida para cosas que no son. No soy demasiado sexy, ni demasiado despreocupada ni modestamente modesta. No parece que haya hecho un esfuerzo, pero sí parece que podría haber hecho un esfuerzo por parecer que no he hecho un esfuerzo, lo cual es meramente cortés. Además, no pienso desvivirme por salir a correr con zapatos porque sí.

Mi hija va vestida para una de las muchas ocasiones que imagina que podría presentársele con unos vaqueros ceñidos, pulseras, un pañuelo de encaje y una camiseta con la foto de una modelo que dice: tenemos estilo. 15 Una vez me vestí de esa manera: pendientes de aro, sudadera con cuello barco, mallas.

No sé conducir, así que tenemos que coger el autobús interurbano. El autobús nos lleva a través de las afueras de las ciudades, a través de nuevas urbanizaciones amarillas con casas en forma de familia. La gente que vive en ellas tiene trabajos que podrías meter en un libro infantil. Siempre había abrigado la esperanza de ir a parar a uno de esos lugares en los que nadie jamás ha sido viejo.

El autobús nos lleva a través de pequeñas poblaciones, con sus mercadillos, donde vive la gente mayor y donde los inmuebles son más bonitos y menos caros que en la ciudad que hemos dejado o en la ciudad a la que estamos viajando. En tiempos me habría gustado explorar todas las tiendas de cada calle principal para descubrir los rasgos locales, incluso en las cadenas de tiendas. En especial me habría gustado curiosear por las tiendas solidarias, a sabiendas de que, entre las faldas plisadas de segunda mano y las blusas de poliéster encontraría… ¿el qué? Las habría visitado una vez a la semana, dos, quizás todos los días a la hora del almuerzo, cuando descansara de mi trabajo con libros infantiles, antes de regresar a mi casa, situada en una nueva urbanización de las deshilachadas afueras de la ciudad. Habría visitado las tiendas sin llamar la atención. No habría hablado con las mujeres tras las cajas registradoras. Ellas no habrían sabido de dónde era yo. Cada vez que llegara, habrían sonreído a un nuevo cliente. No compraría nada, pero no perdería la esperanza.

En vista del tiempo, he hecho mal la maleta. Ahora lo sé. Tendría que haberme traído unas medias (hace frío). No debería haber traído estos pantalones nuevos que no me sirven. No me he traído nada más.

El autobús se adentra en un pueblo grande (o ciudad pequeña) sembrado de árboles en miniatura, semejantes a escobillas de baño.16 Atardecer: los contornos de los árboles se desdibujan, cambian de color. De lejos son sólidos, firmes; de cerca, una mera enramada.

El conductor sube el parasol y la luna de plástico revela toda la carretera que aparece delante: se ha acabado el juego de encuadres. Y mi hija, que ha estado dormida apoyada en mi hombro, se despierta. Se mueve y —vasta y monumental en el sueño— se vuelve diminuta en movimiento.

Veo a mi madre y a mi padre en la parada del autobús. Son muy pequeños. Mi madre lleva puesta una blusa de color pastel, unos pantalones informales de color pastel y unas zapatillas de lona de color pastel. Sus gafas de sol son menta, melocotón, limón, arándano, crema. Va vestida tal y como le gustaría ver a su nieta vestida: comestible. Aun así, tiene un aspecto formal, arreglado, pulcro. No se lo puede quitar de encima. No alcanzo a oír lo que le dice a mi padre. Dice: «Cuarenta y cinco, y aún tiene que coger el autobús».

El autobús se detiene y de él sale esa clase de gente que acostumbra a viajar en autobús de una ciudad a otra: estudiantes, ancianos —la mayoría mujeres— y la gente de mediana edad que no puede permitirse pagar el tren y que nunca ha madurado lo suficiente para conducir. Nos bajamos del autobús y desaparecemos los jóvenes, los viejos y las chicas fracasadas.

 

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