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El libro como espacio (de lo) vivido

Por Eric Schierloh

"Estos libros intervenidos, marcados, subrayados, anotados, apropiados, etc. —todos adjetivos y condiciones que suelen disminuir su precio aunque para mí, inversa y proporcionalmente, aumenten su valor—, son otro tipo de fósiles de la lectura y la inscripción humanas. Cargan las marcas gráficas de una atención, discusión, reflexión y encuentros y desencuentros en el texto, en los espacios", apunta el autor de M alrededor de un libro usado y marcado que compró por correo.

Por Eric Schierloh.

Una vida debería dejar/ profundas huellas.

Kay Ryan

 

Tengo —imagino que como muchos de ustedes— una lista de libros por comprar. Es un patchwork infinito y mutante. Por cada diez libros que ingresan al registro uno, con suerte, sale y se transforma en un volumen “real” en mi biblioteca. Hay algo de una poca fe —no sé bien en qué, pero de seguro en el sistema editorial argentino, en parte— en quienes compramos libros como si mañana fueran a perderse para siempre, aunque también es posible que ese comportamiento sea natural que venga a compensar, en todo caso, el acto de fe que implica escribirlos.

La cosa es que el otro día, a raíz de un comentario que alguien hizo en facebook, me volví a interesar por un libro que estaba en mi lista: El tratado del paisaje de André Lothe. Emprendí la búsqueda de inmediato. Dí muy rápido con tres ejemplares que estaban repartidos en librerías de usados de Buenos Aires. Me quedé —como hago siempre— con el ejemplar que estaba “marcado”. El libro, cualquier libro, me resulta todavía más irresistible cuando “marcado” o “subrayado” van acompañados de “profusamente”. Lo compré, con envío por correo postal.

Qué grato que es, por cierto, esperar libros que traerá el correo postal.

Hojeé (y ojeé) el El tratado del paisaje. Al parecer es un buen libro, aunque definitivamente es uno de esos libros para leer con mucho más tiempo y dedicación. De todas formas, eso no importa ahora: estas notas no son sobre la pintura sino sobre las marcas en los libros, sobre las intervenciones de ese lector que inscribe y sobre cómo en ocasiones lo que comienza siendo una mera marca para llamarnos la atención a nosotros mismos en el futuro, cuando sea que vayamos a volver al texto, o al libro, se transforma en una práctica de otra densidad y acaso por motivos bien diferentes. Estas notas, entonces, son sobre las escrituras perdidas e inesperadas que aguardan entre las páginas de una (otra) obra, esperable según lo que indica ya el lomo, replicada idéntica a sí misma por la propia naturaleza de la industria del libro.

Lo que yo tengo entre mis manos, ahora mismo, es más bien un collage (de instancias, capas, momentos, movimientos, etc):

1. La parte material: “Este libro, con clisés de ‘Arga’, se acabó de imprimir el día 12 de abril de 1943, para la editorial POSEIDÓN, en la imprenta Sebastián de Amorrortu e hijos, Avenida Córdoba 2028, Buenos Aires”. Está en buen estado general —aunque “marcado y anotado”, tal como advertiría el vendedor—, no así la sobrecubierta. El volumen perteneció a una tal Baby Sánchez Leguina, quien evidentemente lo recibió como “Regalo de Ezequiel”, quizás el “22 de mayo de 1945”. Una de las páginas sugiere que el libro fue revisitado —y quizás de manera crucial— a fines de 1949 y comienzos de 1950.

2. La parte del texto: El tratado del paisaje de André Lothe (1941) en la traducción que publicó Poseidón de Julio E. Payró, pintor y crítico de arte además de traductor. Las reproducciones de pinturas y esquemas ocupan la mitad del volumen.

3. La parte de las marcas: comprende un grupo de signos y notas más bien meticulosas —que no minuciosas, quiero decir— de Baby (?) sobre el texto de Lothe. Baby parece haber leído concienzudamente y hasta el final —como no hice yo aún, por cierto—, aunque no parece haberse intereso demasiado por los asuntos de la pintura del paisaje, el color, la luz, las escuelas pictóricas, etc. Las marcas de su estancia en la parte textual del libro pasan de la decepción absoluta (“No entiendo nada”, escribe junto al diagrama de la serie aditiva de Fibonacci) al  divertimento (“Muchas gracias Mr. Rubens”).

4. La parte de la escritura: antes, durante o —casi seguro— después de 3, Baby utiliza el libro como soporte de ciertas inquietudes en torno a la poesía inglesa, la traducción y, claro, la propia escritura. Hay un trabajo con dos poemas de Thomas Hood (“We watch’d her breathing thro’ the night”: Baby transcribe las estrofas 1 y 4 aunque no las 2 y 3 del poema original) y William Wordsworth (“A slumber did my spirit seal”: a los dos cuartetos originales agrega un verso final rimado, entre otras cosas). En la página de la intervención sobre Hood la autora hace, además, una breve inscripción: “Hoy día triste llueve, ni los álamos recuerdan, me gusta este lugar, no es frío ni solo, sigo sin tener miedo, no lo quiero olvidar”). Algo después el texto fue “profusamente” tachado. Este regreso al libro puede haber ocurrido a fines de 1949, o comienzos de 1950 (“Happy New Year!! / 1950”).

