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Télex desde Belén

Un cuento de Giorgio Manganelli

"Muchachos, un diario se hace así. La gente quiere saber quién mató a quién, de qué modo y por qué. Como decía De Voto, y lo decía sollozando, no hay ninguna tragedia que incluya la muerte violenta de doce personas seleccionadas, que no se pueda contar de una manera exhaustiva en cuarenta líneas". Uno de los relatos que El Cuenco de Plata compiló con los inéditos, escritos entre 1940 y 1982, del escritor italiano.

Por Giorgio Manganelli. Traducción de Guillermo Piro.

 

¿Quieren saber qué paso? Bueno, digamos que más o menos fue así. Naturalmente, ciertas cosas nunca se sabe cómo comenzaron. ¿Nunca enamorado? ¿Nunca casado? ¿Nunca muerto? Son cosas que pasan. Por cierto, un buen golpe, cómo no. Pero nadie sabe de verdad cómo comenzó. Gracias, unblended; poca agua. Así. Hielo. Por lo tanto, el viejo Doolittle me manda llamar. Entonces todavía trabajaba en el “Kansas City Star”. Un diario limpio. Nada de paréntesis, divagaciones; adjetivos, pocos. Muchachos, un diario se hace así. La gente quiere saber quién mató a quién, de qué modo y por qué. Como decía De Voto, y lo decía sollozando, no hay ninguna tragedia que incluya la muerte violenta de doce personas seleccionadas, que no se pueda contar de una manera exhaustiva en cuarenta líneas.

De Voto tenía una familia pequeña, y si los hubiese matado a todos habrían bastado quince líneas. Era un colega, podríamos poner una fotografía. Para mí las fotografías son una pérdida de tiempo. La gente quiere saber los detalles. Quiere los gemidos del moribundo; pero cuando alguien mata a otro, el técnico de sonido siempre está de vacaciones. ¿Dónde nos habíamos quedado? Ah, sí, el viejo me hace subir al tercer piso, donde se hizo poner el escritorio con el felpudo para limpiarse los zapatos. “Ernest”, me dice, “no sé si es un camelo o el golpe del siglo.” “Habladurías”, digo yo. “Adam dice que es el golpe del siglo.” “¿Adam lo dice?”, digo yo. No, a lo mejor dije: “Ah, lo dice Adam”.

En aquel tiempo el “Kansas City Star”, el “Toronto Star” y una cadena de diarios habían contratado a Nostradamus. Un millón de dólares libres de impuestos, un observatorio con veinticinco bolas de cristal, una carroza con seis caballos, porque a Nostradamus el olor de la nafta no le gusta. No, nunca lo conocí. Hablé un par de veces con él por teléfono. Hablaba inglés con acento de Turín, imagínese. Me parece que había trabajado en la FIAT, hacía planes de producción y decía si las carrocerías estaban bien o mal. Después de haber contratado a Nostradamus tuvieron que contratar a seis intérpretes para interpretar sus profecías, y un cerebro electrónico que hiciera el promedio de las distintas interpretaciones.

“Lo sé”, dice Doolittle, “tú no lo tomas en serio.” “Nunca adivinó un caballo ganador”, digo yo. “Es un profeta, Ernest”, dice. “Claro, un profeta”, digo yo. “Resumiendo, ¿te va?”, dice él. “¿Me va qué cosa?”, digo yo. “De acuerdo, parece cosa de locos, pero si lo piensas hay una noticia para veintidós diarios”, dice él. “Escupe”, digo yo. “Calma. Parece que en Palestina está por nacer el hijo de Dios”, dice él. Yo estoy calmado. “Lo dice Adam”, digo. “No sólo él”, dice. “Lo dicen Isaías, Lucía Alberti, el equipo parapsicológico de la CIA, Uri Geller... Lo dijo también el oráculo de Delfos.” “Ah, Delfos”, digo yo, “creía que no trabajaba más.” “Es verdad, trabaja poco.” “¿Pero no hay guerra en Palestina?”, digo yo. “La van a hacer después”, dice él, mirando los apuntes.

Bien, estaba el culto a Isis, pero los republicanos estaban con Apolo y con Artemisa. “¿Los de Isis cómo se lo toman?”, digo yo. “Son curiosos; mientras que los de Artemisa están fuera de la gracia.” “Entonces creen”, digo yo. Él alza los hombros. “Son unos cerdos” –dice exactamente eso– “y saben que lo son; tienen miedo de todo.” “Conozco Jerusalén”, digo yo, “un asco, nada de whisky.” “Te emborrachas antes”, dice, y ríe; yo río. Dos horas después estoy en el avión a Toulouse, donde entonces estaban los cátaros; en Toulouse debía hacer escala en Antioquía, después uno se las arregla.

