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Tan cerca, tan lejos: un cuento prohibido en Corea del Norte

Tomado de La acusación

Libros del asteroide acaba de publicar La acusación, del escritor norcoreano Bandi, que publica bajo un seudónimo para poder mostrar los cuentos que ocultó durante años. Durante la guerra se refugió junto a sus padres en territorio chino, hasta que regresó a Corea del Norte. "Lector, ¡te ruego que leas mis palabras!", pide en el epílogo.

Por Bandi.

 

—¡Ah, pero...! —exclamó Jeong-suk al oír el ruido de la puerta que se abría y se levantó de un salto.

Acababa de cambiar a su hijo, y el pañal se le cayó de las manos, golpeando el suelo con un sonido sordo. El hombre que estaba en el umbral parecía ser quien estaba esperando, pero su aspecto era tan miserable que no pudo evitar sentir un escalofrío.

Tenía el rostro chupado y se le marcaban todos los huesos. Su ropa estaba negra de suciedad. De su espalda colgaba una bolsa vacía que parecía un harapo... De naturaleza, era un hombre delgado, con la espalda ligeramente encorvada, pero a Jeong-suk más bien le pareció que tenía delante a un viejo, y no a su marido. Era como si hubiera envejecido veinte años.

¿Cómo podía cambiar tanto el aspecto de una persona en tan solo veinte días? ¿Cómo podía ser que sus rasgos se hubieran vuelto tan irreconocibles después de la visita a su pueblo natal, al que no había ido desde hacía tres años?

—Pero ¿qué pasa, mujer?

—¡Padre de Yeong-min! —gritó Jeong-suk arrojándose en brazos de su marido—. ¡Estás vivo! ¡Vivo! ¡Oh!

—Cálmate, venga, que vas a despertar al niño.

—¿Sabes cuánto tiempo te he estado esperando? ¿Cuánto tiempo? —decía Jeong-suk golpeando el pecho de su marido.

—No deberías haberte preocupado.

—¿Cómo no iba a hacerlo? Te fuiste de repente, sin autorización. Y te subiste al tren enfadado y borrachí- simo. ¿Cómo quieres que no me preocupase?

—¡Ah, sí! Siento mucho lo que hice.

—Pero ¡de qué me quejo! Dime, ¿cómo está tu madre?

—Mi madre...

—Entonces...

—No, no es lo que tú piensas. No he visto a mi madre.

—¡Pero qué dices!

—Ni siquiera he podido llegar a casa.

—¿Qué? ¿Y dónde has estado...?

—¿Puedes darme un poco de agua primero, por favor?

Con un gesto brusco, su marido se bajó la cremallera del cuello de la chaqueta y tragó saliva varias veces; su nuez, que sobresalía, se movió. Jeong-suk corrió a traerle un vaso de agua, que él bebió de un solo trago. Después se hundió en una silla y dirigió una mirada a su hijo.

—¡Yeong-min ha crecido mucho!

Entonces Jeong-suk se percató de que la voz de su marido era la de un hombre hambriento y exhausto.

—Quédate un rato con Yeong-min mientras te preparo algo...

Jeong-suk entró en la cocina. Limpió rápidamente el arroz y le gritó a su marido:

—¿Quieres aclararte la cara con agua fría, cariño?

No hubo respuesta.

—¿Cariño?

Abrió la puerta y vio sorprendida que su marido ya se había quedado dormido. Con la cara pálida y la boca medio abierta parecía un muerto. Un piojo blanco le asomó por el jersey y descendió por el dobladillo del pantalón negro. Jeong-suk atrapó el piojo disgustada; hubiese preferido no ver nada de todo aquello. Sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas. ¿Qué mal le habían infligido a su marido, un hombre humilde, amable y dubitativo, que lo había dejado hecho un despojo?

Jeong-suk pudo escuchar toda la historia tres días más tarde, cuando su marido se hubo restablecido.

 

Su madre, vestida de blanco, está a los pies de la colina, al otro lado del río. ¿Cómo ha podido llegar hasta allí, si está enferma? El barquero rema con ahínco, pero la barca se mueve lentamente, y Myeong-cheol se impacienta. Antes de que la barca llegue al muelle, salta al agua. No imaginaba que cerca de la orilla el agua fuese tan profunda. Myeong-cheol se hunde en las aguas verdes y azules. Agita los brazos hasta llegar a la superficie, pero la corriente lo arrastra hasta el centro del río.

—¡Myeong-cheol!

Ve a su madre corriendo por la orilla con el rostro blanquecino.

—¡Madre! ¡Madre!

Myeong-cheol grita y mueve los brazos con toda la fuerza posible para alcanzar a su madre.

—Hyeonnim! Hyeonnim!

Una mano le zarandea el cuerpo.

—¡Eh! ¡Eh!

Myeong-cheol abrió los ojos y despertó de su sueño. ¿Quién era ese joven? ¿Por qué lo miraba tan preocupado? Su conciencia se fue aclarando y percibió el ruido del tren avanzando sobre los raíles. Estaba acurrucado en un rincón, junto a la ventana, y se incorporaba de repente. Debía de ser tarde, porque toda la gente que se amontonaba en el pasillo se había dormido con las cabezas hundidas entre las rodillas.

—¡Ah, por fin has despertado! —murmuró el joven, aliviado—. Hyeonnim, estabas tan borracho que has subido al tren sin billete y sin autorización de viaje.

—¿Eh?

