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Un largo río

Una pareja rota que vuelve a reunirse cuando no hay tiempo para arreglar nada. Los personajes de Un largo río, de Pía Bouzas (Gárgola) a veces encuentran algún tipo de refugio, a veces quedan en la intemperie, a veces deciden dejarse llevar por la dirección del camino. Presentamos aquí el cuento que da título al volumen.

Un cuento de Pía Bouzas.

un largo ríoSi mi papá no hubiera tenido dos hijas con mamá, probablemente no habría ido a verla a la clínica oncológica. Se habría quedado en su casa, leyendo el diario. De ser un domingo se habría preparado para ir a misa. Quizá jamás hubiera vuelto a saber de ella, que lo dejó por otro hombre, con quien tuvo dos hijos más y que finalmente la abandonó por otra mujer; vaya ironía. Habría sido fiel a la tradición gallega de corte rotundo; que las heridas quedaran como hachazos en el tronco de un árbol, abiertas hasta volverse corteza seca.

 

Pero ahí estaba con sobretodo piel de camello, boina negra y guantes de cuero ese lunes de frío insólito para el mes de mayo. Lo vi venir por el pasillo, un poco desorientado entre el sinfín de doctores, enfermeras y familiares (es notable el mundo feudal que se organiza en los hospitales); y confieso que me tomó por sorpresa. No me había avisado. Tenía el rostro afilado, la boca tensa, los ojos un poco agachados. La piel de la mejilla fría y levemente fláccida; eso noté cuando nos saludamos. Hay que admitir que mi papá nunca fue bueno para las situaciones difíciles, sabe desempeñarse mejor en una vida cotidiana sin momentos trascendentes. Pero esa vez me dijo que quería verla, que ella era la madre de sus hijas, que cómo no iba a venir. Le advertí que estaba mal. Él insistió.

Entramos a la habitación. Si bien afuera había un sol potente, en el cuarto flotaba apenas cierta claridad. Las cortinas dosificaban la luz, tomaban de ella lo funcional, lo necesario para el sistema, para que las enfermeras hicieran sus diligencias y pasaran desapercibidas, o los doctores de planta entraran con resolución práctica.

Al ver a mi madre en la cama sintió el impacto como un árbol viejo, pero se acercó al lado de su cabecera y se anunció con voz firme:

–Soy Alfredo, el padre de tus hijas.

Ella revoleó los ojos amarillentos y lo identificó. Mi mamá era la única persona que lo llamaba por su segundo nombre, todo el mundo lo llamaba José, incluso él mismo. Ella asintió, como si lo hubiera reconocido desde el sueño de la morfina que le estaban pasando desde hacía varias horas. Giró la cabeza hacia mí. Le acaricié la mano, sus dedos sin anillos. Estaba tibia. Soy Marina, le dije. Nos quedamos en silencio los tres. Mamá abría y cerraba los ojos, agitada. Su mirada era intensa pero no se detenía en nosotros, se perdía como arrastrada hacia otras imágenes, alguna alucinación, quizá. Papá no sabía muy bien qué hacer. Estaba tenso, seguramente contracturado en las cervicales. Y de improviso, empezó a hablar. Le dijo con ceremonia:

–Elena, eres valiente.

Ella no hizo ningún gesto. Fui yo quien levantó la mirada. ¿Había dicho eres?

–Eres una gran mujer.

¡Sí! Le hablaba de tú, con voz fuerte, impostando la seriedad de un cura. ¡A mi mamá, que no pisaba una iglesia desde hacía treinta años!

–Has sido una gran madre...

Y dicho esto se quedó callado, como a quien la frase se le queda por la mitad. El silencio se iba haciendo espeso, fangoso, difícil de cortar. Mi papá la miraba y le agarraba una mano, o no, no le agarraba la mano, sostenía los guantes negros con una y con la otra se apoyaba en la baranda de metal de la cama, creo que no se animaba a tocarla. Pensaba, buscaría imágenes en algún rincón lejano de la memoria. Quién sabe. Un bloque de cemento entre la emoción y la palabra. Descolocado, mi papá. Pero siguió, como si el silencio obligado de ella fuera consentimiento:

–Pídele a Dios que te dé resignación.

Y yo pensé: Ahora sí, mi vieja se levanta y lo saca a patadas. Resignarse era un verbo que nunca había entrado en su diccionario. Se agitó violentamente en la cama, abrió los ojos como un vampiro estaqueado, y pidió lo más fuerte que pudo:

–Mis hijos.

–Acá estoy, mamá –le dije.

Y me miró furiosa, como si me reprochara el haber permitido esa conversación ridícula, un ángel del demonio había entrado a casa. Qué era eso de resignarse. ¿A qué Dios había que pedirle algo?

Le sugerí entonces a mi papá que saliera. Se fue contrito y me esperó en el pasillo.

Cuando entraron mis hermanos me reuní con él.

Una vez afuera me dijo otra vez con su voz normal, con su voz recuperada del trance, que él no se imaginaba que ella estaba así tan..., que no hubiera entrado, si no. Tenía la boina entre las manos, el gesto sorprendido, los ojos más agachados. Y de no haber sido que estaba tan triste, me habría reído, y mucho, porque era difícil concebir una escena en la que mis viejos se mostraran tan fieles a sí mismos. La foto de su luna de miel en Bariloche los tenía juntos en algún cerro con el Llao Llao de fondo, pero yo nunca había colgado esa foto en mi escritorio porque los hongos se habían ido comiendo un extremo de la imagen, y eso le daba al retrato un tinte gótico, a lo Dorian Grey, lo convertía en un objeto del pasado que no lograba encajar en mi biografía.

Bajé con él a la confitería de la clínica. Hacía años que no me sentaba en una confitería con mi papá. No recuerdo de qué hablamos. Recuerdo el olor del café, las medialunas frescas, recién hechas. Creo que le agradecí que hubiera venido.

Cuando volví a la habitación supe que mamá había sufrido una nueva crisis. Habían venido las enfermeras, el doctor de planta. Que había gritado fuerte, y que mi hermana menor le había preguntado:

–¿Qué tenés, mamá?

–Bronca –había dicho claramente.

Y después, no mucho después; el cuantificador de morfina ya había subido a treinta:

–Los quiero a todos.

Y entonces, los cuatro hermanos, sin padres a la vista, nos abrazamos, lloramos un poco, dijimos tonterías, uno le acarició el cabello, otro salió a hablar por teléfono; yo miré el sol por la ventana, cerré los ojos, imaginé un río, un largo río que nos llevaba a todos, lo imaginé bajo la luz del sol, un torrente cálido que por extraños efectos de la percepción era a la vez sueño y recuerdo.

***

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