En el avión hay una sacerdotisa de Isis que lee 101 consejos para liberarse de la angustia. “¿Vas allá por el hijo de Dios?”, le digo. Ella hace el gesto de sí, pero no alza los ojos del libro. “¿Preocupada?”, pregunto. “Me molestaría que fuese otra vez un varón”, dice ella, levantando un momento los ojos. “Con Saturno y Júpiter es suficiente.” Ella retoma los ejercicios de respiración relajante, y yo me pongo a leer Adiós a las armas. Leo, duermo y bebo.

En Toulouse todos al inodoro y a afeitarse. Se me acerca Gaspar; un siglo que no lo veía. “Hemingway”, me dice él, “¿qué haces entre los cátaros?” “Nada de cátaros”, digo, y me corto torcida una patilla. “Yo voy a Palestina.” “¿Tú también?”, dice Gaspar. “Pero tú no eres periodista”, digo yo, y lo miro, y veo que está vestido de manera, digamos, un poco fuera de moda, con manto y todo. “¿Qué periodista? Yo soy uno de los Reyes Magos.” “¿Y quién te manda?”, digo yo. “Es un viejo asunto”, dice él, un poco incómodo. “No te habrás puesto a leer los horóscopos”, digo yo. “Nooo”, dice él. “Digamos así, yo soy un enviado del Rey del Mundo; pero eso no es muy exacto.” Lo miro de soslayo, a la derecha, mientras me afeito a contrapelo la mejilla izquierda. “¿Guenón?”, digo yo. Él hace un gesto vago, como diciendo “no exactamente”, o bien “también”. Asunto suyo. “¿Tú también vas a Antioquía?”, digo yo. “Siií... Tengo el avión especial de los demoisis... Si quieres hay lugar para un amigo.” Saben, la idea de otro viaje aburrido con la monja ansiosa no me gustaba. “Hecho”, digo.

Subimos al avión y enseguida aparece el scotch y los martinis, el caviar y el champagne. Hay italianos, bien afeitados y todos con corbata, y que hacen mohínes cuando uno habla de mujeres; hay alemanes, gordos y mal hablados, los franceses, que leen a Voltaire, porque no quieren que los engañen. Lindo viaje, muchachos, con todos esos bastardos. Gaspar bebe poco, tiene aspecto preocupado, y aferra una valijita. En Antioquía, Gaspar se va, tiene que ver a cierta gente. “Nos vemos en Palestina”, digo yo; y él sonríe, y sonríe melancólico. Muchachos, Antioquía es un caos que no se puede creer. Una ciudad donde si un gato atrapa un ratón hacen enseguida una edición extraordinaria, y ahora está llena de gente de no creer. Para nada toda linda gente, se sabe, pero en fin, hay quien vino desde Hollywood, hay fotógrafos, y yo no los puedo soportar, hay un teólogo apolíneo que tiene un susto bárbaro, y no hace otra cosa que buscar pelea con todos. Termina que me encuentro un canguro, con el marsupio lleno de bourbon y de blanc de blanc, y me pongo a un costado a charlar un rato.

El canguro me explica que, dado que ellos caminan con las patas de atrás, vino a ver si la cosa le afecta; y me dice que ellos, prácticamente, se las arreglan sin teología, y que no es algo que pueda seguir así hasta el infinito. “¿Y te mandaron hasta aquí desde Australia?”, digo yo. “Oh no”, dice él, muy distinguido, “yo escribo poesías y tuve una beca para estudiar los paralelismos semíticos.” “¿Escribes poesía?”, pregunto, y nos ponemos a hablar de T.S. Eliot, de Valéry, y resulta que tenemos algunos amigos en común, y él quisiera mucho conocer a William Carlos Williams, que es muy popular entre los canguros, y a Marianne Moore.

