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“La sensibilidad también se trabaja y se cultiva: no viene regalada”

Reynaldo Jiménez

Luego de décadas de escribir, publicar y traducir o impulsar publicaciones de otros, Jiménez verá impresa su obra poética reunida, Ganga, que saldrá en tres tomos. Una conversación con Agustina Rabaini alrededor de la experimentación en torno al sonido y el sentido de las palabras, su fe en la intuición y su crítica de la falta de riesgo en la escritura.

Por Agustina Rabaini. Fotos: Gabriela Giusti, mandala de Paula Ardanaz.

 

“Cuando cae la carne de las grandes/ palabras solitarias/cuando cae la carne de los frutos –oh carne– estoy adentro”, escribió el argentino Hugo Padeletti, y sus palabras resonaban en mí antes de iniciar esta conversación con Reynaldo Jiménez (Lima,1959) en su casa del barrio de Coghlan. Fue en su jardín y de su voz que escuchamos en círculo a Padeletti, uno de sus amigos y referentes poéticos, y a otros grandes maestros (Krishnamurti, Octavio Paz, María Zambrano, Tarkovski), cuando todos éramos jóvenes y hambrientos –mediados de los noventa-, y los textos nos conmovían casi por primera vez.

Jiménez lleva una vida buscando “que no haya disociación entre el cuerpo y el alma, entre la voz y el sentido”, según su propia definición. A lo largo de los años edificó una obra que cuenta con más de 25 libros de poesía y ensayos publicados, a los que habría que sumar los libros de traducciones que hizo de otros autores y los textos inéditos. Entre 1995 y 2008 dirigió –junto a su compañera, la artista plástica Gabriela Giusti– la revista y editorial Tse Tsé, que publicó más de 100 títulos de poesía y ensayo. 

Vivió inmerso en la poesía, pero también en la música, la pintura y el cine; de ahí que su escritura esté atravesada por todos esos lenguajes que enriquecen su viaje como lector y como investigador, como oyente y espectador. En la contratapa de uno de sus libros, Sangrado (Bajo la luna, 2006), leemos: “Reynaldo Jiménez nunca se encierra en la lengua, en su poesía las palabras se bifurcan, se reconstruyen como facetas, como un laberinto de espejos –espejismos– donde la multiplicación de sus sonidos hace música y construye nuevos sentidos”.

En pocas semanas, la editorial Libros de la resistencia publicará en España el primer tomo –serán tres en total– de su obra poética reunida, bajo el título Ganga.

 

 

¿Qué hay cuando mirás hacia atrás?

Si miro todo lo que pasó y lo que pudimos hacer, yo soy el primer sorprendido. Mientras transitás los procesos vas a los tumbos, estás en el momento. Vas probando y experimentando con el lenguaje y los lenguajes, la palabra metida en situaciones sonoras y visuales. Pero sí, gradualmente, en los últimos años empecé a ver hacia atrás. De pronto apareció una nueva tanda de gente que venía a contarme que había leído mi trabajo o algunas partes. Me alegra saber que se identifican con determinado poema, libro, traducción o ensayo. Hay una obra en el tiempo que se puede mirar en perspectiva, pero la verdad es que sigo haciendo, sigo escribiendo, en el presente.

¿Y qué es lo que hacés ahora?

Sigo traduciendo, una tarea que empecé a hacer seriamente en los últimos 15 años. Ya lo venía haciendo para la revista (Tsé Tsé), pero una vez que tomamos la decisión de soltar la editorial me metí de lleno con traducciones de brasileños y de algunos franceses. Autores que me copan por apuestas fuertes de escritura que no están colocadas centralmente en un portugués o en un brasilero muy reconocible. En esta especie de contorsionismo verbal, de algún modo los siento parientes. Estos mundos donde se plantean fugas de la poesía hacia la prosa o de la prosa hacia la poesía, y donde hay escrituras que son voces más que literatura habitual. Me metí con el Catatau, de Paulo Leminsky, por ejemplo…

Lo sonoro metido en la palabra parece ser tu gran tema, además de esta idea de que el arte consiste en “desfijar la realidad”, como dijiste. ¿Se trata de ampliar, soltar esquemas, ir contra las estructuras rígidas?