Fue como si le hubiesen arrojado agua fría. De repente todo lo que le había pasado hasta entonces desfiló ante él como en una película.

 

El ambiente en la sala de espera del Servicio Número 2 dedicado a expedir autorizaciones de viaje era irrespirable. Y no solo porque hubiese mucha gente esperando su turno o porque fuera hiciese el calor abrasador propio de la tercera y más intensa canícula del verano. Más bien era a causa de la asfixia que provocaba aquella sala pequeña como una caja de cerillas con los muros forrados de información sobre la reglamentación de viajes y con las palabras «multa», «sanciones legales» y «campo de trabajo forzoso» que parecían precipitarse como lanzas sobre la concurrencia. A esa sensación opresiva también contribuían las voces crispadas procedentes de detrás de las taquillas y las voces suplicantes de aquellos que, uno tras otro, presentaban sus solicitudes.

Cada vez que un nuevo solicitante se dirigía hacia la taquilla, todos se preguntaban si su petición sería expedida o rechazada. Entre la concurrencia no se oía nada, nadie tosía. Excepto las conversaciones entre los funcionarios y los solicitantes, reinaba un silencio sepulcral. Uno de cada diez obtenía el ansiado permiso de viaje, del mismo tamaño que la palma de una mano, suscitando suspiros de envidia en los demás.

Después de esperar unos cuarenta minutos, Myeongcheol llegó finalmente ante el pequeño agujero de cristal.

«¿Qué se le ofrece, camarada?», pareció preguntarle el funcionario de mediana edad mirándolo con sus ojos grandes y penetrantes. Su mandíbula ancha, su frente estrecha y la piel grisácea recordaban una especie de nabo de otoño en forma de rana. Se sentaba como un juez medieval, en una silla alta que lo elevaba por encima del resto, de manera que Myeong-cheol, pese a su altura, debía levantar al máximo la cabeza para ver aquel rostro.

—¿Qué le ha traído aquí? —dijo el funcionario elevando el tono de voz, como si le reprochase que no hubiese dicho nada al ser preguntado con la mirada.

Myeong-cheol, intimidado, no acertaba a articular palabra. Siempre que se enfrentaba a un problema, su corazón se encogía. Como en esa situación: ¡tenía tanto que decir! Y, sin embargo, estaba bloqueado. Había recibido tres telegramas de su pueblo natal con el mismo mensaje: «Mamá en estado crítico. Ven pronto», pero todavía no había podido ir, ya que en cada ocasión la autorización de viaje le había sido denegada. Podía ser que la muerte de su madre se produjera aquel día o al día siguiente, y si no partía inmediatamente era seguro que no la volvería a ver... No faltaban argumentos, pero asediado por la mirada penetrante del funcionario, solo pudo balbucear:

—Yo... tenga... —E introdujo por la ranura el peque- ño telegrama con las manos sudorosas.

—¿Y esto qué es? —refunfuñó el funcionario como hablando consigo mismo.

—Es un telegrama.

—¡Ya sé que es un telegrama! Pero tú eres un trabajador. ¿Por qué lo traes tú y no el encargado de tramitar los certificados en tu trabajo?

—Sí... se lo trajo... pero me dijo que mi solicitud había sido rechazada...

—¿Cómo dices, camarada? ¿Y de verdad crees que si vienes tú en persona te concederán lo que ya te han denegado?

—No quería decir eso... pero es que es la tercera vez... Myeong-cheol sacó los otros dos telegramas arrugados del bolsillo interior de su chaqueta y los pasó por la ranura.

—Se lo suplico... soy su primer y único hijo varón. En mi pueblo solo quedan mi madre y una hermana pequeña ya casada.

—¡Venga! ¡Ya basta!

Los tres telegramas salieron disparados de la taquilla, como si quisieran taparle la boca.

—La orden viene de arriba. Está previsto que un Acontecimiento Número 1 se lleve a cabo en esa región, y me han pedido que limite al máximo las autorizaciones para viajar a la zona. ¿Es que también tengo que explicarte otros secretos nacionales?

—Sí, ya lo sé, pero es que mi madre está a punto de morir...

—¡Eh, oye, que aquí no estamos negociando! ¡Que estás en el Servicio Número 2!¿De acuerdo? ¡En el Servicio Número 2!

Los ojos del hombre lo repasaron de arriba abajo con agresividad, y a Myeong-cheol se le escapó un suspiro de resignación desde el fondo del corazón.

El Servicio Número 2 se integraba en el seno del comité de administración económica del ejército, pero dependía de la policía y estaba integrado por agentes de seguridad vestidos de civil a los que todo el mundo reconocía por los humos que gastaban, como si llevasen galones en el hombro. No era en vano que el funcionario de ojos penetrantes, en claro abuso de su poder, hubiera insistido dos veces en que se hallaban en el «Servicio Número 2». Después de haber vivido treinta años en ese país, Myeong-cheol ya estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones y entendía rápidamente lo que significaban. Dio un paso atrás y se retiró dócilmente de la taquilla. En aquel instante se le apareció su madre enferma, en la cama, y su hermana pequeña, que se veía obligada a desatender las obligaciones de su hogar para velar a la madre mientras esperaba a su hermano. ¡Su madre! ¡Esa pobre mujer de cuerpo frágil que había trabajado duramente en la granja para criar a dos niños sin padre!

