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Distancia del lugar común

Diego Zúñiga acaba de publicar su segunda novela, Racimo, pero, como dice la autora de esta reseña, no escribe libros: está construyendo una obra.

Por Gabriela Cabezón Cámara. Foto: Carlos Quezada.

Diego Zu¿iga Escritor

Venía escuchando hablar de Diego Zúñiga, un escritor chileno de 28 años, y su Camanchaca (La Calabaza del Diablo en Chile; Mondadori en Argentina) hacía meses cuando compré en la Feria Internacional del Libro de Santiago su novela nueva, Racimo.

 

Y empecé por la segunda: una novela con dos narradores, uno el protagonista, el fotógrafo Torres Leiva, y el otro el periodista García, testigo de Jehová y, así se constituye en narrador, cronista de parte de los hechos que relata el libro, la médula de la intriga, porque es un libro con misterio a dilucidar, un caso policial, una tragedia que efectivamente acaeció en el Chile de los '90: la intriga no es tal para sus lectores connacionales. Para nosotros sí. Zúñiga tiene claro que no hay hechos que puedan calificarse de policiales a secas y construye con precisión -uno siente y piensa que conoce el lugar mientras lo lee- y belleza el mundo oscuro de Alto Hospicio, una ciudad obrera del norte de Chile, una ciudad recién nacida donde la gente va en busca de mejores trabajos, en que vivían tanto las familias como el verdugo de las 14 chicas asesinadas entre 1998 y 2001. Violadas, arrojadas a alguno de los pozos mineros abandonados en el desierto y luego lapidadas. Una ciudad de pobres, pestilente por sus pesqueras, una ciudad a la que se llega sólo por necesidad, constantemente amenazada: se multiplican los carteles que advierten la posibilidad de un tsunami, el desierto la rodea y su principal actividad económica es la producción de bombas de racimo, inventadas en los 70 por un científico chileno, que portan en sí hasta 300 bombas que estallan en dispersión. O se entierran y explotan años después. El título cifra el estado de Alto Hospicio, qué nombre, y de los personajes. Están estallados, siguen adelante hechos esquirlas, intentan volver a armarse una vida en un entorno que no ayuda. La relación de los dos narradores y sus charlas o más bien monólogos religiosos cuando atraviesan el desierto en auto podrían ser piezas que, si Zúñiga las expandiera, HBO pagaría miles de dólares para cualquiera de sus series. De hecho, leer Racimo abre la pregunta: ¿cuánto tardarán en comprarla para hacer la película? Es una novela sólida, de esas que pueden disfrutar los lectores avezados y también los que leen dos o tres libros por año.

Pero lo contado hasta acá no es lo más importante; por lo menos no para mí. Terminé Racimo y me metí de cabeza en Camanchaca y esta primera novela me resignificó la segunda: lo que leí en los dos libros es el proceso de construcción de una obra. Están el origen y el escenario, el mundo del norte de Chile, el desierto, descripto casi como una abstracción, "... el desierto bajo un cielo de distintos colores: el cielo negro, el cielo rojo, el cielo azul medio violeta, el cielo blanco, también. El desierto, eso sí, siempre el mismo: una mancha café claro". El mar siempre cerca como lugar de placer y como amenaza de fin del mundo en forma de tsunami. El fin del mundo, inminente en las voces de los personajes testigos de Jehová. Las familias recién estalladas. Las ciudades pobres. La vecindad de Bolivia y Perú, Santiago más lejos, como lugar al que se llega después de una huida o lugar del que se huye. Las referencias a la biografía del autor: un abuelo que vive al norte y tiene una residencial (hostería), el periodismo, las becas de estudiante. Y a la realidad: Zúñiga es de esos escritores que refieren a lugares y hechos que existen en el mundo de todos, no sólo en el de la literatura. Camanchaca es un libro íntimo, con un solo narrador, un chico de 18, 20 años, armado con dos líneas de viñetas. En una serie, cuenta, en un pasado que quema en el momento de decirlo, su vida en Santiago con su mamá, que decide compartir la cama con su hijo porque así se pasa mejor el invierno. En la otra, un viaje a Buenos Aires y al norte de Chile con su padre y su nueva familia. Tiene la tensión, la concentración y el tipo de conflicto propios de una tragedia y la relata con frases cortas, un tipo de sintaxis que tiene un efecto de "verdad". Tal vez porque parece más atada a la respiración corta de las situaciones complicadas que las largas oraciones con subordinadas. Tal vez porque es lo que impone el periodismo gráfico de masas. Pero Zúñiga lo hace con belleza y a gran distancia del lugar común.

Racimo se trama con Camanchaca: construye el norte de Chile a escala mayor, retoma lateralmente algunos personajes, vuelve a la residencial del abuelo, los testigos de Jehová siguen convencidos del fin y de la culpa católica, todo está más o menos hecho pedazos y todo puede estar peor en cualquier momento. Y Zúñiga escribe muy bien. Y es muy joven. Y no está escribiendo libros: está construyendo una obra. Esperamos la tercera parte.

*

Notas relacionadas

  • Cruces epistolares: La imperdible correspondencia que los escritores Fabián Casas y Diego Zuñiga mantuvieron sobre otros dos escritores -Bolaño y Cortazar- en el marco del Filba Internacional 2013.
  • La infancia chilena: Diego Zúñiga reseña Había una vez un pájaro, de Alejandra Costamagna, y Space invaders, de Nona Fernández.

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