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Nueve preguntas

Nueve preguntas a Sergio Delgado

Cuestionario fijo

El escritor responde nuestras preguntas de siempre y deja una imagen imborrable de su biblioteca.

1. ¿Cuál es el objeto más antiguo que conservás? 

Una llave. Una llave muy antigua porque no abren ninguna puerta. 

 

2. ¿Qué libro de otro autor produjo en vos el efecto que te gustaría producir en quienes te leen?

Mientras agonizo de William Faulkner. Recuerdo perfectamente mi primera lectura de esa novela. Debo haber tenido 13 o 14 años. En la biblioteca de mi colegio había una colección dedicada a Premios Nobel de la literatura. Ediciones de lujo, las recuerdo muy bien, con su encuadernación en azul y dorado y sus hojas papel biblia que nadie consultaba pero que a mí me gusta tener y llevar a todos lados. Había varios tomos dedicados a Faulkner y lo primero que leí fue Mientras agonizo. Probablemente fue lo primero que leí realmente en mi vida. Y fue un desastre como lectura. En ese momento comprendí muy poco de las cosas que pasaban (bueno, después supe que con Faulkner casi siempre es así) y me paseaba con ese grueso libro más bien para mandarme la parte y darme aires de lector. Apenas si adivinaba los personajes, las situaciones, la técnica del fluir de la conciencia, el cambio de puntos de vista. Me desorientaba y perturbaba, además, la locura progresiva del personaje de Darl, con el que enseguida me encariñé. ¿Cómo era posible que le sucediera eso a un personaje tan entrañable? Ni siquiera tenía realmente conciencia del significado de Faulkner. Creo, además, que no terminé de leer el libro y lo abandoné en la mitad. Mi vida de lector está plagada de libros que leo mal, abandono o retomo mucho tiempo después. Supongo que fue esa dificultad, y si se quiere, también, ese desconcierto, lo que me produjo una fascinación perdurable. Una suerte de llamado. Devolví a la biblioteca esa edición española, me fui del colegio, crecí, envejecí. Y el recuerdo de ese libro siguió acompañándome. 

Volví a encontrarlo muchos años después, en la edición de Santiago Rueda, en la traducción de Max Dickmann, cuyo título tenía una rara torción: Mientras yo agonizo. Perdí ese libro en una mudanza y luego volví a leer la novela en francés, en la versión de Maurice Edgar Coindreau, que fue una de las primeras traducciones de Faulkner en Francia, publicada en abril de 1934. A partir de este traductor entró Sartre en el mundo de Faulkner. Y por supuesto Valery Larbaud, que escribió el prólogo de Mientras agonizo. Gallimard sigue publicando, en edición de bolsillo, esa traducción, con ese prólogo. Es la que leo en este momento. Tengo también una edición en inglés. Me manejo con mucha dificultad con el inglés, pero voy a buscar ciertas palabras y ciertas frases.

En aquella lectura de mi juventud, casi en mi infancia de lector, me quedó grabado el ambiente de la casa de la familia. La madre agonizante, recostada en la cama, observando de reojo a través de la ventana, y sobre todo escuchando, el trabajo de Jewel, uno de sus hijos, carpintero, que está armando su ataúd. Escribí un cuento, uno de mis primeros relatos, que no conservé, en el cual su personaje lee un libro recostado en una reposera a la sombra de un árbol y cuando cierra el libro sigue escuchando el ruido del serrucho y el martillo.

Varias imágenes y situaciones de Mientras agonizo quedaron resonando en mí, en mi paladar de lector novato, y siguieron trabajando en mi memoria. Una de ellas es esa imagen de la madre recostada en su lecho de muerte. A ambos lados de su cuerpo, sus manos tendidas sobre el cubrecama, escribe Faulkner, parecían dos raíces desenterradas (“and her hands laying on the quilt like two of them roots dug up”). En eso pienso cuando leo una imagen similar de Juan L. Ortiz, la de las “raíces invertidas” o “raíces de la despedida” (cito de memoria). En un reportaje Ortiz explica esa imagen y dice que las manos que piden o saludan son como raíces invertidas. Hay algo originario en esos gestos.

