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¿A quién deberíamos creerle?

Taborda reeditado

Una lectura de Las carnes se asan al aire libre y su fuerte marca saeriana, novela del poeta y narrador rosarino Oscar Taborda, también director de la Editorial Municipal de Rosario. Publicada originalmente en 1996, Mardulce acaba de devolverla al ruedo.

Por Nacho Damiano.

Tres amigos (“uno”, “el pelado” y “el tercero”) se reencuentran en su pueblo natal, lugar al que “uno” no volvía luego de estar “dos días, dos meses o dos años afuera”, regreso que “podía entenderse como una vuelta a ninguna parte”. Como se habrá notado, Las carnes se asan al aire libre, reedición de Mardulce de la novela de Oscar Taborda publicada por primera vez hace veinte años, se propone, desde el comienzo, no ser demasiado específica en ningún aspecto. A pesar de que el narrador suele tener un tono casi aséptico, permite que los personajes lo contradigan, generando una pregunta interesante: en un relato, ¿quién tiene razón? ¿A quién deberíamos creerle? ¿A quien cuenta la historia o a los protagonistas? Taborda toma partido: si la experiencia de la “realidad” nunca es unívoca, límpida y diáfana, ¿por qué deberíamos exigírselo a una obra de ficción? 

Uno de los procedimientos más atractivos de la novela tiene que ver con el famoso “relato dentro del relato”. “El tercero” estuvo leyendo una novelita mala, comprada de saldo y al paso, novelita que comenta con sus compañeros y que muy solapadamente el narrador termina imbricando en la propia historia: “lo que en el libro eran 19 páginas, y no más gracias al cielo, acá se concentraba en un chispazo”. Ese adverbio, ese topos, es una afirmación muy poderosa, porque significa que para Taborda la literatura es un lugar, un espacio al que se puede ir a refugiarse, alejándonos de donde habitamos de manera cotidiana. A esta altura ya es casi imposible no mencionar a Saer, cuya poética está muy presente en Las carnes se asan al aire libre. Además de la elección geográfica (casi toda la novela transcurre en una laguna de algún delta del litoral argentino), del uso frecuente del “como se dice”, del hecho de dividir el relato en cuatro capítulos casi simétricos cuyos nombres son “Viernes”, “Sábado”, “Domingo” y “Lunes” (“Las primeras siete cuadras”, “Las siete cuadras siguientes” y “Las últimas siete cuadras” de Glosa son una referencia ineludible), el verdadero punto de contacto es que quien narra es consciente de que está narrando

Luego de haber terminado de cenar, los tres amigos salen al patio a tomar unos whiskies. El tiempo pasa y ellos, ya medio borrachos, empiezan a dormitar. Y es en situaciones como esta donde empieza la magia: Taborda hace que el narrador reproduzca sólo partes mínimas de la conversación (eligiendo, incluso, las más irrelevantes) porque su intención no es construir un ida y vuelta argumentativo donde el diálogo sirva para brindar información alrededor de la trama o de los personajes. Lo que busca es más simple pero muchísimo más difícil de conseguir: generar un clima. Ese clima es el del pensamiento azaroso (¿se presenta de otro modo el pensamiento alguna vez?), y para lograrlo se apoya más en la reflexión interna que en el diálogo o en la descripción del espacio. Además, esa narración — que intenta generar la mayor sensación de oralidad posible— está compuesta por frases sintácticamente complejas, artificio del que Saer hizo casi su marca registrada. Pero lo que más acerca el relato de Taborda a la poética de su coprovinciano es la relación que mantiene con el tiempo. En Las carnes se asan al aire libre las distinciones entre pasado, presente y futuro no están muy claras porque el tiempo se descompone en una suerte de espiral que a su vez puede ser dividido ad infinitum, según las necesidades del relato. Para Taborda, y en eso está la clave, no hay nada que tenga mayor importancia que el texto, que no pareciera estar dispuesto a aceptar ningún tipo de imposición externa. Por ejemplo, en el medio de una descripción de lo más mundana nos encontramos con que los personajes están “arriba de la lancha que dos años más tarde habría de hundirse”. Esto nos obliga a hacernos una pregunta, quizás la más importante no sólo del libro sino de la literatura en general: ¿quién narra lo que estamos leyendo? Y además, en este caso en particular: ¿cuándo lo está narrando? ¿Hasta dónde conoce la historia de estos tres amigos, no sólo los hechos que suceden y sucedieron sino también, y en especial, los que todavía no han sucedido? ¿Qué nos está ocultando? ¿Por qué?

En ese “¿por qué?” se condensa su dimensión política. Además de referencias explícitas a los vuelos de la muerte, la CONADEP, la picana eléctrica y el holocausto sufrido por los aborígenes que habitaban esas tierras en el siglo XVIII, lentamente vemos surgir en los personajes un desprecio por la vida humana que no se veía venir. La pequeña ciudad de provincia está militarizada y todo el tiempo se habla de posibles atentados terroristas (perpetrados por disidentes de izquierda o por amebas intergalácticas, ese es otro tema), lo cual no parece llamarles demasiado la atención. Los tres amigos se encuentran, durante su fin de semana de relax y consumo de alcohol en exceso, con un “trotskista cruzado con evangelista” que está exiliado en el río, solo, después de haber  “escapado por los fondos” de una casa en La Matanza. Y es este exiliado quien permite que toda la violencia que se venía sintiendo como un zumbido que no terminaba de definirse, casi como una especie de música ambiental, pueda, finalmente, desatarse y hacerse explícita. No sólo lo asesinan de un modo bastante cobarde sino que ironizan con lo que sucedió (con un sadismo inesperado) y empiezan a preocuparse más por cuestiones prácticas referidas a qué hacer con el cuerpo que por lo sucedido en sí. ¿Están acostumbrados a este tipo de situaciones? Sabemos —más o menos— quién era el asesinado, pero, una vez más: ¿quiénes son ellos? ¿Por qué  actúan así? ¿Por qué Taborda no nos explica nada? Quizás, como ya se dijo, no tengamos ningún derecho a pedirle explicaciones a la literatura.  

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