_{Por Luciano Lamberti.}

Hay algo fascinante en el crimen, de una fascinación cuyos orígenes son inexplicables, incluso injustificables. Es morbo, sí, pero también algo más, como mirar adentro del abismo y que el abismo nos mire a nosotros, como saber que la bestia duerme en cada uno y que basta un lapsus momentáneo para que despierte y empiece a hacer de las suyas. No sabemos por qué seguimos los casos policiales en los diarios, relamiéndonos como gatos sedientos cuando aparece un nuevo detalle. No sabemos por qué miramos decapitaciones del ISIS o de narcos mexicanos en internet, sabiendo que nunca la vamos a olvidar y sufriendo y disfrutándolo como señoras que toman el té. No lo sabemos pero sucede desde que inventamos eso que se llama “ciudad”, desde que los hombres se aglomeraron con la absurda idea de que así íbamos a vivir mejor, uno al lado del otro, que la oscuridad afuera, donde no llega el tendido eléctrico, para descubrir al rato que habíamos llevado la oscuridad con nosotros, que cualquier hijo de vecino puede ser la oscuridad, que nunca vamos a escapar de ella.

A diferencia de otros países, Argentina no cuenta con una historia muy frondosa de asesinos seriales. A todos, irremediablemente, les falta ese aire mágico que hay en otras culturas. Parecen más bien vulgares y tristes. El Petizo Orejudo es el más conocido. Su nombre real fue Cayetano Santos Godino, nació en Buenos Aires en octubre de 1896, mató a cuatro niños. La forma en que lo descubrieron dice bastante acerca de su personalidad: en el velorio del último, que él mismo había asesinado con un clavo en la sien, se acercó al cajón y preguntó en voz alta adonde estaba el clavo (hay un cuento de Mariana Enríquez sobre el tema, se llama “Pablito clavó un clavito” y está en Las cosas que perdimos en el fuego: la historia de un hombre que se obsesiona paulatinamente con este asesino, y termina de alguna manera transformándose en él). A los siete años, El Petizo lleva a un niño de dos a un baldío e intenta matarlo. A esa edad ya tiene la costumbre de mutilar y matar pájaros, que guarda en diferentes lugares de la casa, incluso en sus zapatos. Otra de sus grandes pasiones es la de incendiar edificios: se registran por lo menos siete casos (declararía después “Me gusta ver trabajar a los bomberos… Es lindo ver cómo caen en el fuego”). En 1923, ya descubiertos sus crímenes, es trasladado al penal de Ushuaia, donde según la leyenda lo mataron los propios recluso porque se cargó un gatito que era del pabellón.

De todo eso, y de muchas cosas más, se ocupa la flamante novela Cometa de la noche negra, de Diego Vigna, editada por Nudista. Es una novela de género híbrido donde caben el policial (el protagonista, a quien podemos identificar como Diego Vigna, busca datos sobre el asesinato de su abuela, Teresa Vigna), de familiar (se asiste a la desintegración del matrimonio de sus padres), de un realismo por momentos muy atento a los detalles y por momentos casi monstruoso (el protagonista apoya la cabeza en una estatua de El Petizo en una visita al penal y le pide que lo inspire, en otro momento juega con la idea de matar a su madre ahogándola con una almohada, en otro se aprieta con una tía a escondidas). Una novela que juega en dos planos, por lo tanto: el de lo real, asentado en las fotos y los recortes periodísticos que aparecen cada tanto, y el de lo monstruoso, del crimen que mató a su abuela, de la historia de El Petizo y su búsqueda, del propio protagonista, que juega con lo autobiográfico pero no desde lo épico sino desde la autoflagelación. En tiempos en los que la autobiografía sirve de excusa para mostrarse tiernos y sensibles, acá lo que se juega es, más bien, el extrañamiento. Basta leer la escena del bar chileno donde una desconocida le tira vino en la ropa a su marido para entenderlo. Cometa de la noche negra es, también, una novela sobre el espacio, sobre todo ese espacio exótico para muchos argentinos que es el profundo sur: vacío, tristeza, el repliegue del paisano en sí mismo. Hacia el final, la sensación es que a pesar de hablar de tantas cosas, la novela converge en un punto: las formas en las que el pasado vuelve (el asesinato de su abuela, el carácter de su padre, el divorcio, su propio carácter), en las que los fantasmas se materializan bajo la máscara del espanto para seguir impresionándonos. 

Nos fascina el horror porque queremos mantenerlo lejos. Nos fascina el horror cuando les pasa a otros.