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Walter Benjamin, centinela mesiánico

Por Cecilia Feijoo

"La figura del pensador alemán es actualizada desde uno de los lugares menos recorridos y transitados de su pensamiento, el del pensador revolucionario". Un libro fundamental de Daniel Bensaïd editado por El Cuenco de Plata.

Por Cecilia Feijoo.

 

 

Walter Benjamin centinela mesiánico es un libro fundamental de Daniel Bensaïd. Al igual que el resto de sus obras traducidas al castellano, comparte la pasión de Bensaïd por sumergir se en las disputas teóricas, filosóficas y políticas del marxismo contemporáneo. Y es particular, no solo porque navega entre distintos registros, como el filosófico, el político y también el autoanálisis, sino porque es el libro que da inicio a un giro narrativo, bien marcado si se observan los trabajos anteriores del autor. 

Es a partir de Walter Benjamin que Bensaïd se ubica en una nueva dimensión política. La figura del pensador alemán es actualizada desde uno de los lugares menos recorridos y transitados de su pensamiento, el del pensador revolucionario. Un giro narrativo que está atravesado por distintos tópicos, uno de los cuales es el surgimiento de una teoría de la revolución como acontecimiento. Es esta aventura que se nos propone, la reflexión sobre la soledad, el sentido del tiempo, el vínculo entre historia y memoria, el marxismo concebido como una “comunidad lingüística” y el rescate del elemento teológico del materialismo histórico de Benjamin, como una apuesta activa profana. Estos son solo algunos de los elementos que marcan la importancia de su lectura. 

La certeza de la que parte Bensaïd es que se ha producido un cambio significativo, un cambio de época que afecta la teoría, pero también la práctica, la dimensión sensible y vital. Este texto es una obra situada en los inicios de la década de 1990. El momento de los “fines” del socialismo real o comunismo burocrático y del modelo fordista que tenía a la fábrica como núcleo societal. Un texto que se va construyendo en un clima marcado por la conjunción del ascenso del discurso reaccionario en la conmemoración del Bicentenario de la Revolución Francesa con las grandes manifestaciones contra los Estados del Este que culminan en 1992 en Berlín. 

Es un momento percibido como crítico el que expresa Bensaïd. Hay una urgencia que traza su escritura, que aparece como producto de una larga reflexión y como un intento de hacer inteligible los cambios que estaban aconteciendo en la cultura de izquierda en esas décadas. Para enfrentar esos cambios, hacer frente a las corrientes dominantes de ese “fin de época”, es que el autor se propone realizar un difícil y comple jo trabajo de conservación y reconversión del marxismo con el objetivo de permanecer dentro del campo cultural signado por esta tradición. 

Bensaïd posee una dimensión de militante marxista que es imposible soslayar. Su experiencia juvenil estuvo marcada por el protagonismo en el Mayo Francés, la militancia clandestina en la España franquista y el Brasil de la lucha contra la dictadura de la década de los ‘80, según relata en su propia autobiogra fía Una lenta impaciencia. Fue militante de la Liga Comunista Revolucionaria, un sector del trotskismo francés asociado a la figura de Ernest Mandel, y a partir de nuevo milenio del proyecto vinculado al Nuevo Partido Anticapitalista. 

Esta experiencia militante es un elemento clave a la hora de interpretar sus elecciones y transformaciones conceptuales. Al igual que lo paradójico en la posición del autor, al producir una modificación del marco epistemológico del marxismo, al proponer un nuevo sentido a referencias claves de la cultura marxista y llevar adelante este trabajo de reconversión como una forma de conservación del marxismo y una apuesta militante. 

En este recorrido la figura de Walter Benjamin aparece como la de un compañero y un alter ego. Con Benjamin, Bensaïd se sumerge a través de una narrativa “emocional” en toda una serie de sensaciones y sentimientos que emergen al constatar una derrota política y existencial. Aborda este mundo sentido a través de su alter ego; y a su vez es un recurso discursivo central, que le permite entender su propio lugar y su propia época como una “época oscurecida” y al mismo tiempo como un “pensamiento de la resistencia que trabaja en los intervalos de la totalidad quebrada” (p. 28). 