Pero hay otra imagen, sobre la que volví hace poco, a propósito de la lectura de un poema de Miguel Ángel Federik que termina así: “No hay mirada más limpia que la del desamparo:/ ponía un dedo en el agua, y todo el universo se movía”. En ese poema MAF evoca los recuerdos de un niño que se asoma, con dificultad, a una especie de barril, de esos que hay en las casas de campo, en los que se recoge el agua de lluvia, y observa el reflejo de las estrellas. En Mientras agonizo, Darl evoca una escena similar, que es también una imagen de infancia, y que me quedó grabada: “me gustaba esperar que todo el mundo su hubiera dormido para poder levantarme y volver al balde. Estaba oscuro, la madera oscura, la superficie quieta del agua como un orificio redondo sobre el vacío (nothingness). Antes de perturbarla, despertándola con el vaso, podía ver sobre esa superficie a veces una o dos estrellas, y a veces también una o dos estrellas en el vaso antes de beber. Luego crecí, envejecí” (“After that I was bigger, older”). Pasaron casi cincuenta años de aquella primera lectura, de esa mala lectura de un lector irresponsable y un poco pedante, y recién ahora comprendo la genialidad de ese remate. En la versión de Coindreau: “Ensuite j’ai grandi, j’ai vielli”. Resiste cualquier traducción. En cambio esa palabra, que ahora descubro, nothingness, se me ocurre intraducible. ¿La nadidad? Y no termino de comprender cómo quedaron esas impresiones y esas imágenes tan grabadas en mi memoria.

No me molesta que las cosas que escribo no se lean, o se lean mal (no sería honesto conmigo mismo si pretendiera otra cosa), pero me gustaría que produzcan esa duda, que se conserven como una vibración, y que ese impulso o curiosidad lleven a volver, susciten una relectura. Leer es más volver que ir. Me parece.

  

3. ¿Lo mejor y lo peor que te dio la literatura?

Lo mejor: una manera de estar en el mundo; lo peor, eso mismo: la sensación de estar al margen, perdiéndome siempre algo, la culpa de que es mejor vivir que leer y escribir. Son las dos caras de una misma moneda.

 

4. ¿Cuál es el libro que más regalaste y por qué?

No sé bien. No hay uno en particular, creo. Regalo muchos libros. Me gusta regalar libros que tienen algún significado para mí en ese momento y siento que es como compartir una experiencia de lectura, un momento de intensidad. El que me viene ahora es el Art poétique de Guillevic.

 

5. ¿Como qué disco suena la música funcional de tu cabeza?

Suena como el álbum blanco de Los Beatles.

 

6. ¿Cuál fue el color más hermoso que viste en tu vida y dónde aparecía?

El verde claro de las hojas nuevas del árbol que observo desde mi ventana y que en este preciso momento, 25 de marzo de 2023, a las 18:20, tocadas por los últimos rayos del sol, se ilumina. Hasta hace unos días había un tronco y ramas oscuras y como de la nada aparecieron miríadas de puntitos verdes; hasta hace un instante, en la luz más bien lechosa de esta tarde gris, casi no me di cuenta. Pero recién ahora lo descubro, con esos rayos de sol que atraviesan un desgarro de nubes y pegan contra el árbol, como si lo encendieran. Verde nuevo, ese es el color.

 

7. ¿Con qué escritor o escritora que ya no pisa el mundo de los vivos quisieras tomar un taller literario?

Con ninguno. En todo caso sigo aprendiendo de ellos a través de la lectura, el estudio, la escritura. En momentos iniciales, de manera consciente o inconsciente, imitamos el estilo de un escritor admirado. Pero en el acto comprendemos que es imposible no ser otra cosa que nosotros mismos. En mi caso, además, está esa curiosidad casi malsana que tengo de merodear los manuscritos, libretas y cuadernos que dejan los escritores cuando se van de este mundo. Pero eso tampoco sirve de mucho. 

Tuve la suerte conocer a alguno de los escritores que admiro. Con dos o tres tuve incluso un trato personal. Pero de ninguno de ellos aprendí nada que no me hayan enseñado sus textos. Recibí muchas cosas, tampoco debo ser ingrato, pero ese don pasaba menos por las palabras que por gestos, miradas, silencios, momentos compartidos. 

Nunca fui a un taller literario. No creo que pueda transmitirse el arte literario. Durante algunos años coordiné talleres de escritura creativa y fue una experiencia increíble, sobre todo en su dimensión colectiva. Se pueden, sí, enseñar técnicas y participar de un aprendizaje: a estar solo con uno mismo (porque escribir es básicamente: aprender de uno, de la ansiedad y la paciencia, de nuestras virtudes y defectos), aprender a mirar, a compartir, a confiar en la profundidad de la memoria, a desconfiar de los elogios y aceptar (con cierta desconfianza también) las críticas. En definitiva: aprender a esperar. Porque hay que dejar que el tiempo trabaje sobre nosotros y los papeles. Pero escribir, lo que llamaríamos el arte de escribir, eso comienza al abandonar el taller. 