Myeong-cheol habría querido regresar a su pueblo después del servicio militar y dedicarse a cultivar la tierra para ayudar así a su madre, que no podía abandonar sus tareas en el campo hasta alcanzar la edad de jubilación. En aquel lugar, además, tenía una chica de la que se había enamorado y con la que se había comprometido. Pero al acabar el servicio militar recibió la orden, como todos los hombres de su unidad, de incorporarse al trabajo en las minas de la montaña de Keomdeok y no pudo cumplir su deseo de volver a casa. Hizo todo lo posible para abandonar la mina y regresar junto a su madre: preparó regalos para el responsable del Partido en su trabajo, ayudó al jefe de servicios de la mina a reparar el sistema de calefacción, intentó obtener la ayuda de un amigo e incluso falsificó certificados médicos. Pero el sistema, inflexible, no cedía lo más mínimo. Myeong-cheol, pues, tuvo que renunciar a sus planes y dejar a su madre en el pueblo. Al menos, pudo llevarse consigo a su prometida. El tiempo pasó. Myeong-cheol fue padre, y su madre llegó a la ansiada edad de jubilación. Tras la cosecha de aquel año, Myeong-cheol finalmente estaría en condiciones de traérsela con ellos. Pero ¿quién podía imaginar que caería enferma antes de superar ese último obstáculo?

Myeong-cheol salió del Servicio Número 2 vacilando. Callados sollozos ascendían por su pecho. Sus dulces y tiernos ojos de cordero se llenaron de lágrimas. ¿Tan lejos estaba Solmue, su pueblo? ¿Tanto como Tokio o Estambul? Solmue, que se hallaba en su propio país, parecía inalcanzable. Si se lo permitiesen estaría dispuesto a recorrer a pie mil li o diez mil li, pero eso también estaba prohibido por las reglamentaciones de viaje.

Myeong-cheol quería llorar con toda su rabia, quería golpear el suelo y agitar sus puños contra el cielo. Pero en este país incluso llorar está considerado un acto de sedición y podía suponer una condena a muerte. La ley exige que la gente sonría pese a sus sufrimientos y cada uno debe tragarse solo su amargura. Myeong-cheol camina con el cuerpo y el alma aplastados por la desesperación y la injusticia que infringe un poder absoluto contra el que no se puede hacer nada. Vaga sin objeto ni rumbo por las calles del pueblo. Todo le da asco. Le irrita el canto de las cigarras que a veces parece que refresque el calor ardiente de julio, y el mero acto de respirar o de poner un pie en el suelo le supone un esfuerzo supremo, agotador. Si lo piensa bien, aunque todavía es joven, se ha hallado demasiadas veces en circunstancias como esta.

Al acabar la secundaria, y mientras soñaba con entrar en la universidad, fue llamado por el Bowibu Nacional para realizar el servicio militar en el Ejército Popular. Luego, al terminarlo, momento que había estado esperando durante mucho tiempo, le obligaron a formar tras un dirigente que enarbolaba una pancarta señalándole su nuevo destino para después subirse a un camión junto con su unidad militar. Aquel día también tuvo la sensación de sufrir un fracaso monumental y se vio obligado a llorar en silencio.

—¡Eh! ¿Myeong-cheol? ¡Sí, Myeong-cheol!

Estaba en mitad de la rotonda frente a la estación, con los ojos todavía clavados en el suelo, cuando oyó aquella voz. Levantó la mirada y vio a un hombre alto de cabellos rizados cruzando la calle hacia él.

—Qué, ¿cómo ha ido? —le preguntó ansioso.

Myeong-cheol entendió enseguida que su amigo Yeong-ho quería saber qué había sucedido con la autorización de viaje, ya que antes, cuando iba camino del Servicio Número 2, se había encontrado con él frente al cine. Yeong-ho había ido a buscar una botella de alcohol para despedirse de su hermano pequeño, que había venido a verle después de mucho tiempo. Al encontrarse con Myeong-cheol, este le explicó su problema, y Yeong-ho se preocupó por el asunto de su amigo.

—Qué, ¿la tienes o no? —preguntó Yeong-ho.

Pero Myeong-cheol no podía ni abrir la boca sin sentir un hormigueo de pena en la nariz. No procedían del mismo pueblo, pero habían entrado el mismo día y a la misma hora en la misma unidad de combate, y también ambos habían sido enviados a trabajar a las minas contra su voluntad. Todas esas vicisitudes habían hecho que entre ellos naciera una estrecha amistad. Ahora eran padres y maridos, y ellos y sus respectivas parejas tenían una relación mucho más estrecha que si fuesen familia.

—O sea, que no ha salido bien, ¿verdad? —se respondió Yeong-ho a sí mismo para evitar que Myeong-cheol rompiese a llorar—. Lo sabía. Antes, cuando me he encontrado contigo, no quería desanimarte, ¡pero si supieses cuántas veces he tenido que ir yo también a ese Servicio Número 2! Intenté prolongar tan solo un día más la estancia de mi hermano, pero el funcionario de la taquilla no me hizo ni caso. Todo porque un compañero de trabajo de mi hermano, que había registrado la autorización con él, finalmente no había podido viajar. Mi hermano y su compañero debían venir juntos a visitar una fábrica de maquinaria que hay en esta región, pero el otro enfermó y él ha tenido que venir solo. Mira que se lo he explicado centenares de veces a los agentes del servicio, pero no han querido saber nada. Esos tipos no tienen ni pizca de comprensión. ¡Su sensibilidad es la de un tronco o la de una piedra!

—Si al menos me hubiesen dejado explicarme, pero ni eso...