Son estos elementos, esta búsqueda de un vínculo de afinidad con Benjamin, aquello que le imprime a la narración un contenido íntimo, vivencial, a diferencia de otros escritos producidos sobre este. La mirada de Bensaïd se expresa a través de una serie de afinidades vitales, identificaciones conceptuales, coincidencias temporales y de trayectorias, aun señalando algunas de las drásticas diferencias y mutaciones. Ve al pen sador que ha vivido –como él mismo– procesos de radicaliza ción política y social, además de haber presenciado la derrota de esos procesos. Benjamin experimentó los consejos obreros de Berlín de 1918, la Rusia posrevolucionaria y la experiencia del Frente Popular en Francia. Bensaïd siente la afinidad de estas vivencias con las propias, los momentos liberadores del mayo del ‘68, la lucha anticolonial de Argelia, Vietnam, las luchas antidictatoriales de España y Brasil. La afinidad se establece entonces entre el universo de sentimientos que inaugura la derrota de estos procesos y los peligros del triunfalismo de los vencedores: el nacionalsocialismo o el neoliberalismo rapaz. 

En 1989, cuando se produce el colapso de los “socialismos reales”, la restauración de las relaciones capitalistas impuestas a través de grandes movilizaciones de masas, no encuentra ningún vínculo con las experiencias catastróficas de los campos o la solución final. Sin embargo, inauguran un sentimiento común para Bensaïd, el del exiliado en su propia tierra, el del derrotado y desesperanzado centinela, guardián de una tradi ción amenazada con la extinción y la muerte definitiva. Frente a esta amenaza, el autor nos recuerda que es necesario afirmar que “la victoria no prueba nada”. La victoria del capital no prueba que es el horizonte insuperable de la vida comunitaria o que no existan alternativas. Pero también nos recuerda que las formas que adquiere la lucha por estas alternativas deben cambiar significativamente. 

“La soledad” del pensador arrojado al costado por el torrente dominante del mundo es un elemento afín de Bensaïd y Benjamin. Es en estos márgenes que aparece la soledad del materialista histórico. Frente a este sentimiento aparece la “regla claustral” y el “replegarse sobre sí mismo” del teólogo reivindicados por Benjamin. Bensaïd hace propia esta soledad frente a los abandonos y las traiciones de antiguos compañeros y compañeras de su generación (p. 66). Para este, la ciudad de París se transforma en su contrario, París la capital de la reacción intelectual, como la definió Perry Anderson. Es este ambiente hostil el que consume “soledades” y “momentos melancólicos”. 

Es un repliegue activo, porque en el mismo acto Bensaïd se presenta como el “centinela” “que resguarda la tradición de los vencidos frente a las inclemencias de los vencedores”, y de los tránsfugas inversos. Es un “instante crítico” en el cual el discurso ofensivo de la democracia liberal y capitalista gana la resignación de antiguos militantes. Resignación que no es otra que la del “status quo que amenaza permanecer”. Frente a este torrente demoledor es que Bensaïd toma la opción por la soledad y la reflexión en torno a ella. 

Las “Tesis de filosofía de la Historia” son el punto de partida para abordar una reflexión sobre aquello que las hace actua les cincuenta años después de haberse escrito. Es la forma en que reflexiona sobre las corrientes de pensamiento que fueron dominantes durante la segunda posguerra. Aun sin pertenecer a esas corrientes de pensamiento, identificadas en los partidos comunistas y los socialistas europeos, Bensaïd señala creencias y esperanzas compartidas en el pasado. La derrota no aparece como un resultado de la simple acción del enemigo, sino también como un resultado de las creencias compartidas y de las concesiones frente a ciertas interpretaciones del marxismo. 

Para Bensaïd la derrota se fue tejiendo a través de una serie de imaginarios. A través de un marxismo seguro del Estado como agente transformador, como los marxismos soviéticos, maoístas y castristas. Se fue tejiendo a través de un marxismo que hizo culto al trabajo y al esfuerzo individual como el staja novismo soviético y la ética protestante heredada de la social democracia. Se construyó a través de un marxismo que hizo culto a la religión del progreso y que incorporó elementos del pensamiento positivista como el estructuralismo marxista. Es frente a estos marxismos “triunfales” que aparece una tradición subterránea, a contracorriente, un marxismo “oculto” cuyas expresiones visibles serían Benjamin y el último Trotsky, el exiliado y “profeta derrotado”. 

Bensaïd reflexiona, también, a partir de Charles Péguy, sobre el sentido del tiempo. El contenido teológico de la mística judía le permite restituir el pasado como un elemento activo. Es este pasado el que se actualiza en el presente, un pasado “como una acumulación de ruinas”, que grita su venganza. Propone, ante esto, iniciar un cambio de perspectiva, un cambio que es imperioso porque la idea de revolución en sentido clásico tomaba prestado de la ideología de los dominadores la noción de progreso. 