 

8. Un libro que hayas prestado y no te devolvieron.

Nunca presto libros. Un libro es algo personal. Tiene marcas, pliegues, anotaciones que son nuestras. Además como tengo un pasado de ladrón de libros, del que no estoy particularmente orgulloso, pero con el que me reconcilio, conozco muy bien la psicología del cleptómano ilustrado. Uno se dice: “es mejor, es un acto de justicia, que este libro esté en mis manos y no que sea mal leído o se marchite olvidado en algún estante polvoriento”. Así me quedé con las Obras completas de Shakespeare en español en la traducción de Astrana Marín que tenía una señora santafesina que no era una lectora. Elegía los libros por su encuadernación y compraba colecciones, como esta de obras completas, porque el cuero de sus tapas adornaba muy bien su biblioteca.

Hace muchos años, trabajé en la biblioteca de un colegio jesuita. Una biblioteca inmensa con muchas habitaciones íntimas. Sólo el bibliotecario estaba autorizado a buscar los libros. Los alumnos debían esperar detrás de un mostrador. Pero recuerdo que al fondo de la biblioteca había dos habitaciones donde el ingreso estaba particularmente prohibido. En una estaban los libros “reservados”, que no podían ser consultados por nadie. Allí leí por primera vez la apología del suicidio de Séneca y las Confesiones de Rousseau. Pero no me los robé. Un respeto casi religioso me lo impidió. En estos tiempos de anestesia generalizada, no deja de maravillarme, en cierto modo, que alguien considere que un libro pueda ser “peligroso”.

A la segunda habitación, bien al fondo, iban a parar, en espera de su clasificación, las bibliotecas personales de los curas muertos, desaparecidos o “emigrados”. Eran bibliotecas magníficas. Y esos libros en espera, que nunca nadie clasificaba, también estaban prohibido. En una época en las instalaciones del colegio funcionó una universidad. Y los curas no enseñaban simplemente el catecismo. Recuerdo a uno de ellos, a quien alcancé a conocer antes de que lo mandaran a un rincón perdido de Ecuador o Chile, que era especialista en culturas orientales. Había muchos libros con la escritura ideográfica china que debían ser de él.

Ahí me quedé con un par de libros. Pero eso no era robo porque en realidad esos libros no tenían dueño. Recuerdo en este momento la edición Oxford de The complete Works de Shakesperare. 

Volviendo a la pregunta, disculpándome por el desvío, ahora me doy cuenta de que mis hijos se quedaron con los Shakespeares: Iván la edición en inglés, Simón la española. No es que no me los devolvieran. Tampoco puedo decir que me los hayan robado (“el que roba a un ladrón, etc.”)… Digamos que los heredaron en vida. Los libros tienen vida más allá de la vida. Su historia y también su prehistoria.

 

9. ¿Cómo ordenás tu biblioteca? ¿Nos mandás una foto? 

Quisiera saberlo. Ahora mismo, que acabo de mudarme. Se aceptan sugerencias… 

Por el momento contemplo las pilas de libros y medito y descubro dos o tres principios básicos, muy básicos, respecto a la organización de una biblioteca. En primer lugar, que es importante que existan las bibliotecas para poder vivir. Tengo que despejar el espacio del salón y que el mismo cumpla su función de living (así se lo llamaba en casa de mis padres) y también, en el otro extremo, de comedor. En segundo lugar veo que un orden es necesario también para poder vivir. En mi manera de trabajar es importante encontrar el libro que necesito al menos, digamos, en los próximos minutos. Si pasa mucho tiempo corro el riesgo de olvidar la idea que tenía entre manos y para la cual la consulta de ese libro era indispensable. Quizás un orden caótico, gracias al cual nunca encontramos nada, pueda ser una solución para ese mal que tenemos de la cita. Escribir sin citar y sobre todo sin leer. Un tercer principio tiene que ver con lo íntimo pero también con lo social. Hay libros que no nos enorgullecen y que por alguna razón no nos deshacemos de ellos: porque fueron un regalo o porque los necesitamos por cuestiones profesionales. Son los que ponemos detrás de todo, en los lugares menos visibles. Por nosotros pero también por la imagen que debemos dar a las personas que nos visitan y nunca tienen mejor idea que ir a hurgar en la biblioteca.

En un poema de Elogio de la sombra, Borges dice que “Ordenar bibliotecas es ejercer,/ de un modo silencioso y modesto,/ el arte de la crítica”. Es ingenioso, pero falso. En todo caso para los pobres mortales que primero debemos lidiar con los tres principios anteriores. Entre la intimidad y la sociedad. Quizá sea el comienzo de una nueva disciplina: la crítica silenciosa. Debería existir esa disciplina. La crítica literaria es siempre tan ruidosa. 

 

 

Foto de Myrna Insua.

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