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Un héroe de nuestro tiempo

Mijaíl Y. Lérmontov es considerado como el sucesor de Pushkin. La edición de Un héroe de nuestro tiempo (Nórdica) incluye el clásico prólogo de Nabokov que aquí se reproduce.

Por Vladimir Nabokov.

1

En 1841, pocos meses antes de su muerte (en un duelo a pistola con otro oficial a los pies del monte Mashuk, en el Cáucaso), Mijail Lermontov (1814-41) compuso este profético poema:

En una cañada de Dagestán, al calor lunar,
con plomo en el pecho, inmóvil yo yacía;
la profunda herida todavía humeaba
y gota a gota la sangre se me escurría.

Solo, yo yacía en el fondo de la cañada;
los riscos se agolpaban en los salientes;
el sol me abrasaba y abrasaba sus cimas pardas.
Pero yo dormía con el sueño de la muerte.

Y en el sueño divisaba una fiesta de noche
que con luces brillantes relucía en mi país;
entre las damitas coronadas con flores
la alegre charla versaba sobre mí.

 

Pero una que no participaba en la charla
se apartaba perdida en sus pensamientos,
en su joven alma inmersa ¡Dios sabrá
cómo! en la melancolía de un sueño.

Ella soñaba con una cañada de Dagestán;
en la cañada el cadáver de un amigo yacía;
en su pecho, la herida humeante y ennegrecida
y un hilo de sangre enfriándose cada vez más.

Esta notable composición (que en la versión original está escrita en pentámetros yámbicos ocn rimas masculinas y femeninas alternándose) podría titularse «El triple sueño».

Hay un soñador inicial (Lermontov o, más exactamente, su personificación poética) que sueña que está agonizando en un valle del Cáucaso oriental. Este es el primer sueño, que sueña el primer soñador.

El individuo fatalmente herido (segundo soñador) sueña a su vez con una joven que está en una fiesta de San Petersburgo o Moscú. Es el segundo soñador dentro del primer sueño.

La joven que asiste a la fiesta ve en sus pensamientos al segundo soñador (que muere en el curso del poema) en el paisaje del remoto Dagestán. Este es el tercer sueño, incluido dentro del segundo sueño, que está incluido en el primer sueño; de esta forma, mediante una espiral, retrocedemos a la primera estrofa.

Las circunvoluciones de estas cinco estrofas tienen una cierta afinidad con el entrelazado de las cinco historias que componen la novela de Lermontov Un héroe de nuestro tiempo (Geroy Nashego Vremeni).

En los dos primeros relatos, «Bela» y «Máximo Maxímich», Lermontov o, más exactamente, su personificación narrativa, un viajero curioso, cuenta el viaje que hizo por el camino militar de Georgia (Voemo-gruzinskaya doroga), en el Cáucaso, alrededor de 1837. Este es el primer narrador.

Yendo desde Tiflis hacia el norte conoce a un veterano del ejército, Máximo Maxímich. Viajan juntos durante cierto tiempo y Máximo Maxímich habla al primer narrador de un tla Georgio Pechorín, quien cinco años antes, en la tierra de los chechenes, al norte de Dagestán, raptó una joven circasiana. Máximo Maxímich es el segundo narrador y su historia es «Bela».

En una segunda coincidencia en el camino (en «Máximo Maxímich»), el primer narrador y el segundo narrador encuentran a Pechorín en persona. A partir de ese momento Pechorín, cuyo diario publica el primer narrador, se convierte en el tercer narrador, pues las tres historias restantes han sido póstumamente extraídas de su diario.