La revolución, como fue entendida por los marxistas de la primera mitad del siglo XX, estaba llena de esperanzas proyectadas en el futuro. Era el futuro liberado el que actualizaba el presente de la revolución (esta liberación era tan concreta como detener la guerra, conquistar la paz para miles de solda dos, trabajadores y campesinos en la Europa de los años ‘20 o de los ‘40, o la supresión de los derechos de las persistentes clases nobiliarias). Pero es este imaginario de la revolución como “aceleradora de la historia” el que debe ser abandonado para Bensaïd. Es necesario alejar la revolución del “formalismo hueco del tiempo lógico” para “liberar las fuerzas explosivas del tiempo dialéctico” (p. 76). En esta nueva percepción, el acontecimiento es entendido como una señal, una “alarma”, que detiene el tiempo mecánico y permite el tiempo-presente como recuperación del pasado (jetztzeit). 

Para pensar, para situarse dentro del acontecimiento, no solo es necesario cambiar la forma de habitar el tiempo sino también la relación entre la historia y la memoria. Junto a Péguy el autor propone rivalizar la historia y la memoria por que “a diferencia de la historia, gran negociadora de armisticios y tratados, la memoria es belicosa” (p. 81). La revolución, para Bensaïd, entendida como acontecimiento, es una cuestión de memoria. La memoria mira al pasado como un elemento activo que nutre la acción presente, mientras que la historia entrelaza el pasado, el presente y el futuro a través de un continuum bien demarcado por el historicismo y la historia positivista. La historia plasma la quietud, la fijación, el tiempo mecánico, la seguridad de un devenir anunciado. Por el contrario, la memoria revive el pasado, lo trae al presente, se enfrenta a lo establecido, porque como dice Péguy la historia “consiste en pasar a lo largo del acontecimiento. La memoria consiste esencialmente en que, estando dentro del acontecimiento, no debe salir, debe permanecer en él y remontarlo desde dentro” (p. 80). 

Partiendo de estos cambios paradigmáticos aparece un des plazamiento, o el diálogo entre la revolución y el acontecimien to. Como en Péguy, el acontecimiento es aquello que irrumpe, pero también puede no irrumpir, no acontecer, puede fallar. Puede “no presentarse a la cita”. Aun si no sucede, su espera debe inscribirse en el orden de este tiempo “cósmico” opuesto al tiempo mecánico que caracteriza a la modernidad triunfante. 

No hay determinaciones que anticipen el acontecimiento, pero tampoco el acontecimiento es la irrupción del puro azar. 

Se inscribe en una determinada situación y coyuntura. La revolución, trazada a través de las reflexiones de Péguy y de Gustav Landauer, el joven dirigente de la república de Baviera de 1918: “Nunca alcanza su objetivo. Nunca se detiene ni descansa bajo la mirada”. Hay un aspecto de la revolución que no se deja expresar con palabras porque “La revolución no puede ser otra cosa que una manera de ponernos en marcha”. Y, “si no alcanza su objetivo, es porque su propia estela la contraría y la contradice constantemente, el surco mismo que va dejando la traiciona, su propia huella la niega” (p. 99). 

Definir la revolución sería detenerla, transformarla en algo fijo, traicionarla porque sobre ese “surco que abre” en el tiempo se opera una usurpación, una restauración del orden, la edificación de una nueva jerarquía. La dialéctica del acontecimiento no solo habilita la contraposición, la “furia dialéctica” entre revolución y contrarrevolución, sino también aquella que emerge sobre su propia “huella”, la dialéctica entre revolución y reacción dentro de la revolución, entre acontecimiento y termidor. En el acontecimiento o en la revolución, entendida como insa tisfacción permanente, lo que está en juego “es la conquista de nuevos derechos, no del poder” (p. 101). Una nueva sensibili dad se afirma en estas reflexiones que el autor propone transitar. 

Bensaïd atraviesa una totalidad fragmentada y busca en la memoria las esquirlas y testimonios que salven a los vencidos de las inclemencias de los vencedores. En esta travesía se une a Benjamin como pensador de esa corriente del marxismo sub terráneo que es necesario rescatar, recuperar y traer al presente. Pero, ¿cómo definir a este marxismo subterráneo? El autor propone una extensa reflexión para afirmar que el marxismo es, ante todo, una comunidad lingüística. No es ya un partido, no es un Estado-nación o un dogma abocado a la rememora ción (p. 168). La idea del marxismo como comunidad lingüística se representa mediante una analogía entre el pueblo judío y esa corriente subterránea. 