Llega la noche y todos salen a la calle a ver el cometa. ¿Se acuerdan de lo que escribí sobre el cometa? Entonces nos hacíamos los vivos, y había quien decía que era ruso, o norteamericano, o incluso japonés. Nadie se atrevió a decir “los marcianos”, porque parecía una idea de novatos. “Los tibetanos”, dijo un tipo enjuto, y en momentos lo reducíamos a un paperback. Bien, un cometa es un cometa, tampoco se puede estar allí a mirarlo toda la noche; nos fuimos a dormir, a la mañana nos subimos todos a, digamos, veinte autobuses. Era toda gente que bebía, incluso las mujeres, y blasfemaba, y cantaba inmoralidades. Todos amigos hasta que se llega a Palestina, y luego, niebla. El asunto es que, primero, nadie sabía si había terminado derecho en la burla del siglo, y segundo, si la burla no era un poco para tomarla en broma, nadie sabía lo que podía pasar. Todos invadieron todas las clínicas de Palestina y fotografiaron a todas las mujeres a punto de parir, y a medida que nacían niños los fotografiaban de todos lados. Que cosa estúpida ¿no? ¿Y quién no hace cosas estúpidas? Pero yo a las clínicas no fui. No sabía si era o no una burla, pero pensé que si era una burla era inútil buscar, y si no lo era, en una clínica no iba a nacer ese muñeco, no estaba en busca de publicidad, eso era seguro. Apuesto a que no tiene ningunas ganas de que lo vean. De cualquier modo escribí un artículo que no estaba nada mal sobre los periodistas y los fotógrafos que insultan a los porteros de las clínicas y fotografían a todos los neonatos. Lo escribo, se lo doy a los del télex, me doy vuelta y me encuentro de frente al canguro. Él saca una botella de scotch doce años, nos sentamos y hablamos. “Qué melancolía”, dice él, “tus iguales no entienden nada.” Y le digo “no los considero en absoluto mis iguales. Ésos son unos estúpidos. Si es que este asunto tiene algo de verdad”, digo, solemne, porque ese canguro me intimidaba, “ése nace donde nadie se lo imagina”.

El cometa está quieto en el cielo, pero un cometa como indicación topográfica no es gran cosa: éste era largo como toda Palestina. El canguro dice: “Éste no es asunto de hombres”, y me dice que nos encontremos allí dentro de tres horas, y dando un salto desaparece. Doy una vuelta, escribo un artículo de color sobre las extrañas costumbres de la sana y hospitalaria gente del lugar, que verdaderamente no nos aguantaba más, y tres horas después estoy en el lugar que me dijo el canguro, obediente como un niño. Y he aquí al canguro, que viene hacia mí; pero no solo; con él están dos chacales, un onagro, tres asnos, un armadillo, tres gatos y un flamenco, un cuando abre el marsupio salen tordos, pinzones, chochines y carboneros que ni que fuera Giovanni Pascoli.

“Nos vamos”, dice el canguro, y guiña un ojo. Y helos aquí todos en camino, y yo atrás. Él iba despacio, y se detenía, pero yo tenía la lengua afuera. ¿A dónde íbamos? Es de tarde, ni siquiera sé a dónde estamos yendo, pero veo que a medida que avanzo, alrededor del canguro se acercan otros animalitos y animalazos: está el puercoespín, el cocodrilo, el dromedario, incluso el león. Hombres, ninguno. Subimos, bajamos, se hace de noche, si no fuese por el gran cometa. ¿Qué les puedo decir? Giramos a la derecha, giramos a la izquierda. Hay una pendiente, y en la cima algo se mueve. Los animales se ponen a correr y a hacer alboroto. Luego, de golpe, se detienen; había una golondrina quieta en el aire, ni siquiera movía las alas. Hay una colina, y en la cima de la colina hay un buey y un asno. El canguro va a hablarles, y veo, o me parece ver, que se trata de una charla entre viejos amigos. El asno ríe, uno de los animales sufre un ligero sobresalto. Alguien me toca el hombro y doy un salto, nada mal para un Hemigway. Es Gaspar. Con él hay otros dos que no conozco. Nos hacemos un gesto de saludo, pero ni siquiera pronunciamos una palabra. Luego, ustedes también lo saben, está esa divertida historia, leyeron mi artículo. El buey y el asno se apartan y el canguro se inclina, como para recoger algo que está en el suelo.

Y luego... Echo una mirada a mi alrededor y veo a Gaspar lívido, que tiembla, y también tiemblan los otros dos, y me doy cuenta de que tienen unas valijas con calcomanías de viajes prestigiosos tiradas a sus pies. Entre nosotros y el canguro había espacio, y estaba todo lleno de animales, incluso elefantes, leopardos y jirafas. Pero, en fin, era imposible no ver de qué se trataba. Cuando el canguro volvió a ponerse de pie –y parecía enorme, en la cima de la colina, el más enorme canguro o bestia que haya visto jamás– lo que tenía entre las patas –algo increíble, ¡imposible!– era un cordero.

 

1. El poeta Giovanni Pascoli (1855-1912) cantó, con rara competencia, las costumbres de las aves, en poemas como “El jazmín nocturno” [NdT.].

 

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