El buen lector apreciará que la argucia estructural consiste en ir acercando a Pechorín gradual y progresivamente hasta concederle la palabra; pero para entonces ya ha muerto. En la primera historia, Pechorín está doblemente alejado del lector, puesto que su personalidad es descrita por Máximo Maxímich, cuyas palabras nos son transmitidas por el primer narrador. En la segunda historia, la personalidad del segundo narrador ya no se interpone entre Pechorín y el primer narrador, que por fin ve al héroe personalmente. En realidad, Máximo Maxímich desea apasionadamente poner al auténtico Pechorín en el primer plano de su relato. Y por último, en las tres historias finales, tanto el primero como el segundo narrador se retiran y el lector se encuentra cara a cara con Pechorín, el tercer narrador.

Esta estructura espiral tiene la culta de cierta confusión cronológica que presenta la novela. Las cinco historias van creciendo, girando, revelando y enmascarando sus contornos, alejándose y reapareciendo con una nueva perspectiva o luz como cinco cimas montañosas que acompañarán a un viajero por los meandros de un cañón del Cáucaso. El viajero es Lermontov, no Pechorín. Las cinco narraciones se suceden en la novela según el orden en que los acontecimientos llegan a oídos del primer narrador; pero el orden cronológico es distinto, viniendo a ser algo así:

1.       Alrededor de 1830 un oficial del ejército, Gregorio Pechorín (el tercer narrador), yendo de San Petersburgo al Cáucaso, a donde ha sido enviado con cierta misión militar a un destacamento de servicio activo, casualmente queda empantanado en la aldea Tamañ (un puerto de la costa noreste de Crimea). La aventura que allí vive constituye el argumento de «Tamán», la tercera historia del libro.

2.       Después de cierto tiempo de servicio activo en escaramuzas con las tribus de las montañas, Pechorín llega el 10 de mayo de 1832 a Piatigorsk, un balneario del Cáucaso, para una temporada de reposo. En Piatigorsk y en Kislovodsk, un lugar de veraneo cercano, toma parte en una serie de sucesos dramáticos que le conducen a matar en duelo a un compañero de armas el 17 de junio. Estos hechos los relata Pechorín en la cuarta historia, «La princesita Meri»”.

3.       El 19 de junio, las autoridades militares envían a Pechorín a un fuerte del noroeste del Cáucaso, adonde no llega hasta el otoño (tras un retraso que no se explica). Allí conoce al joven capitán Máximo Maxímich. Esto lo cuenta el primer narrado al segundo narrador en la primera historia, «Bela».

4.       En diciembre de ese mismo año (1832), Pechorín abandona el fuerte durante una quincena, que pasa en un asentamiento cosaco situado al norte del río Terek, y allí se desarrolla la aventura que él mismo cuenta en la quinta y última historia, «El fatalista».

5.       En la primavera de 1833, rapta a la joven circasiana que cuatro meses y medio después es asesinada por un bandido. En diciembre de 1833 parte a Georgia y algún tiempo después regresa a San Petersburgo. Esto se cuenta en «Bela».

6.       Unos cuatro años más tarde, en el otoño de 1837, el primero y el segundo narrador, en su viaje hacia el norte, se detienen en la ciudad de Vladikavkas, donde encuentran a Pechorín, que entre tanto se ha vuelto al Cáucaso y ahora se dirige hacia el sur, a Persia. Esto lo cuenta el primer narrador en «Máximo Maxímich», la segunda historia del libro.

7.       En 1838 o 1839, mientras regresa de Persia, Pechorín muere en circunstancias posiblemente relacionadas con una predicción según la cual moriría a consecuencia de un matrimonio desgraciado. Ahora el primer narrador publica el diario del difunto, obtenido a través del segundo narrador. La muerte de Pechorín la menciona el primer narrador en su prólogo como editor (1841) del Diario de Pechorín, que contiene «Taman», «La princesita Meri» y «El fatalista».

Así, pues, el orden de las cinco historias con respecto a Pechorín es «Tamán», «La princesita Meri», «El fatalista», «Bela» y «Máximo Maxímich».