Sí, algo de todo eso, pero no sé si es en contra. El eje para mí sería la intuición, seguirla y, en el medio, inventársela. Me interesan aquellos que se la inventan y no están encajados en un modo predecible, en una escuela o en un género literario. Gente como Néstor Perlongher, que fue mi amigo y ahora me parece increíble; agradezco esta conexión que pude tener con autores como él o como mi tío, Javier Sologuren, o Blanca Varela. Gente a la que traté cuando era chico y me abrió hacia las lecturas. Octavio Paz, por ejemplo, me vino por Blanca Varela. Ella me acercó esos libros.

¿Y por qué crées que ellos te abrieron el camino temprano? ¿Qué había en vos entonces?

Yo ya tenía una vocación muy fuerte. A los 13 años sabía que quería escribir poesía, dibujaba y me gustaba la música, pero en la escritura encontré mi lenguaje o la posibilidad de corporizar algo. Se ve que yo iba muy definido en eso, y me fui encontrando y quedando con aquellos que sentía más cerca.

Ya en la adolescencia detectaste “la responsabilidad de crearte cada día un alma”. ¿Ahí temprano apareció también el interés por lo espiritual?

Sí, yo crecí en un contexto social y familiar complicado, donde no había interlocutores, y por eso hubo que salir a buscar afuera. Me tuve que moldear, averiguar cómo salir de la telaraña. Por un lado, estaba el escritor solitario con su máquina de escribir, sus libros y su mundo interno, pero siempre añorando eso otro que les pasaba a los actores o la gente de cine y a los músicos de poder trabajar con los demás. Por eso buscaba grupos. A lo largo de los años participé de proyectos editoriales, performances o ciclos de lecturas, lugares donde se pudiera compartir. Pasó la vida, uno va leyendo cosas y ahora dice: “Ah, aquello era micropolítico”.

¿Micropolítico?

Sí, la micropolítica es la que me interesa, lejos de la macropolítica que nos lleva para el lado de la violencia casi siempre. Generar redes y trazar urdimbres. Espacios donde el vinculante es la palabra y donde se juega una ética todo el tiempo. Tomar la palabra no es cualquier cosa: tomarla como una herramienta, pero también como un fuego. Y la reunión alrededor, la cosa tribal en el sentido más manádico, el defender las tribus momentáneas, los encuentros. Me refiero al evento poético, al acontecimiento y a la palabra generando conversación.

¿Cuáles serían, ya no solo los poemas sino las experiencias poéticas que te convocan?

La lectura como experiencia poética me interesa siempre. La lectura de lo que sea, un ensayo, una entrevista, aquello que te conecta con tu sensibilidad y de la que salís transformado o te aporta un matiz. En medio del bochinche, incluso donde no lo esperás, hay astillitas, y yo me la paso extrayendo cosas, pequeñas joyas. Pero el acontecimiento poético no está restringido a la fórmula poema, ese espacio seguro literario, culturalmente legitimado, sino que puede ocurrir escuchando música, en un paseo o en una contemplación.

¿Cuál es el desafío o el trabajo con la palabra y la hoja en blanco?

Creo que el desafío es poder llevar lo que ocurre a la palabra y que siga ocurriendo en la palabra, que no sea el relato de aquello que ocurrió fuera del lenguaje, sino que ese roce con lo imponderable y lo inefable aparezca convocado. Que el texto sea una experiencia poética en sí, un lugar de conexión. A mí me encantaría, por ejemplo, escribir una poesía sabia. Pienso en Bashô o en Javier Sologuren, ese tipo de escritores transparentes, que transmiten una cierta paz o cierta visión integral. Un día, conversando con Néstor Perlongher hace muchos años, decíamos que, si uno apuesta por lo fluido, aparece todo: el claroscuro, la contradicción, lo alto y lo bajo. Y en eso estoy, ahí voy.

Perlongher, que decía: “No quiero ser un poeta sólido, quiero ser fluido”...

