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Las fórmulas

La ficción de mayo está a cargo de JD Incardona, que hoy presenta un cuento inédito de Carolina Rack.

Seleccionado por Juan Diego Incardona:

carolina rack

Carolina Rack es una joven poeta que en los últimos tiempos ha circulado bastante  en revistas, editoriales independientes y ciclos de poesía. Recientemente, Vox publicó su libro Rubios Naturales. El imaginario que alimenta su literatura es original y está construido en base al universo de la infancia y al sur de la Provincia de Buenos Aires, donde vive actualmente, en la localidad de Coronel Suárez, entre colonias alemanas y largos horizontes. Acerca de su último libro, la autora explica en el diario Nuevo día que “tenía que ver con cierta experiencia colectiva, una visión o representación que hacemos habitualmente de lo que es característico en Suárez o en las colonias”. Sin embargo, cuenta después, los poemas que contiene el libro han circulado más afuera de la ciudad que dentro. “Digo esto porque a veces era raro pensar cómo puede leer alguien que no es de acá esos textos que hacen una clara referencia a la geografía local. Y curiosamente, gente que no conoce Suárez se ha visto reflejada o identificada con ciertas cosas”. En esta ocasión, publicamos no su poesía, sino un relato inédito, de iniciación y de amor. O de experiencia y desamor.

*

Las fórmulas
Por Carolina Rack.

Busqué un momento en que la casa estaba vacía, tal vez breve, durante la mañana, cuando mi mamá salía  a comprar algunas cosas para el almuerzo y mi hermano estaba en clases de guitarra. Llevé el oso blanco a un rincón del patio donde nunca daba el sol, lo llevé dentro de una bolsa de supermercado para que pasara desapercibido si en el camino entre mi habitación y el patio me cruzaba con alguien. Las tijeras debo haberlas agarrado del cuarto de costura. Todo fue rápido: el peluche no era de buena calidad, cedió enseguida ante las tijeras, calzadas en el pliegue del cuello. El vellón salió brumoso, multiplicado por el contacto con el exterior; una parte se cayó al piso, junté los restos y metí todo en la bolsa. Detrás del tapial todavía está el baldío, uno muy grande, en la mitad de la manzana, la atraviesa por el medio y sus dos frentes dan a calles paralelas; está habitado por un perro que se va renovando cada determinados años, un perro siempre atado a una cadena conectada con un alambre que recorre buena parte del terreno. No estoy segura de que el perro haya llegado hasta donde tiré la bolsa, aunque me gusta creer que sí, que destrozó la bolsa para llegar al vellón y se lo comió de un saque, también parte del peluche, para dejarlo irreconocible; alguien pudo haber pensado que era un retazo de toalla, de alguna campera de bebé, parte de un ajuar, alguien debió haber visto esos restos.

En mi casa nunca lo supieron. Era casi imposible que supieran algo, estaban en el mundo del trabajo, ocupados en tareas nuevas. El chico que me regaló el oso sí lo supo, me encargué de que eso pasara. Más tarde me contaron que, la noche del día en que se enteró, me dedicó en la radio un tema que estaba de moda: Basura de Los Romeos.

El oso tuvo poca vida útil: menos de una semana. Fue el último gesto de cariño en una relación corta y determinante. Nunca me había gustado mucho el chico, pero había sabido insistir, esa era una de sus especialidades y ser líder era la otra. En esa época yo miraba mucha tele, sobretodo novelas de Cris Morena. Entendía que estaba empezando el momento en que podía pasarme lo que a alguna de las protagonistas, repetir una escena de Andrea del Boca estaba entre mis prioridades; mis mejillas gordas, además, tenían un parecido a las de Andrea y era fascinante ver cómo las lágrimas corrían por esa superficie.

Un rasgo físico novedoso en mí era la delgadez, había sido gorda hasta ese año. Había sido víctima de todas las gastadas disponibles en el repertorio de mis compañeros de grado. Había fantaseado mucho porque las cosas de la realidad me resultaban imposibles. Hasta que adelgacé, justo el mismo año en que la moda imponía bodies con jean y cinto; era una buena casualidad (todavía debía redimirme por el uso excesivo en mi cuerpo gordo de un vestido bobo amarillo y calzas estridentes). Con las remeras ceñidas ya sin necesidad de disimular rollos en la panza me sentía algo desconcertada. Opté por mostrarme soberbia. Un novio completaba la imagen que empezaba a componer.

Cuando mi amiga me pasó el dato del interés del chico, enseguida dije no. Nunca me había gustado, siempre desprecié su necesidad de sobresalir. El target que estaba armando incluía sobre todo a chicos oscuros o tímidos, justificaban así querer conocerlos, descubrir sus vidas. Este chico no tenía eso pero se decía que era amigo de unos chicos oscuros, que mezclaban cafiaspirina con coca cola y fumaban en el cementerio.

Acordamos un lugar y tiempo para realizar el pacto. Los últimos minutos del recreo, cuando ya había sonado el timbre y entrábamos a las aulas, pero la docente todavía estaba cruzando el patio, entonces quedaban algunas oportunidades de libertad. La fórmula en esa época era: querés arreglarte conmigo. Un sí alcanzaba. Después entró la maestra. Al día siguiente viajé a Mundo Marino con un grupo de alumnos ganadores de un sorteo. El chico se quedó afuera y lo lamentó, incluso, ya embanderado en su función de novio, fue a despedirme junto con otro amigo que estaba de novio en ese momento con una chica que también viajaba: se ubicaron debajo de nuestra ventanilla, saludaban y tiraban besos. Me causaban una mezcla de vergüenza y repugnancia.

El siguiente episodio fue en el hotel de San Clemente. Alguien en algún lugar del hotel me avisó que tenía una llamada, debía atenderla en mi habitación. Corrí hasta el cuarto pensando que se había muerto un integrante de mi familia. Era el chico. Quería saber cómo me había ido, decía que me extrañaba. Mi compañera era más experimentada, lo tomó con naturalidad. Me convenció para que les compráramos regalos recuerdo del viaje, unos collares con caracoles.

Se los dimos a los pocos días, los chicos habían organizado una salida de a cuatro. Fuimos a una Iglesia evangelista que esa mañana de domingo daba una obra de teatro. La obra me había gustado, conocía a los actores y había ido algunas veces a esa iglesia, toda la gente era buena, cantaban muy bien y rezaban en estilo libre, cada uno decidía qué quería decirle a dios, el único requisito era cerrar los ojos y agachar la cabeza; me gustaba mucho esa iglesia, hubo un tiempo en que habría jurado que una de sus integrantes, mi mejor amiga, era la rencarnación de Jesús. Caminamos unas cuadras en parejas y cuando llegamos a una esquina que era el punto límite para que cada cual volviera a su casa, cada uno de los chicos sacó de algún lugar de su ropa –nunca supe de dónde ni cómo- un oso envuelto en papel de regalo, con moño.

El collar de caracolitos lo usó incluso después de mi decisión de cortar. Las relaciones no se terminaban, no finalizaban, se cortaban. Te corto, era la fórmula. En un recreo, días después del corte, alguien vino a contarme que los caracolitos del collar andaban por el patio del colegio. Él dijo que el collar se le había caído y desarmado. Yo no dije más. Estaba enamorada de otro.

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