Myeong-cheol no pudo acabar la frase sin que la nuez de su cuello oscilase de nuevo como si fuese a sollozar.

—¡Maldita sea! ¡Venga, vamos, Myeong-cheol! —gritó Yeong-ho cogiendo a su amigo de la muñeca mientras con la otra sostenía la botella de alcohol—. ¡Solo podemos soportar un día así emborrachándonos!

Aquel día Myeong-cheol bebió con su amigo hasta emborracharse. Como el hermano pequeño de Yeongho prefirió no probar el alcohol porque debía partir en tren aquella misma noche, se acabaron la botella entre los dos. Al principio, Myeong-cheol todavía conservaba un poco de lucidez. Yeong-ho, sin embargo, ya estaba como una cuba, y empezó a perorar que si se presentaban tres telegramas te debían expedir la autorización de viaje y que si alguien lo rechazaba era porque había salido del vientre de una bestia y no era hijo de mujer y que, a fin de cuentas, Myeong-cheol debía irse sin preocuparse de la maldita autorización ni de nada. Myeongcheol, por su parte, no lograba ni siquiera imaginar la posibilidad de seguir el consejo de su amigo. El hermano pequeño de Yeong-ho, Yeong-sam, sintiéndose mal por la situación de Myeong-cheol, apoyó la idea y sugirió que Myeong-cheol le acompañara al menos hasta la estación donde debía cambiar de tren, ya que el compañero de trabajo que constaba en su autorización de viaje no había venido finalmente. Pero Myeong-cheol solo tuvo una respuesta:

—No soy capaz.

—¡Ay...! —dijo Yeong-ho indignado y golpeando con el palillo el borde de la mesa—. ¡Eres dócil como un cordero! Parece que te hubieran entrenado desde la infancia. No puedes ser tan obediente en un mundo así.

—¡Pero tú eres igual, Yeong-ho! ¿Cómo habrías sobrevivido en un mundo como este si no te hubiesen amansado?

—¡Sí, tienes razón... qué mierda! ¡Venga, Myeongcheol, olvidemos todo eso y cantemos!

El tren silba en el cielo nocturno sin estrellas
Y desgarra la tripa de los hombres desgraciados

Aquella noche Myeong-cheol caminó haciendo eses hasta llegar a su casa. Puesto que Yeong-ho había hablado un rato antes sobre las alondras, Myeong-cheol se paró en el portal de su casa, donde colgaba una jaula con una pareja de esos pájaros. Aquellas alondras se las había regalado su cuñado con el fin de calmar la nostalgia que Myeong-cheol sentía por su tierra. Para él, que nunca había dejado de soñar con el retorno a su pueblo pese a tener ya enterrada la placenta de su hijo en este nuevo lugar, aquella pareja de alondras representaba el cielo azul y el campo dorado de su infancia. Al oír cómo trinaban por la mañana y durante el crepúsculo, le parecía sentir la corriente del río de su pueblo y la voz de su madre, que tanto echaba de menos. Borracho como estaba, se emocionó contemplando la jaula y la descolgó. De repente, en el lugar de la jaula vio el rostro de su madre moribunda.

—¡Madre! ¡Ya sé que me estás esperando con una mano en el pomo de la puerta que conduce al otro mundo, pero de verdad que no puedo ir! ¡No puedo! ¡Madre!

Su mujer salió y lo agarró:

—Venga, entra y acuéstate. Tú no tienes la culpa de no poder ir. No, no tienes la culpa. El mundo es demasiado cruel. ¿Cómo pueden hacernos tanto daño...?

Las lágrimas de su mujer oprimían aún más el corazón de Myeong-cheol.

—¡Sí! ¡No es mi culpa! ¡No es mi culpa! ¿Acaso somos como alondras dentro de una jaula, eh?

Entonces, furioso, Myeong-cheol, abrió la jaula con ímpetu. Las dos alondras silbaron en señal de agradecimiento y huyeron.

—¡Sí! ¡Iros! Vosotras también tenéis una tierra y una madre que os trajo al mundo... —murmuró Myeongcheol mientras veía cómo las alondras se alejaban aleteando hasta convertirse en dos puntos en el cielo. Luego tiró violentamente la jaula al suelo. Ver a los pá- jaros volar en completa libertad le produjo una envidia ardiente, y un coraje insólito le corrió por la sangre.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Si vosotras os vais yo también me iré!

Sin titubear, Myeong-cheol entró precipitadamente en la habitación. Estuvo buscando una mochila que había dejado colgada. Era una mochila llena de frutos de majuelo que su mujer había cogido en el bosque y había secado. Pensó que aquellos frutos irían bien para la enfermedad del corazón que sufría su madre.

—¿Qué haces, cariño? ¡No pierdas la cabeza!

Myeong-cheol salió de su casa a trompicones después de librarse de su mujer, que intentó retenerle sin éxito.

 

No se acordaba de lo que había sucedido después. Según Yeong-sam, Myeong-cheol había subido por pura coincidencia en el mismo vagón que él. Lo ayudó a sentarse y, poco después, Myeong-cheol empezó a roncar. Yeong-sam le dijo a los inspectores que Myeong-cheol era su compañero de trabajo y que se había quedado dormido después de beber un poco más de la cuenta, lo que les permitió superar sin más problemas los cuatro controles de los que fueron objeto.

—Hyeonnim, debo bajar en la próxima estación. ¿Qué harás tú? A partir de ese momento deberás ir solo, como un partisano. —Yeong-sam murmuró estas palabras al oído de Myeong-cheol, mientras este, tenso, asentía.