Sí, esas palabras de Néstor fueron un clic en mi vida. Él tenía diez años más que yo, y estábamos en un bar, yo venía de hacer unos talleres donde se hablaba mucho del escritor sólido, de que había que tener una obra sólida y que no podía haber palabras que desentonaran, lograr una coherencia y todo esto. Venía preocupado por eso hasta que él me hizo un toque de varita mágica y me dijo: “Pero no, Rey, fluido, ¿qué sólido?”. Pasar tiempo con Néstor significó mucho para mí, fue un hermano más y no porque fuéramos tan íntimos sino por la alianza poética. Me dio permiso con algo para lo que yo ya estaba preparado, pero nadie me lo había dicho de esa manera, tan simple. Hoy creo que lo fluido arrastra lo sólido y que esos elementos también pueden estar, pero no esa cosa de la escritura indiscutible. Aquello era paralizante y, en un contexto de represión como el de la dictadura, uno estaba buscando lo contrario, no quedar atrapado, entrampado.

En tu escritura no hay, además, un anclaje en el sufrimiento, la oscuridad o el dolor. Más bien una búsqueda de luminosidad, ¿es una búsqueda espiritual?

Sí, pero en los últimos años empecé a darle más lugar a la tragedia colectiva a través del lenguaje, ver lo que está aconteciendo a nivel planetario. Más allá de las asfixias locales, hay un evento mayor, y en el humor encontré una manera de pasar el claroscuro por otros filtros, a través del juego de palabras. Si va a salir lo monstruoso, también los monstruos pueden ser cómicos y hay un nivel casi absurdo ahí.

¿La poesía política te interesa?

Leo todo y en su momento leí mucho a Gelman. Edgar Bayley me gustaba mucho, sobre todo algunos poemas de juventud, esta cosa de él del invencionismo y la cuestión de no caer en lo melancólico. Poder generar imágenes que no se muerdan la cola y que sirvan de apertura, de solidaridad interespecies, porque hay conexiones con lo vegetal, con lo mineral, con lo animal; con el enigma de una manera celebratoria.

¿Y cómo fue vivir durante tantos años adentro de la poesía y de la música?

Bueno, es cierto que estuve ahí, y sigo estando. Soy un privilegiado y, en este sentido, me siento un millonario. No tengo mucho laburo ni gran disponibilidad económica, pero tuve mucha suerte e intento disponer de mi tiempo. Gabi, mi mujer, tiene mucho que ver con eso, porque puede convivir con alguien que está en la misma. Desde la postura y desde el estudio, porque lee y estudia mucho, pero también por una búsqueda espiritual, yo diría mucho más luminosa que la mía. Soy una persona de contrastes internos. Hubo años donde tenía pesadillas. Muchos monstruos. Y también es eso: uno está percibiendo cosas, como una antena, y se pone a disposición de determinadas fuerzas que pasan por el lenguaje y por la escucha.

¿Podrías haber estado ahí a lo largo del tiempo sin que haya habido, también, oscuridad o pesadillas?

Es difícil y en especial porque no encajás del todo en el contexto y el sub-contexto literario. Te vas conectando con personas que también están en esa, desde distintas vibraciones o maneras de vivir, pero que asumen la poesía como eje de su vida. Para mí fue muy claro de entrada y aunque fuera muy resistido por mi familia. Para mí era esto o la locura o el reviente o la nada.

¿Qué otros artistas, dentro de la poesía, la música o el cine, fueron faros y persistieron en vos en el tiempo?

Nunca dejo de volver al surrealismo. Me interesa el movimiento por toda la parafernalia anecdótica y las revistas y André Bretón, pero sobre todo por esa escuela de vida que fue. Algo que no se reducía a un estilo de escritura o de pintura, sino que iba más allá. Vuelvo siempre a Artaud, con quien no debe haber sido fácil convivir, pero yo convivo con él en pensamiento. Y otras cosas: Dylan Thomas o Pavese, lecturas muy formativas para mí, aunque no tengan que ver con mi escritura. Vuelvo a ellos como registros éticos.

Hay otros muchos autores elegidos. ¿Quiénes?

