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Un aleph de cachivaches preciosos

Una lectura de América, libro de poemas de Horacio Zabaljáuregui.

Por Jorge Consiglio.

America

Horacio Zabaljáuregui descubre América, ese primordial continente de la memoria, a partir del movimiento. En cada poema, la voz es un zigzag, un vaivén en el que se conjuga un mundo extraviado con otro que de tan flamante es incertidumbre, pura errancia, veladura. Ese es el dominio del pasado, quizás la forma más perfecta del exilio, un ámbito tan hermético, tan inestable y capcioso, que solo se aprehende en los avatares de la fuga, que es —como se sabe— uno de los ejes de lo ficcional. La notación de lo ido, de ese tiempo inestable de la infancia —de la evocación de la infancia— se encuentra solo “en los detalles sobrevivientes, en sus destellos”. Esa es la apuesta de este libro. Los acontecimientos más cotidianos, las cosas más simples resultan vectores ideales de lo pretérito. Por eso, el camino de las hormigas, los juegos del carnaval, el advenimiento de una tormenta, la excursión al cementerio con una tía o unas latas de lubricante Esso resuenan con una potencia inédita, más furtiva que estridente.

 

Desde su atalaya, Zabaljáuregui reporta América con luz discreta, la claridad adecuada para este tipo de menesteres. Con su palabra extraordinaria y cabal persigue la cola de un cometa velocísimo. Alza en el aire su voz serena —siempre confidencial— para enunciar un aliento, una pura evasión. Es eso. Por allí va la cosa. El único conjuro posible es nombrar el rastro, dar pie a la huella, apuntar lo transitorio: “un vértigo de cajas chinas al infinito,/ la semilla perversa de la repetición,/ la eternidad claustrofóbica”.

América de Horacio Zabaljáuregui es un álbum próximo y definitivo. Por esta razón, los poemas que lo conforman reclaman, a fuerza de retazos y fragmentos, un tiempo perdido. Sin embargo, no hay torrencialidades al estilo de Proust, sino chispas de gravedad, fuegos fatuos de la emoción que hilvanan con enorme belleza ese “aleph de cachivaches preciosos”. En estos textos se da la melopea ideal para referir una vida que es, al mismo tiempo, presente y lejanía. América, entonces, es territorio recobrado.

*

Dos poemas de América:

SANTA BÁRBARA
Esa noche sacamos las sillas a la vereda.
Como todas las noches.
La respiración calcinada.
Los cascarudos hacen pogo bajo los faroles.
Cientos.
Las familias en auto
salen a dar una vuelta:
el saludo desganado, desde la puerta
mascullado apenas el nombre del paseante.
Día de bochorno y seca.
Las gallinas con los picos abiertos y el ojo de miel,
desencajado.
El viento norte levanta polvo radioactivo.
No se apura el resto de cerveza;
queda tibia en el fondo del vaso.
Sacamos las sillas a la vereda
pero no hay fresca.
Habrá tormenta,
será inolvidable:
“Santa Bárbara, bendita
que en el cielo estás escrita”
se persigna mi tía.
Súbitas sierpes de luz
en la bóveda de la noche:
galerías de refucilos
estampados
sobrenaturales
en el recuerdo.
El agua no llega
y la sequía raspa el aire inmóvil.
Que no llegue por ahora;
que se resquebraje el cielo,
fulminado.
Que se astille en un laberinto de relámpagos.
(La iglesia, está a la vuelta, tiene pararrayos.)
Los truenos rezagados
empiezan a templar el parche por el oeste.
Yo sabía que primero era la luz
y después, la garganta tonante del cielo.
De pronto un relámpago
dibuja mi sombra contra la pared.
Mis tías invocan a Dios
y entran las sillas.
“Dios se agarró flor de tranca”, pienso,
pero no lo digo:
susceptibles si los hay,
los creyentes.
“No voy a entrar”, digo
fascinado;
voy a ver para encofrar
esta corona de luz,
virulenta
que a mano alzada
labra Santa Bárbara.
Líneas en la entraña oscura
del verano,
lo que queda
en la red del sueño.
Al fin de la noche,
los desfiladeros de la lluvia,
su piadoso manto,
animarán
la fiesta de las ranas.

EN LO DE MANCA
Vamos con mis primos a buscar huevos
a la quinta de Manca.
Llevamos unas latas de lubricante Esso con manija.
Cruzamos la vía, por el Barrio Norte;
en América viven ahí los peronistas.
Pasamos el Molino Fénix.
Me encanta ir temprano
con el rocío
y un fresco que todavía no se llevó
el sol cíclope que arderá
izado en el cielo.
Pateamos piedritas lo más lejos que se puede
y amagamos con palos a los perros
que salen a chumbarnos.
La quinta es un arca:
hay gatos, perros, gallinas, patos, un ternero
deambulando en busca de sombra
como pasajeros en una estación.
Comemos sandías y nos escupimos las semillas.
Manca pide juicio.
Ahora sostengo un patito
en el hueco de las manos;
una suavidad tibia que late.
Acaricio la dura testuz del ternero
y juego con un collie, elegante
aún con abrojos en el pelo.
“Te gustan los bichos”, me dice Manca.
“Estos son los más lindos”
y entornando los ojos azules,
silba con dulzura a una jaula en la pared.
Dos canarios, uno casi anaranjado,
comienzan un bordado de trinos y gorjeos.
La mañana es pulpa de luz,
melodía;
pero ese instante pleno,
se nubla:
me acuerdo,
de pronto,
del retorno inminente.
Puedo oler el fin del verano,
y una sombra fugaz
se cruza en el recuerdo
y me hiere de lejos.

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