No es probable que Lermontov tuviera prevista la trama de «La princesita Meri» mientras estaba escribiendo «Bela». Los detalles de la llegada de Pechorín al fuerte de Kameni Brod, tal como los presenta Máximo Maxímich en «Bela», no concuerdan del todo con los detalles que da el propio Pechorín en «La princesita Meri».

Las incoherencias de las cinco historias son abundantes y notorias, pero la narración brota con tal velocidad y fuerza, está empapada de una belleza tan viril y romántica y la intención global de Lérmontov manifiesta tal vehemente pureza, que el lector no se para a preguntarse por qué la sirena de Tamán supone que Pechorin no sabe nadar ni por qué el capitán de dragones cree que los padrinos de Pechorin no querrán supervisar la carga de las pistolas. El embarazo de Pechorin cuando, finalmente, se ve obligado a enfrentarse a la pistola de Grushnitski resultaría ridículo si no hubiéramos comprendido que nuestro héroe no confía en el azar sino en el destino. Esto queda bastante claro y en la última historia, «El fatalista», que es la mejor, donde el pasaje fundamental trata también de si una pistola  está o no cargada y donde se libra una especie de duelo por poderes entre Pechorin y Vúlich, supervisando las fatales operaciones el Destino en lugar del afectado dragón.

Un rasgo especial de la estructura de nuestro libro es el papel desmesurado, pero perfectamente orgánico, que desempeñan las escuchas a escondidas. Ahora bien, las escuchas solo son una de las formas de un artificio de mayor amplitud que podría clasificarse con el título de la Coincidencia, del que forman parte, por ejemplo, los encuentros casuales, que constituyen otra variedad. Es evidente que cuando un novelista desea combinar la narración tradicional de aventuras románticas (intriga amorosa, celos, venganza, etc.) con el relato en primera persona y no desea inventar nuevas técnicas, padece ciertas limitaciones a la hora de escoger el procedimiento.

La forma epistolar de la novela dieciochesca (con la heroína escribiendo a su amiga y el héroe haciendo lo propio a un antiguo condiscípulo, seguido de otras decenas de combinaciones) estaba tan gastada en la época de Lérmontov que casi le era imposible utilizarla; y puesto que, por otra parte, a nuestro autor le interesaba más darle acción a su historia que modificar, elaborar y ocultar los métodos de hacerlo, recurrió al cómodo expediente de que Maxim Maxímich y Pechorin oyeran por casualidad, espiaran o presenciaran todas las escenas necesarias para dilucidar o desarrollar la trama. De hecho, el autor utiliza este artificio con tal coherencia a todo lo largo del libro que el lector deja de fijarse en lo que tiene de maravilloso capricho del azar y se convierte, por así decirlo, en una rutina casi imperceptible del destino.

En «Bela» hay tres momentos en que se sorprenden conversaciones: desde detrás de una cerca, el segundo narrador espía al muchacho que trata de angatusar al bandido para que le venda un caballo y más adelante el mismo narrador oye a escondidas, primero desde debajo de una ventana y luego desde detrás de una puerta, dos importantes conversaciones entre Pechorin y Bela.

En «Tamán», el tercer el narrador sorprende, desde detrás de una roca salediza, la conversación entre la muchacha y el chico ciego que informa a todo el mundo, incluido el lector, de todo lo relativo al contrabando; y el mismo fisgón, desde otra posición ventajosa, un acantilado sobre la costa, escucha la última conversación entre los contrabandistas.