Los marxistas en la actualidad han perdido su mundo de antaño, han sido exiliados en su propia tierra, y frente a esta pérdida deben preservar la inteligibilidad de su cultura. Como los marranos judíos, los marxistas deben adoptar una posición melancólica. Están abocados a la tarea de conservación a través de la memoria y de la transmisión de la letra escrita. Pero también son aquellos que en un contexto cultural hostil deben transformar esa letra escrita para conservarla como elemento activo. Los marxistas de esta corriente subterránea, como los marranos de la península europea de los siglos XVI y XVII, son testigos de una cultura que está amenazada de desapare cer y por ello en los momentos de extrema tensión entre teoría y práctica “ofrecen un testimonio, puede ser la última forma de acción”. Sobre todo, si ese momento crítico amenaza hacer ininteligible la historia pasada (p. 268). 

La doble figura de la espera, la del Mesías y la del aconte cimiento, es la forma más precisa de expresar este trabajo de conservación, es un gesto de resistencia frente al conformismo, al abandono y a la negación resignada del pasado vivido. Junto a esa asociación entre la espera teológica y la espera profana aparecen otras dos figuras tomadas del lenguaje religioso pero secularizadas por Bensaïd, la figura del “profeta” y la fi gura de la profecía. El profeta es el “instigador de alborotos”, el comunicador a contracorriente de la opinión dominante. El profeta es también quién alerta para no adormecernos, ni dejarnos llevar por la corriente. La espera del Mesías “no es postración, sino disponibilidad para mantenerse alerta, espera tensa siempre presta a romperse por la convicción de que, en realidad, no hay ‘un solo instante que no contenga su oportu nidad revolucionaria’” (p. 230). 

La asociación entre los trotskistas y la figura del “marrano” es paradigmática. “Marranismo marxista” es entonces para Bensaïd la figuración de una condición histórica y de una muta ción intelectual. La necesidad de conservar una tradición solo le parece fructífera si por un lado se transforma y por otro se acepta con paciencia y “cautela”–porque el momento no es el propicio– la espera del Mesías, la posibilidad de la “salvación”, la revolución como acontecimiento intempestivo. 

Las asociaciones que nos propone el autor son imprevistas. La fe católica y las persecuciones de la Inquisición se asocian al “marxismo oficial”, al marxismo estalinista o maoísta, con sus sacerdotes o agentes policiales y censores de conciencia estructurados desde el Sindicato de Escritores, el Ministerio de Cultura, y los Servicios Secretos. Debajo de este marxismo oficial, que reprodujo parte de estos mecanismos en los países de occidente (a la vez que recibía una corriente amplia de esperanzas militantes de obreros e intelectuales después de la guerra como en Francia o Italia), persistía oculta otra tradición, una tradición sincrética, que fue mutando y desembarazándose de los elementos teológicos y teleológicos de la tradición oficial, alejada de los liderazgos garantizados y del “triunfo final”. Es esta nueva tradición marxista, profana, que vive en el intersticio de la cultura de izquierda oficial la que reivindica para sí Bensaïd al identificarse como “comunista marrano”. 

Benjamin sería el “comunista marrano”, que navega entre dos tradiciones, la judía y la marxista, sin adherir nunca a ninguna de ellas. Es una tradición que huye a la institucionaliza ción en un Estado como el de Israel, o en un Partido como el Partido Comunista alemán. Junto a esta indeterminación, los elementos teológicos que persisten en Benjamin, y que son aquellos que dan una fisonomía vital a su concepción materia lista de la historia, son secularizados por Bensaïd. Son destellos dialécticos que rescata a través del gesto melancólico de la espera del Mesías como una espera activa, como una preparación del advenimiento de la “salvación”, de la revolución. 

Sería equivocado suprimir los elementos teológicos que persisten en Benjamin o simplemente negar que son trastoca dos bajo la mirada de Bensaïd. En su narrativa las figuras de la mística judía que caracterizan al alemán son precisamente el elemento activo al que le interesa dar continuidad. Todas las representaciones asociadas al pensamiento mesiánico son secularizadas a través de la su transformación en una teoría del acontecimiento, que permite dar un nuevo sentido a la “razón estratégica” y la apuesta militante. 

El elemento teológico es aquel que posibilita a Bensaïd realizar su conversión. La apuesta sigue siendo por la acción, como una “apuesta melancólica”. En esta transformación el elemento “activo”, que mantiene destellos teológicos, en Bensaïd se dirige hacia las fuerzas secularizadoras de la política de masas. 

La dimensión estratégica que rescata es aquella que le per mite plantear que la revolución, como el Dios de Pascal, es un postulado práctico o una apuesta, pero no una certeza teórica. En esta nueva y original interpretación que propone, el elemen to activo, la espera activa y militante, es una espera sin certezas y sin seguridad de que el acontecimiento se presente a la “cita”. La espera activa adopta una dimensión y una relevancia que marcan al autor y a su obra. 

 

 

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