Pero no sabía actuar como un partisano y lo vio todo negro. De repente le aterrorizó pensar que en cualquier momento lo atraparía la bestia y lo descuartizaría. No imaginaba, con todo, que la bestia llegara tan pronto.

Unos veinte minutos después de que Yeong-sam se apease en su estación, llegó el momento crítico. El vagón hervía como una olla de caldo de arroz con el revuelo de los pasajeros que subían y bajaban. Entonces el sueño de los que dormían se quebró con el sonido de una voz atronadora:

—Vamos a proceder al control de las autorizaciones de viaje, ¡vayan preparándolas!

Por lo que había dicho Yeong-sam, aquel era el quinto anuncio de ese tipo, pero al ser el primero que Myeongcheol escuchaba sintió como si le hubiesen dado un puñetazo en el pecho. Los dos agentes de la compañía de ferrocarriles enfundados en sus uniformes azules iban avanzando como si fuesen víboras desde cada extremo del pasillo, alumbrando con sus linternas.

El corazón de Myeong-cheol latía a toda velocidad. Un sudor frío le recorrió todo el cuerpo. Se estaba mareando.

—¡Eh, tú, levanta! ¡Camina, joder!

Los alaridos de uno de los pasajeros que arrastraban los agentes, unos cuantos asientos por delante de donde se hallaba Myeong-cheol, provocaron en él un agudo zumbido que le perforó los oídos, al que siguió la caída de una cortina de oscuridad que le cubrió los ojos. La razón, el orgullo o la vergüenza habían perdido cualquier sentido. Solo contaba el instinto de escapar de aquella situación. Los pies de Myeong-cheol empezaron a deslizarse bajo el asiento que tenía delante empujando las piernas de otros pasajeros como una anguila penetra en un arenal. Primero desaparecieron sus tobillos, después sus rodillas, su cadera, su tronco y, finalmente, todo su cuerpo, hasta la cabeza.

Entonces le invadió un olor pestilente a humedad que no había sentido mientras estaba sentado. Se retorció como una serpiente de forma que las rodillas le rozaban la barbilla, pero aun así sus grandes extremidades desbordaban su escondite. Mocasines llenos de polvo y zapatillas deportivas negras casi le tocaban la nariz, pero él lo agradecía, porque todas aquellas piernas le protegían como una cerca de cañas y de tallos de sorgo. Ese sentimiento de gratitud, sin embargo, duró poco. De repente, un arrebato de vergüenza y de remordimiento le revolvió la sangre de rabia. «Pero ¿qué crimen he cometido? ¿Es que he matado o he robado a alguien? ¿De verdad que es un crimen tan horroroso querer acudir junto al lecho de mi madre enferma en mi propio país?» La pulsión de salir de una vez por todas de su escondite le invadió por completo.

En aquel momento, la luz de la linterna cayó sobre sus ojos como una flecha, y Myeong-cheol encogió un poco más su cuerpo tembloroso.

—¡Autorización de viaje! —Una voz severa resonó sobre su cabeza como si le hubiesen aturdido con una maza.

Contuvo la respiración y se fijó en el cinturón del agente mientras este verificaba una autorización apuntándola con la luz de la linterna; una gruesa cuerda colgaba amenazante del cinturón y, al verla, un escalofrío le erizó la piel. No era la pistola lo que le asustaba, era la cuerda manchada de sangre, que le traía brutalmente a la mente una imagen de su infancia.

 

Fue un día de primavera, cuando a su alrededor todavía olía todo a leche y Myeong-cheol ni siquiera había acabado quinto de primaria. La dirección de la escuela de su pueblo mandó formar a todos los alumnos en fila y los llevó a un campo en el que normalmente trillaban el grano, pero en el que aquel día iban a ejecutar a un contrarrevolucionario. El condenado estaba atado al tronco de un melocotonero, bajo sus ramas a punto de florecer. Mientras el fiscal lo acusaba de llenar de excrementos las manzanas reservadas para exportarse a la Unión Soviética, el reo se retorcía con todas sus fuerzas de un lado a otro. Parecía que quería defenderse de las acusaciones gritando y gesticulando con los brazos, pero un pañuelo lo amordazaba y su cuerpo estaba atado. Sus movimientos eran cada vez más bruscos, hasta que desgarró una de las cuerdas, cosa que le animó a revolverse todavía con más fuerza. Entonces, uno de los agentes de seguridad, con casco, corrió hacia él. Con un movimiento ensayado cogió otra cuerda de su cinturón y ató de nuevo al prisionero.

Momentos después, una salva de fusiles retumbó en los oídos de los presentes. El olor a pólvora y a sangre se extendió por el aire dulce de la primavera. Un camión se acercó con gran estruendo y se detuvo tras el melocotonero. Dos agentes de seguridad sacaron de sus bolsillos navajas provistas también de un calzador y empezaron a cortar las cuerdas que asían al cadáver al tronco del árbol. El agente del casco recogió la cuerda con las manos desnudas, sin importarle que estuviese manchada de sangre, y se la metió en el bolsillo del pantalón. Esto último provocó en Myeong-cheol un escalofrío mucho más intenso que el ruido de los disparos de los fusiles.

El recuerdo de aquella cuerda quedó fijado durante mucho tiempo en su memoria. Los días que no podíahacer los deberes, o cuando no podía acabar alguna de las tareas extraescolares que le imponían, siempre sufría pesadillas en las que acababa apareciendo la cuerda de marras. Incluso él se dio cuenta de que, a partir de esa época, su comportamiento hacia los profesores y hacia el Sonyeondan se hizo más sumiso.

