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Prólogos

Sara Gallardo, viajera entre la literatura y el periodismo

Reúnen las crónicas de viaje de la autora de Eisejuaz

Desde Roma, Londres, París o Salta, viajando al mar en autobús o a Europa en Barco, la autor de Enero deja en estas crónicas reunidas por Fondo de Cultura su obra viajera. Un extracto del prólogo de Lucía De Leone.

Por Lucía De Leone

 

 

 

En varias ocasiones, Sara Gallardo (1931-1988) ha referido el impacto que tuvo en su vida el primer viaje a Europa. Sus traslados más importantes habían sido hasta entonces de la ciudad al campo, donde disfrutaba veraneos enteros en La Chacra, ubicada en la localidad de Bella Vista. Con la parte heredada de esta célebre morada, su padre, Guillermo Gallardo, compra la estancia San Pedro, de Libres del Sur, en Chascomús, y deja de ser heredero para convertirse en propietario: un campo propio donde su familia pasaba largas temporadas. Tampoco faltarán para Sara paseos con amigas, su hermana Marta y su madre, Sara Drago Mitre, por la ciudad porteña.

¡1949, fecha importante! Es cuando sus tíos paternos, Beatriz Gallardo y Manuel Ordóñez, organizan junto a sus hijos el clásico viaje de familia acomodada al Viejo Mundo. La invitada especial es Sarita (como la apodaban, para diferenciarla de las tantas otras Saras del árbol genealógico), preferida de su tía y compañera inseparable de su prima hermana Isabel Ordóñez desde las temporadas infantiles de juegos en el campo. A partir de ese momento, Sara empieza su peregrinaje, que se inicia en la Europa de posguerra, abarca varios puntos del globo y se interrumpe cuando una muerte temprana la encuentra en su ciudad natal, justo después de un viaje.

Aquel convite le permite a Sara conocer otros mundos, transitarlos sin la vigilancia de sus padres y hacerse ilusiones mientras recorre durante seis meses varios países europeos, a los que volverá más tarde por trabajo o cuando decida radicarse definitivamente en Roma. En esa travesía inaugural entra en contacto con culturas, personas y lenguas nuevas quevan forjando las experiencias de esta viajera en iniciación. Ella es, a la sazón, la viajera curiosa que empieza a correrse de a poco de la “burbuja Gallardo”, como decían en familia. Esa aventura poco tiene que ver con los típicos viajes de aprendizaje de los jóvenes herederos de la élite criolla, que tan bien se retrataron en la tradición literaria argentina: en novelas de la generación de 1880, como Música sentimental (1884) o Sin rumbo (1885), de Eugenio Cambaceres, y en las de principios del siglo XX, como, por ejemplo, Los caranchos de la Florida (1916), de Benito Lynch. Se trata de un periplo que Gallardo conoce a la perfección, quizá lo leyó en la literatura y seguramente lo vivenció entre los relatos de sus allegados. Ese conocimiento se confirma cuando lo reconvierte al crear al memorable Julián, el protagonista de su novela rural, la más exitosa, Los galgos, los galgos (1968). Ella, que había decidido dejar la educación formal y abandonar el colegio secundario, no va a París o a Londres a completar estudios, tampoco va a gastar el dinero que sus padres ya no tienen, mucho menos a excederse en calaveradas nocturnas o a perderse entre las máscaras de los bailes. Más aún, no regresará aturdida por una melancolía sin razones conocidas, ni mucho menos vencida por la angustia existencial de un spleen anacrónico.

La chica que ya venía dando señales de distinción e independencia respecto de su núcleo familiar de doble estirpe (nacionalista y clericalista, por vía paterna, y liberal por parte materna), que veía claramente cuán poco tenía de joven heredera, y que mostraba ambiciones lejanas “al gallardismo” y a todo aquello que se pretendía de una niña bien, realiza su propia iniciación. Y vuelve de ese viaje exultante de felicidad, derro-
chando sueños de juventud, como el de llevar adelante una existencia bohemia parisina, que se paliarán con los anhelos de madurez de habitar la Roma del mundo clásico.

El regreso a Buenos Aires de ese primer viaje le revela, entonces, una convicción: hacer del viaje una elección, una forma de vida, ya sea como exploración afanosa de lugares donde residir, siempre temporariamente, o como sondeo constante en sus formas creativas. La búsqueda de Sara Gallardo se compendia en una sola expresión: vivir de viaje.