En «La princesita Meri», el tercer narrador escucha por lo menos en ocho ocasiones, gracias a lo cual siempre está informado. Desde detrás de la esquina de un paseo cubierto, ve a Meri recuperar el cubilete que ha dejado caer el tullido Grushnitski; oculto por un gran arbusto, escucha el diálogo sentimental entre ambos; tras una robusta dama, oye la charla que conduce al intento, por parte del dragón, de que Meri sea insultada por un borracho dostoyevskiano; a una distancia no especificada observa a escondidas cómo Meri bosteza ante las bromas de Grushnitski; en medio de la sala de bail repleta de gente, sorprende las irónicas réplicas de Meri a las románticas súplicas de Grushnitski; desde el exterior de «una ventana mal cerrada», ve y oye cómo el dragón y Grushnitski maquinan la forma de fingir un duelo con él, con Pechorin; a través de un visillo que no está «completamente echado», observa a Meri sentada pensativamente en su cama; en un restaurante, situado detrás de la puerta que conduce a un reservado, donde están reunidos Grushnitski y sus amigos, Pechorin oye personalmente cómo es acusado de visitar a Meri por la noche; y por último, y con la mayor oportunidad, el Dr. Werner, el padrino de duelo de Pechorin, sorprende una conversación entre el dragón y Grushnitski que lleva a Werner y Pechorin a la conclusión de que solo se cargará una pistola. Esta acumulación de conocimientos por parte del héroe hace que el lector espere, con frenético interés, la inevitable escena en que Pechorin aplastará a Grushnitski descubriendo todo lo que sabe.

 

2

No es necesario ocuparnos aquí del personaje de Pechorin. El buen lector lo entenderá fácilmente estudiando el libro; pero se han escrito tantos sinsentidos sobre Pechorin, por quienes adoptan una perspectiva sociológica sobre la literatura, que deben decirse una pocas palabras de advertencia.

No debemos tomarnos con tanta seriedad como la matoriía de los comentaristas rusos las afimraciones que hace Lérmontov sobre que el retrado de Pechorin se «compone de todos los vicios de nuestra generación». En realidad, el aburrido y extravagante héroe es el producto de varias generaciones, algunas de ellas no rusas: es el descendiente novelescto de cierto número de personajes novelescos introspectivos, comenzando por Saint-Preux (el amante de Julie d’Etange en Julie ou la bouvelle Héloise, 1761, de Rousseau) y por Werther (el admirador de Charlotte S. en Die Leiden des jungen Werthers, 1774, de Goethe, conocido por los rusos a través de versiones francesas como la de Sévelinges, 1804), pasando por el René (1802) de Chateaubriand, el Adolphe (1815) de Constant y los héroes de los poemas largos de Byron (sobre todo The Giaour [El infiel], 1813 y The Corsair [El corsario], 1814, conocidos en Rusia a través de las versiones francesas en prosa de Pichot desde 1820), y acabando por el Eugene Onegin (1825-32) de Pushkin y los diversos y más efímeros productos de los novelistas franceses de la primera mitad del siglo (Nodier, Balzac, etc.). Asociar a Pechorin con un determinado momento y un determinado lugar tiende a prestar un nuevo sabor al fruto transplantado, pero es dudoso que se añada nada a apreciación de este sabor haciendo generalizaciones sobre la exacerbación del pensamiento que dio lugar en los espíritus independientes la tiranía que fue el reinado de Nicolás I (1825-56).

Lo que debe subrayarse en un estudio sobre Un héroe de nuestro tiempo es que, pese al tremendo ya  veces algo morboso interés de los sociologistas, la «época» tiene menos interés que el «héroe» para los estudiosos de la literatura. En este, el joven Lérmontov consiguió crear un personaje de ficción cuyo cinismo y brío romántico, flexibilidad felina y ojo de águila, sangre caliente y cabeza fría, ternura y melancolía, elegancia y brutalidad, delicadeza de percepción y desagradable pasión de poder, su crueldad y su conciencia de ella, tienen un perdurable atractivo para los lectores de todos los países y tiempos, sobre todo para los jóvenes; pues se diría que la veneración de los grandes críticos por Un héroe de nuestro tiempo es más bien una reminisencia de lecturas juveniles en el crepúsculo del verano y de fogosa identificación que el resultado directo de una conciencia artística madura.