Todavía vio una vez más aquella cuerda, que para él representaba una absoluta obsesión. Fue el día que terminó su servicio militar y lo enviaron con su unidad a un nuevo destino. Myeong-cheol fijó su atención en la cuerda y la pistola que colgaban del cinturón del oficial que debía acompañarles a las minas de las montañas de Keomdeok.

¿Era casual o era el destino el que le obligaba a ver aquella cosa horrorosa otra vez en el tren, en un momento tan alarmante? Parecía que la cuerda le dijera que ambos estaban unidos de forma indefectible.

Myeong-cheol contuvo la respiración hasta que los agentes desaparecieron del vagón llevándose a las personas que habían detenido. De repente se produjo un corte de luz sin el cual Myeong-cheol hubiese continuado encogido bajo los asientos por tiempo indefinido: pasado el peligro, su orgullo le hubiese impedido salir del escondite. La repentina oscuridad, sin embargo, le permitió levantarse rápido y cruzar al otro vagón como un fugitivo. Durante todo ese rato no había dejado de asir con la mano la mochila llena de frutos de majuelo, que oscilaba junto a su muslo con cada paso.

 

Había pasado solo una noche y una mañana en el tren, pero Myeong-cheol parecía otra persona. El cristal de la ventana reflejaba el rostro enjuto de alguien que ha sufrido una fiebre intensa. No era extraño. Para lograr esquivar dos nuevos controles, Myeong-cheol se había metido una vez en el lavabo, que olía a mil demonios, y luego se había escondido suspendido entre los vagones y la plataforma del último convoy. Escuchar el llanto de los detenidos, a los que obligaban a apearse del tren a medio camino, le había alentado a seguir ocultándose, aunque fuese de forma humillante o peligrosa. Pero todo eso ya había pasado. A medida que se acercaba a la estación de su pueblo natal crecía su emoción. Cada vez que imaginaba el rostro de su madre a través de la ventana, enferma en la cama pero llena de alegría por el reencuentro, tragaba saliva y acariciaba la mochila con los frutos que tenía encima de sus rodillas.

Finalmente, en el momento en el que el sol se elevaba sobre la cresta del Seokda, Myeong-cheol bajó en la estación de su pueblo y salió sin problemas de ella saltando una valla. La verdad era que había llegado a su tierra de forma clandestina, pero no había tenido elección. Caminó deprisa, dejó atrás el centro del pueblo y subió por la colina de Maldeung, desde cuya cima se podía observar el curso del río Soyang. ¡Ya solo debía franquear aquel río que le era tan familiar, recorrer diez li a través de un llano y rodear una montaña hasta llegar a Solmue!

Myeong-cheol sentía que estaba llegando a casa. El sol, ya alto, quemaba con sus rayos, pero la brisa del Soyang refrescaba el ambiente. Se deleitó escuchando el sonido del agua que fluía lentamente y el canto de las aves acuáticas. La sierra de Hyan rodeaba Solmue, para entrar o salir del pueblo sus habitantes debían cruzar forzosamente el Soyang, que para ellos era su río madre y la fuente de sus recuerdos. Uno de aquellos recuerdos hizo estremecer a Myeong-cheol de la emoción.

 

Había sucedido un día de otoño; él tenía cinco años. Para ir a casa de su abuela, Myeong-cheol y su madre debían cruzar el Soyang en barca. Al bajar en la otra orilla, al pequeño se le metió entre ceja y ceja volver a atravesar el río. Su madre estuvo un buen rato intentando disuadirle, pero no hubo manera. Finalmente, fue a pagar al barquero para que les volviese a llevar.

—¡Pero si ya has pagado, mujer! —le dijo el señor.

—Es que el niño quiere volver a subir.

—¿Qué quiere? ¿Ir y volver otra vez?

—Lo siento, ya sé que para usted es un poco cansado...

—¡Ja, ja! ¡Cómo son los niños! ¿Dinero? ¿Qué dinero? ¡Venga, sube!

El deseo de Myeong-cheol fue, pues, satisfecho. No cabía en sí de gozo mientras iba y volvía en la barca. Pero al bajar, su madre empezó a vomitar. ¿Cómo iba él a saber, siendo tan pequeño, que eso podía pasar?

—¡Ya me parecía que era usted demasiado buena con los caprichos de este niño! —dijo el viejo barquero observando con compasión el vientre redondo de la madre—.Y más todavía en su avanzado estado...

Myeong-cheol no había olvidado las palabras del barquero. Tal vez por ello, siempre que pensaba en su madre, como durante la noche en el tren, la veía en la orilla del río o en el muelle para tomar la barca. «Madre, espera un poco más. Pronto este hijo tuyo, como en un sueño, se presentará ante ti.» Con el polvo que levantaban sus pasos parecía que de sus pies surgiesen alas. De esta manera llegó hasta la entrada del puente que cruzaba el Soyang. Entonces oyó que gritaban «¡Alto!». Un bandazo le sacudió el cuerpo. En su entusiasmo no había tenido en cuenta la barrera ni el puesto de control que había en la entrada del puente. Creía que solo controlaban a los vehículos, pero no a los peatones.

—¡Muéstrame tu carnet de identidad! —le espetó un hombre con los ojitos fijos como los de un pequeño cuervo y un mentón en forma de almeja.