El estado de viaje se dice de muchas maneras en esta escritora y periodista que supo y pudo combinar, con la habilidad de su “pluma al viento”, la escritura, la práctica periodística y la movilidad geográfica. Una vida pautada por los frecuentes desplazamientos que asumen variaciones inconstantes tanto en sus modalidades como en sus duraciones. Como periodista, va y viene entre distintas publicaciones periódicas (desde  Atlántida a Primera Plana y Claudia), fraguando estilos y formatos (notas, columnas, entrevistas, páginas de moda) y haciendo de su firma un producto de autor o escamoteando su identidad. Como escritora, publica textos literarios que traen apuestas diferentes: en los dispositivos que elige para narrar (el monólogo interior y el indirecto libre de Enero [1958], la primera persona de Eisejuaz [1971], las múltiples voces de El país del humo [1977]); en las tradiciones literarias que reelabora (el ruralismo, el indigenismo, las crónicas de conquista, los relatos de cautiverio); en la construcción de personajes, tramas y,sobre todo, ambientaciones (la pampa, Buenos Aires, el Norte argentino, la Patagonia).

Además, fiel a su convicción de que lo único importante no es llegar a tener una residencia fija, Sara tuvo, o mejor, estuvo en muchas casas. Para empezar, cuenta haber nacido en la casa de la calle Libertad al 1200, en la víspera de la Nochebuena de 1931 y a la vieja usanza, en un parto realizado con menos recursos que los que se tienen hoy fuera del sistema hospitalario. Cuando no estaba en el campo, en el piso de abajo de La Chacra o en la casa del casco de San Pedro, su infancia urbana transcurría en el primer piso de la avenida Callao 1870. Muchos años después de haber circulado por varias moradas entre América y Europa, en 1975 se instala en Argentina, en casas a veces alquiladas y casi siempre prestadas en la provincia de Córdoba. Entre ellas, ocupa junto con sus hijos una de las dependencias de El Paraíso, de su amigo Manuel Mujica Lainez, hasta que en 1978 emprende su último viaje a Europa, que continuará hasta el final de sus días, en 1988. 

No es casualidad que la película preferida de Gallardo, Lawrence de Arabia (1962) de David Lean, trate sobre un personaje ávido por desplazarse, que viaja y se involucra de lleno con una cultura y una sociedad que no son las suyas y que luego quede un tanto descolocado, despojado, sin inscripción fija: es demasiado árabe para los ingleses pero demasiado inglés para los árabes. 

La escritora Griselda Gambaro, en “Evocación a Sara Gallardo”, la recuerda como una persona con la necesidad práctica de desprenderse de todo: “Cambio de lugares, de países. Regalaba sus cosas y empezaba de nuevo”. En el prólogo a Narrativa breve completa, Leopoldo Brizuela cuenta que ella se sentía muy próxima a Edith Stein, la filósofa y mística polaca de ascendencia judía, convertida al catolicismo en la orden de las Carmelitas Descalzas de Colonia, víctima en Auschwitz y luego canonizada como Santa Teresa Benedicta de la Cruz, de quien proyectaba escribir su biografía, según el escritor, “por la sensación de ser extranjera en todos lados y por el progresivo despojamiento”. A partir de los paralelismos entre una forma de vida marcada por los constantes movimientos, sin un ancla definitiva, y una propuesta literaria errante y que despista, Alejandra Laera propone en “Sara Gallardo, más allá del paraíso” que Gallardo no construye un estilo y piensa su escritura “como quien se instala agradecida en casa ajena. Se instala por demasiado tiempo, pero no para siempre. La habita para dejarla cuando ya la ha hecho suya”.

 

Entre la literatura y el periodismo, entre su lengua materna y otros idiomas con los que entrevistaba a celebridades internacionales y muchas veces traducía libros al castellano, entre América y Europa, entre el campo y la ciudad, entre la tradición y la novedad, entre lo heredado y lo elegido, entre la seriedad con la que concebía su literatura y el macaneo practicado en el trabajo periodístico, entre la vocación y la profesión, Sara Gallardo es también una “puerta de viajes”. Como la cautiva que crea para el cuento “Las treinta y tres mujeres del Emperador Piedra Azul” (El país del humo), atrapada en las redes del cacique, sabe que afincarse es apartarse del misterio, y frente al encierro o la permanencia en un lugar siempre elegirá la otra vía: escaparse.

 

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