De los demás personajes del libro tampoco hay mucho que decir. Sin duda, el más atractivo es el capitán Maxim Maxímich, impasible, ceñudo, ingenuamente poético, realista, sincero y absolutamente neurótico. Su histérico comportamiento en el abortado encuentro con su viejo amigo Pechorin constituye uno de los pasajes más queridos para los lectores humanitarios.  De los varios villanos del libro, Kázbich y su lenguaje florido (tal como lo reproduce Maxim Maxímich) son evidentes productos del orientalismo literario, y el lector norteamericano puede permitirse sustituir a los circasianos de Lérmontov por los indios de Fenimore Cooper. En la peor historia del libro, «Tamán» (considerada la mejor por algunos críticos rusos, con argumentos que me resultaron incomprensibles), Yanko es salvado de la absoluta banalidad cuando nos damos cuenta que la relación que tienen con el chico ciego es un amable eco de la escena entre el héroe y el adorador del héroe en «Maxim Maxímich».

Otra clase de interrelación ocurre en «La princesita Meri» Su Pechorin es un espectro romántico de Lérmontov, como ya han señalado los críticos rusos, Grushnitski es un espectro grotesco de Pechorin, y el nivel más bajo de imitación lo proporciona el criado de Pechorin. El genio maligno de Grushnitski, el capitán de dragones, es poco más que un personaje de repertorio cómico y sus constantes referencias a la confusión son bastante penosas. No menos penosos son los constantes saltos y cantos de la chica salvaje en «Tamán». Lérmontov era especialmente inepto para la descripción de mujeres. Meri es la joven seriada de las novelitas, sin el menor intento de individualizarla, a no ser quizás por los ojos «aterciopelados», que no obstante se olvidan en el curso de la historia. Vera es un mero fantasma, con una fantasmal marca de nacimiento en la mejilla; Bela, la belleza oriental de la tapadera de una caja de placeres turcos.

¿Qué queda, pues, del imperecedero encanto de este libro? ¿Por qué es tan interesante de leer y de releer? Desde luego, no por el estilo, bien que, lo cual es bastante curioso, los maestros de escuela rusos lo utilicen para demostrar la perfección de la prosa rusa. Esta es una opinión ridícula, propagada (según un memorialista) por Chéjov, y que solo puede sostenerse a condición de confundir la cualidad moral o la virtud social con el arte literario, o bien cuando el crítico ascético mira la riqueza y el adorno con tanta suspicacia que, por contraposición, el estilo torpe y lleno de lugares comunes de Lérmontov le parece deliciosamente púdico y sencillo. Pero el genuino arte no es púdico ni sencillo, y basta echar una ojeada al estilo prodigiosamente elaborado y mágicamente artístico de Tolstoi (considerado por algunos el descendiente literario de Lérmontov) para darse cuenta de las deprimentes imperfecciones de la prosa de Lérmontov.

Pero su lo juzgamos en cuanto narrador y si recordamos que la prosa rusa estaba todavía en su adolescencia y el autor era un veinteañero cuando escribía, entonces quedamos verdaderamente maravillados de la inmensa fuerza del relato y del notable ritmo con que se suceden los párrafos, más bien que las frases. La aglomeración de palabras, por lo demás insignificantes, cobra vida. Cuando comenzamos a romper las frases o los versos en sus elementos cuantitativos, las banalidades que se nos hacen presentes son muchas veces ofensivas, las insuficiencias no pocas veces cómicas; pero, a la postre, lo que cuenta es el efecto de conjunto y este efecto final puede rastrearse en la hermosa sincronización de todas las partes y partículas de la novela de Lérmontov. El autor tuvo buen cuidado en disociarse de su héroe; pero, para el lector emocional, gran parte de la fascinación y patetismo de la novela reside en el hecho de que el propio sino trágico de Lérmontov queda de alguna forma superpuesto al de Pechorin, exactamente igual que el sueño de Daguestán gana una fuerza patética adicional cuando el lector se percata de que sueño de poeta se hace realidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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