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El odio a la música

La música, cuando es música impuesta, se convierte en ruido. Así, con esas palabras, con esa precisión ajustadísima, lo dice el narrador de El silenciero.

Texto: Virginia Cosin
Foto: Valeria Bellusci

Los domingos, alrededor de las doce del medio día, los vecinos de enfrente empiezan a tomar cerveza en la vereda y ponen la radio de sus camionetas al taco. Casi siempre escuchan cumbia. Los vidrios de mi ventana —vivo en un primer piso— vibran y emiten sus propios sonidos: amplificación y distorsión de lo intolerable. Aunque el aspecto de los vecinos no es lo que se dice amigable y aún sabiendo que con varios litros de cerveza encima se verán libres de las represiones de la buena consciencia civilizada, les he gritado directamente desde el balcón o, envalentonada, bajé para hablarles directo a la cara. Que escuchen música adentro de su casa. Que la vereda es de todos. Que también es mi día de descanso y merezco elegir qué tipo de música quiero escuchar, o si quiero o no escuchar música, o prefiero el silencio. Por lo general se me ríen un poco, me dicen sí, sí, bajan apenas el volumen y al rato lo vuelven a subir. “La loca de enfrente”, imagino que me llaman una vez que me retiro a mi domicilio, que solo me distancia de ellos por los pocos metros de calzada que he de cruzar.

Escenas parecidas se reproducen en bares o restaurantes donde siempre me parece que la música está demasiado fuerte, en vehículos en los que viajo como pasajera, e incluso en casas de amigos donde siempre pido, con algo de pudor, que por favor bajen o apaguen la música.

Lo cierto es que no sólo la cumbia del vecino los domingos al medio día me resulta irritante, si no la música en general. Aunque debería ser más precisa: lo que no me gusta, lo que no soporto, es el ruido. Y la música, cuando es música impuesta, se convierte en ruido. Así, con esas palabras, con esa precisión ajustadísima, lo dice el narrador de El silenciero.

El silenciero es una obra escultural tallada por el oído de su autor, Antonio di Benedetto (el mismo de Zama y de Los suicidas), que trabaja las palabras como si de cada una dependiera la vida, como si el sonido que le corresponde a cada palabra empleada tuviera el poder de herir o salvar. Se debe ser muy cuidadoso cuando de lo que se quiere hablar es del silencio, porque lo que se pone en juego es la lucha interior entre el yo que pugna por hablar y el que prefiere callar. Es decir, la lucha con la que se enfrenta cualquier escritor.

El narrador de El silenciero pertenece a la familia disfuncional de los escritores que no escriben, que proyectan sus obras sobre una pantalla de grandeza que aún no se ha desplegado —y de la que, por tanto, no es posible dudar— cuyo padre y fundador es Franz Kafka (y que en 1910 anota en su diario: “Quiero escribir con un temblor constante en la frente. Estoy sentado en mi habitación que es el cuartel general del ruido de toda la casa”)

El escritor que no escribe, que, como Bartelby, prefiere no hacerlo (frase que contiene en sí la posibilidad que niega: podría hacerlo pero prefiere no) es, más que un impotente, alguien capaz de todo, el poseedor de una potencia infinita que sólo cuando escribe encuentra su límite Limando los bordes del silencio encuentra una lengua propia.

Si soy tan susceptible a los ruidos es porque estoy demasiado atenta a lo que escucho –incluso el crujido de mi cuerpo-, y porque tengo que elegir las palabras que, aunque no diga, tienen un correlato sonoro que hace eco en la caverna que aloja mis pensamientos. Por eso muchos elegimos para escribir el momento de la noche, que es el de la oscuridad y el silencio.

De ahí que algunos textos tengan la forma monstruosa del fantasma.

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