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Apuntes sobre un cuento de Katherine Mansfield

La actualidad de un clásico

“Mi cuento favorito de Katherine Mansfield y, debo decir, uno de mis cuentos favoritos de la vida es “Bliss”, cuya traducción al castellano, “Felicidad”, no termina de apresar la evanescencia del término.”

Por Virginia Cosin.

Mi cuento favorito de Katherine Mansfield y, debo decir, uno de mis cuentos favoritos de la vida es “Bliss”, cuya traducción al castellano, “Felicidad”, no termina de apresar la evanescencia del término. Porque la felicidad de Berta Young, su protagonista, es de las que se experimentan con una leve presión entre el estómago y el pecho, un dedo que empuja a correr en lugar de caminar y que, de un momento a otro, puede transformarse en desazón o en simple tristeza. De “Felicidad” me gusta esa combinación extraña y verdadera de candidez e ironía que despliega Berta, a la que no es difícil imaginar como un reflejo algo distorsionado de la propia autora. Al comenzar la historia, está en medio de los preparativos de una cena a la que acudirá un grupo de gente moderna y extravagante que la voz narradora, que a veces se mezcla y se confunde con la de Berta (como el mar y el río cuando confluyen las aguas), va a tratar con un piadoso desprecio: «Los Knight —una pareja muy bien avenida: él iba a abrir un nuevo teatro y a ella le interesaba la decoración de interiores; un muchacho joven, llamado Eddie Warren, que acababa de publicar un tomito de versos y a quien todo el mundo invitaba a cenar, y Perla Fulton, un “hallazgo” de Berta. Se habían conocido en el club y Berta se entusiasmó enseguida con ella, como siempre le sucedía con una mujer que tenía algo extraño y misterioso». Aunque la acción se desarrolla en Inglaterra, alrededor de los años veinte, la descripción que hace de estos personajes podría adjudicarse a cualquier grupito que hoy llamaríamos “de gente cool”.

Como suele suceder con los relatos que me gustan tanto, éste pareciera que me habla y con él entablo un diálogo como los que se tienen con una amiga a la que, cada dos o tres cosas que cuenta, se le responde con un: Sí, sí, a mí también, yo igual, me pasa lo mismo.

La estructura de “Bliss” es perfecta, pero no redonda. Quizá perfecta tampoco sea la palabra apropiada. Más que una estructura, un armazón, una construcción sólida, el cuento teje una trama como la del terciopelo. Es sofisticada y tornasolada, se la puede leer como acariciándola primero en un sentido, percibiendo la suavidad en la superficie, y después en la dirección contraria, a contrapelo, deteniéndonos en sus asperezas. Pero lo que más me conmueve (del mismo modo me sucede con los Diarios) es su habilidad para captar imágenes, como si las palabras fueran pinceles que trabajan sobre una tela. Su lectura nos arroja directamente al tiempo y el espacio de la narración, como en esa película de Kurosawa, en la que el espectador ingresaba al cuadro mientras lo contemplaba.

«Había mandarinas como bolas de fuego; manzanas llenas de lozanía con tintes de rosa; peras amarillas tan suaves como la seda; uvas blancas con reflejos de plata y un racimo de rosas rojas, tan intensas que parecían moradas, que había comprado para que entonaran con la nueva alfombra del comedor.» Y, más adelante: «Las ventanas del salón se abrían a un balcón sobre el jardín. Al fondo, sobre la tapia, un alto y esbelto peral, totalmente en flor, se erguía magnífico y sereno, recortado en el cielo verde jade. Berta veía, a la distancia, que no tenía ni un capullo, ni un solo pétalo marchito. Más abajo en los arriates, los tulipanes rojos y amarillos parecían apoyarse en la oscuridad. Un gato gris, arrastrando el vientre, se deslizaba a través del césped, y otro negro —como su sombra— le seguía. Al verlos tan rápidos y cautelosos, Berta sintió un extraño temblor.»

Como en todo gran relato, lo maravilloso de éste golpea desde el fondo, rítmico y espeso, como los latidos de un corazón o el tic tac del reloj de un explosivo que, aunque no se ve, alerta con su presencia una detonación inminente. La presencia del peral es como esa felicidad que Berta registra y, precisamente porque la registra permanentemente, parece estar por caer sobre el césped, como el fruto ya maduro que no resiste su propio peso.

Katherine Mansfield, que en su diario escribió: «No tengo nada que decirle a las mujeres encantadoras. Me siento como un gato entre tigres», inocula su propio veneno a Berta Young: «No, no; ninguno compartía los sentimientos que a ella le animaban, pero todos eran encantadores. ¡Todos!» Sola, excepcional, infantil, vidente y a la vez ciega, Berta contempla junto a la mujer que admira, el esbelto árbol en flor: «Lo vieron como la llama de una vela que se alargaba en la punta, temblando en el aire tranquilo. Y mientras lo miraban les pareció que crecía más y más, casi hasta tocar el borde de la luna plateada.»

Virginia Woolf, que la conoció y alentó su escritura, y con la que mantuvo una relación de admiración y rivalidad, escribió el prefacio de sus diarios editados en la Hogarth Press, la editorial que ella y su marido Leonard dirigían, después de la tempranísima muerte de Mansfield, a los 35 años. Lo tituló: “Una inteligencia terriblemente sensible”. Allí atribuye su magia a la preocupación permanente por la escritura, cuya forma se le escapa como un conejo huidizo, y a la que persigue con agitada desesperación, porque la enfermedad la empuja cada vez más rápido al abismo de la desaparición.

Pero yo creo que en las hendiduras que su vida frágil abría estaban los refugios salvajes de su mente, en los que crecían esos frutos redondos que, como este cuento, podemos recoger de la hierba espesa para llevarnos a la boca.

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