Tendría la misma edad que Myeong-cheol, pero iba limpio e impecable. Llevaba un fusil a la espalda y había salido un paso por delante de su garita parecida a un panal. Myeong-cheol creyó que el suelo se hundía bajo sus pies. Vaciló durante unos instantes, pero después sacó el carnet de identidad. El hombre examinó atentamente el carnet y después requirió de nuevo:

—La autorización de viaje.

—Esto… No la tengo.

Estaba atrapado.

—¿Cómo? —contestó el guardia abriendo sus ojitos como si se le fuesen a romper los párpados—. ¿Has llegado hasta aquí desde la provincia de Hamgyeong sin autorización de viaje? ¿Y encima te presentas en pleno Acontecimiento Número 1? ¡No me lo puedo creer!

Cogió el silbato que colgaba de su muñeca y empezó a soplar con un pitido corto. El puesto de control situado junto a la barrera se abrió con un golpe brusco:

—¿Y ahora qué sucede?

—¡Aquí hay uno que ha venido desde Hamgyeong sin autorización de viaje!

—¡Pues es un verdadero héroe! ¡Venga, ven aquí! ¡Aquí!

Myeong-cheol entró en el puesto de control. Había sido llamado por un agente de seguridad de patillas negras y charretera en forma de T. En la garita también se encontraba el guardia al cargo de la barrera y un pu- ñado de personas detenidas, como él. Myeong-cheol nunca habría sospechado lo que le esperaba en aquel lugar. El hombre de las patillas, que estaba sentado frente al resto de detenidos mientras les regañaba, se detuvo y empezó a hablar dirigiéndose a Myeong-cheol:

—¡Mirad! ¡Ponemos un montón de controles entre los distritos y encima todavía hay fantasmas como este que aparecen a plena luz del día!

El hombre de las patillas señaló a Myeong-cheol como pinchándole con el dedo.

—¿De qué lugar de la provincia de Hamgyeong vienes?

—Del distrito D.

—¿Y qué haces allí?

—Soy minero.

—¡Ah, bravo! ¡Bravo! ¿Y cómo pretendes que la mina de Keomdeok alcance sus objetivos de producción con gente como tú? —dijo el hombre de las patillas agitando su mano mientras dirigía la mirada de nuevo al resto de detenidos—.¿Veis por qué debemos organizar controles? ¿Lo veis o no? La autorización de viaje no solo la pedimos para cazar espías enemigos. ¿Lo ves, abuela?

—Sí, sí, pero solo hay un puente sobre el Soyang entre nuestro distrito de Sangdong y el de Hadong... ¡y mi nieto ha enfermado de repente! Al principio decían que tenía gripe, pero...

—¡Ya basta! ¡Ya basta! Si en aquel momento no hubiese llegado un camión que se detuvo frente al puesto de control con un gran estruendo, Myeong-cheol todavía hubiese tenido que soportar una nueva tanda de humillaciones. El hombre de las patillas lanzó una mirada hacia el vehículo aparcado fuera y cogió el teléfono que estaba junto a la ventana.

—¿Sí? Estoy en el control de la policía militar. El camión acaba de llegar. De acuerdo, ¡os los envío a todos! —Colgó y después los despachó—: ¡Venga, vamos! ¡Todos fuera de aquí! —Ay, ay, señor agente...

—Por favor, mi consuegro acaba de morir y vive en el pueblo de al lado...

—De verdad que he perdido el carnet... En medio de todas aquellas súplicas, Myeong-cheol cogió al hombre de las patillas por el brazo.

—¡Camarada agente!

Tratándose de una persona tan apocada aquella reacción revelaba una determinación extraordinaria que lo desbordaba. Después de sortear tantas dificultades, el hecho de llegar a las puertas de su pueblo natal y ser detenido ahora, antes de poder ver a su madre… Todas estas circunstancias permitían entender por qué estaba actuando con tanta temeridad.

—¡Se lo suplico, escuche mi historia, camarada agente! —imploró Myeong-cheol zarandeando el brazo del hombre de las patillas.

—¿Y ahora qué ocurre? —El agente se desprendió violentamente de Myeong-cheol y después le dirigió una mirada fulgurante, como si quisiese dispararle en la cara—. ¡Ni aunque graznasen todos los cuervos del país, camarada, podrías hablar! ¡No te mereces nada más que la cárcel! ¿Entiendes? ¡La cárcel!

Ni la temible palabra «cárcel» podía, sin embargo, provocar ningún efecto en Myeong-cheol. Hubiese hecho cualquier cosa y pagado cualquier precio para poder ir a ver a su madre. La posibilidad de ser encarcelado no significaba para él nada más que una bofetada en un sueño. Pero ¿cómo actuar ante aquellos hombres armados con fusiles que los arrastraban a él y a los demás hacia el camión como cerdos hacia el matadero? Fue obligado a empujones a subir a la parte trasera del camión, como el resto. Lo acompañaban un abuelo encorvado apoyado en su bastón, que suplicaba inclinándose con reverencias, y la abuela, que hacía lo propio agarrada a los tobillos del agente de las patillas. Pero no hubo excepciones. El camión arrancó con un gran estruendo expulsando un humo negro por el tubo de escape. «¡Madre!», aulló hacia dentro Myeong-cheol. Su respiración se aceleró y sus mejillas temblaron. Cuando, al pasar junto al puente, el viejo muelle de su recuerdo apareció ante su vista empa- ñada, ya no pudo evitar romper a llorar a lágrima viva. Sintió una gran pena por su madre, que había tenido un hijo que no la había acompañado en el tránsito final, y también sintió pena por él y por su destino, similar al de una libélula atrapada en una telaraña. «Madre, perdó- name, perdona a este hijo tan miserable...» Tuvo que secarse todo el rato las lágrimas y los mocos de la cara con el puño. Las nubes de polvo blanco que se levantaban al paso del camión difuminaban, a medida que se alejaban, la visión de las montañas y de los llanos de su tierra.