5. La parte del dibujo: antes, durante o después de 3 y 4, Baby aprovecha algunos de los amplios espacios en blanco del libro para construir un territorio donde desplegar sus concienzudos bocetos y estudios —como el de los árboles a partir de los grabados de Hieronymus Cock— pero también donde desarrollar una faceta (?) de secreta —aunque decidida— artista de vanguardia. Esto último queda de manifiesto, por caso, en obras como “Intervención de la ninfa de Cranach el Viejo” o “Caballo ahora medita”.

Una vez terminado el ejercicio, sin embargo, ciertas preguntas persisten: ¿cómo saber quién fue Baby? ¿Qué parte de ella es posible llegar a (re)construir disponiendo de tan poco? Otra, quizás más interesante, aparece algo después: ¿de qué tipo de escritura se trata?

No hay ninguna duda —al menos para mí— de que mi libro de Lothe es más denso que otros cientos o miles de ejemplares que todavía han de andar, seguramente, por ahí, previsibles incluso en su preservación. Las  inscripciones y apropiaciones de mi ejemplar, justamente, conforman al menos una obra nueva (todo lo concerniente a Baby), otra resignificada, ¡y mucho! (la de Lothe) y una tercera comparativa. El mío es un libro coral. El mío es también y sobre todo —esto tarda más tiempo en aparecer— un libro kafkiano, en el sentido de ser (no de estar) irremediablemente inconcluso.

Lo que trae más preguntas: ¿por qué y para quiénes dejamos nuestras marcas? ¿Alguien en 1950 pensaba en nosotros como lectores del futuro? ¿Qué veía? ¿Se trata de otro acto de fe?

Estos libros intervenidos, marcados, subrayados, anotados, apropiados, etc —todos adjetivos y condiciones que suelen disminuir su precio aunque para mí, inversa y proporcionalmente, aumenten su valor—, son otro tipo de fósiles de la lectura y la inscripción humanas. Cargan las marcas gráficas de una atención, discusión, reflexión y encuentros y desencuentros en el texto, en los espacios. Todas cosas que me recuerdan, a cada momento casi, el germen de escritura (el punto 4) que anida en la lectura cuando ésta se vuelve, como quería Emerson, lectura creativa, activa, que busca dejar (ser) marca, que se inscribe, que se (desen)vuelve en un exterior excedentario (del lápiz que podría desaparecer a la tinta indeleble, del subrayado señalético al ondular libre que roza el garabato sugestivo, del símbolo al dibujo, de la palabra a la parrafada, etc). A lo largo de la historia estas marcas han resultado, en no pocas ocasiones, duros testimonios de asesinatos, desapariciones, borramientos, desplazamientos; mensajes urgentes, en definitiva, para la memoria de las generaciones por venir. No es el caso de este otro tipo de libros, ni de estas inscripciones decididamente más silenciosas. Desprovistos de la tremenda carga de la condición de documentos para la posteridad, libros como mi ejemplar de El tratado del paisaje de André Lothe, intervenidos casi al pasar, se diría, por alguien de quien nada sabemos y muy poco podremos llegar a saber, subsisten por el contrario como manifestaciones de uno de los gestos más universalmente humanos: el de inscribir sin aspirar a trascender sino algo vanamente, apenas para unos pocos (y desconocidos), en todo caso, y sin grandilocuencia ni clamor, más bien en la forma de un susurro que tiene la rotunda posibilidad de nunca ser oído y que de seguro nos llega, cuando lo hace, asordinado por la incesante tormenta del enjambre del mundo.

A veces pienso si ese otro tipo de escritura que algunos de nosotros practicamos de manera abierta y que implica publicar textos y libros (escritos en unas condiciones y con un tono quizás no muy diferentes a los de Baby, aunque con unos objetivos diametralmente opuestos, al menos en apariencia) no haría bien en repensarse desde un lugar más cercano al de este otro tratado del paisaje.

Este artículo podría continuar en otras direcciones y extenderse más allá del espacio previsto: algunos años oficiados como librero me permitieron otra experiencia con libros marcados —se trataba de viejos libros de estudio en inglés, todos ellos rotulados con una caligrafía infantil que decía “Walsh”—; no es menor tampoco el asunto ese de pretender conservar nuestros objetos impolutos, sin marcas; la tradición de cierta pintura oriental, en la que parte de su valor radica en las firmas e inscripciones —en ocasiones muy poéticas— que los sucesivos dueños han dejado en ellas; habría que analizar las intervenciones en los poemas de Hood y Wordsworth; quizás finalizar retomando la idea del libro en tanto superficie y espacio (caverna) donde podemos inscribir, en la más absoluta soledad e intimidad, apartados del mundo y de la tiranía del sentido evidente; del libro de papel, en definitiva, como fenómeno material solitario y aislado (y aislante también) en un mundo que es ya un texto electrónico global, hiperconectado y quizás también apabullante.

Yo creo que, como dice el poema de Kay Ryan, “una vida debería dejar profundas huellas”. En este sentido quizás los libros sean, tanto los inscritos por uno como los que no, uno de los lugares más propicios para hablar(nos) sin esperar respuesta. Un puro acto de fe.

 

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