 

El niño se despertó e interrumpió el relato con sus lloriqueos. Jeong-suk estaba escuchando la historia que le contaba su marido mientras este saboreaba su primer cigarrillo después de pasar dos días en cama descansando y recuperándose de sus males.

—¡Yeong-min! ¡Papá se ha levantado! —dijo Jeongsuk llevando al niño hasta Myeong-cheol—. ¡Mira a tu hijo...!

—¿Mi hijo? ¡Hum! —reaccionó Myeong-cheol con gesto cansado.

Jeong-suk se esforzó en mostrarse un poco alegre, aunque todavía tenía los ojos irritados de tanto llorar por el relato de las peripecias de su marido. Él, en cambio, se sintió incapaz de adoptar otra actitud.

—¡Yeong-min! Estás contento de ver a papá, ¿eh?

—¿Por qué tenemos hijos si en este país ni siquiera podemos ir a ver a nuestra madre cuando se está muriendo? ¿Para qué traer hijos al mundo?

—¡Ay, padre de Yeong-min! ¿Por qué dices eso? ¿Qué sacas con pensar todo el rato en lo que ha pasado? Podrías pedir otra vez la autorización de viaje y volver. Seguro que tu madre todavía está viva.

Jeong-suk hubiese querido saber cómo acababa la historia, pero prefirió consolar a su marido lo mejor que pudo con esas palabras. De otro modo hubiese abierto todavía más las dolorosas heridas de Myeong-cheol. Pero había algo que seguía turbándola y que no pudo callarse:

—Temo por tu trabajo. Te has ausentado veinte días...

—No te preocupes por eso —cortó él.

Entonces cogió un papel que estaba dentro de una libreta colocada encima de la mesa.

—¿«Atestado»?

Jeong-suk echó un vistazo al documento:

APELLIDOS Y NOMBRE: KIM MYEONG-CHEOL

Doy fe de que el camarada con el nombre arriba referido ha estado realizando trabajos forzados en cumplimiento de la pena por haber infringido el reglamento de viaje entre las siguientes fechas:

2 de julio-24 de julio de 1992

Campo de trabajo de la policía militar 2 de la provincia de Pyeongan del Sur.

«¡No puede ser!», pensó Jeong-suk mordiéndose los labios y dirigiendo una mirada hacia su marido.

—Tú lo has dicho, ya pasó todo. —En esta ocasión era Myeong-cheol quien intentaba hablar en un tono más animado—. En resumen, he pasado veintidós días en la piel de un animal de carga sujetado a un yugo y con bozal.

—¡Basta! ¡Por favor, basta! —Jeong-suk interrumpió a su marido con un grito al borde de las lágrimas.

Sentía un dolor en el pecho con solo imaginarse que si le quitaba la camisa a su marido vería su espalda lacerada con las marcas de los latigazos. Después se le apareció de nuevo la imagen de los piojos saltando por la ropa interior cuando se la iba a lavar. Se oyó el canto de las alondras a través de la ventana.

—Ah, ¿por qué están aquí? —dijo Myeong-cheol contemplando la jaula con las alondras que, como antes, colgaba del porche.

—Volvieron dos días después de que tú las soltases. Colgué de nuevo la jaula y entraron...

—Pobrecillas, a ellas también las han domado —murmuró Myeong-cheol como si escupiese cada una de las sílabas.

Las alondras continuaban cantando como si le estuviesen diciendo «A ti también te amansaron y por eso has vuelto».

«Quién soy yo, sino un animal enjaulado para quien la menor distancia bien podrían ser miles de li. ¡Sí, soy un animal domesticado!»

 

Myeong-cheol se levantó de repente con los labios cerrados como una piedra y apretando los dientes de modo que se le marcaban todos los músculos de la mandíbula. Sacó el brazo por la ventana, descolgó la jaula y la levantó con ambas manos. Estuvo mirando la jaula, refunfuñando, hasta el anochecer. Entonces comenzó a doblar lentamente los barrotes de la jaula hasta que esta se partió en dos mitades. Aquel gesto, tranquilo y natural, no había sido fruto de un arrebato, sino premeditado. Las alondras revolotearon por la habitación y después salieron deprisa por la ventana.

—Pero ¿qué ocurre, padre de Yeong-min?

Por primera vez, Jeong-suk tuvo miedo de su marido. Jamás había visto en él una actitud tan brutal y violenta.

—Nada. Debía romper la jaula y lo he hecho —respondió él mirando con serenidad cómo se alejaban los dos pájaros.

Oyeron que alguien se acercaba desde fuera: era el cartero, que les entregó un telegrama a través de la ventana abierta. Aquellas palabras fueron penetrando letra a letra, clavándose en sus ojos y perforando sus corazones como puñales: Madre muerta.

Ningún sollozo estalló dentro de la casa, pero las manos temblorosas que sostenían el telegrama estaban agitadas por algo mucho más intenso y más desgarrador que las lágrimas.

7 de febrero de 1993

 

 

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