Bueno, sí, César Vallejo, Emilio Adolfo Westphalen, César Moro, a quien estuve traduciendo del francés, Martín Adán, José María Eguren. Podría mencionar también a Lezama Lima, muy presente en otra época. Y del surrealismo argentino, Molina, Madariaga, Pellegrini, que me marcaron mucho. Como la poesía brasileña y la poética del tropicalismo, Caetano, Chico Buarque, y más acá aparecen nombres como Arnaldo Antunes, con quien hice un libro y con quien tenemos algo entre manos, por publicar.

¿Y del cine?

Me interesan mucho las películas de Jacques Tati. Me gusta mucho Bresson, me vi todo (Satyajit) Ray, y escribí sobre él y los semblantes, sobre cómo filma los rostros. Todo siempre en relación a este tema de la inocencia que, para mí, es una preocupación central. El cine me gusta desde chico y me viene por mi viejo que me llevaba a ver películas.

Además de la inocencia, ¿reconocés otros temas recurrentes en tus escritos?

Sí, está también el tema de la contradicción, el contraste en uno, la sensibilidad en contraste. En la contemplación de la belleza hay siempre un elemento discordante, un ruido, algo. Me gusta que eso aparezca como imagen verbal, no necesariamente como descripción sino impregnado en el lenguaje. Y las velocidades de las palabras. Cómo el fraseo tiene velocidades que tiene que ver con asociaciones de sentidos posibles y esa zona de lo intraducible en el texto poético. Hay algo que a la hora de traducir que tiene que ver con la polivalencia, con las frases que están adentro de las frases y con las imágenes dentro de las imágenes, o detrás o al costado. Nombrás algo y es esa palabra, pero a la vez tiene resonancias de otras. Me gusta jugar con la etimología. Cuando estoy en esa, en la escritura aparecen cosas que se me imponen y tengo que buscar qué quieren decir en el diccionario y a veces no encajan semánticamente. Ese desfasaje me encanta.

Eso aparece mucho en tu escritura: palabras que inventás, otras que ya existen pero traés de lejos, como si las rescataras.

Se habla de la desaparición de las especies, pero también desaparecen las palabras, y hay zonas enteras de la experiencia que estamos perdiendo. Matices de la experiencia que se van borrando en el embrutecimiento general. Esto es algo que me interesa como acción, como gesto casi de divertimento, pero también de responsabilidad y de rescate.

¿Qué tiene que tener un poema para ser experiencia poética?

Es difícil definir un poema porque hay muchas maneras de llegar a la experiencia del texto. En todo caso, un texto puede no ser perfecto desde lo formal, pero sí tener una dosis de verdad que trasunta. Eso es lo que no debería faltar. Hay cosas muy bien escritas que a mí no me mueven un pelo. Por ahí son textos famosos, de autores muy reconocidos, pero donde no veo el riesgo, nada. La clave es que, si aparece la representación de lo real en el nivel que sea, ese referente esté ampliado, tratado porosamente, desde sus texturas. Y una colocación de la mirada, que esa mirada emerja como una voz. Alguien que está diciendo algo y tiene algo para decir. Aun si no es un discurso cerrado y coherente, con concepto, a lo mejor son palabras sueltas, pero esas palabras sueltas generan un cierto ritmo, una palpitación, básicamente es un tema de sensibilidad. Y la sensibilidad es algo que también se trabaja y se cultiva, no viene regalada.

Hay algo barroco en toda tu obra, ¿pero qué decís del neobarroco, este lugar en el que inscribieron?

Bueno, eso fue porque salí en una antología y ese es otro legado de Néstor Perlongher, que me dejó varias cositas. En lo americano está lo barroco, si vas a Perú o a México está súper presente. Lo barroco en mí tal vez esté también por la frecuentación de todas esas escrituras.

¿Y lo de transbarroco?

En realidad, la idea de transbarroco es de Haroldo de Campos, a quien traduje y me interesa siempre. Es más o menos lo mismo, un barroco que atraviesa, y es más lindo que sea algo que atraviesa los tiempos a algo que sea neo, la novedad, la renovación.

También te identificaste con la lírica, ¿no?

Sí, la poesía lírica que está desapareciendo, y es otra cosa que me irrita. Por ahí escuchás que dicen qué blandengue o qué bobo, por no ser duro. Si hablamos de poesía lírica en un sentido amplio, el único que me interesa, hay poetas que increíbles. Está Liliana Ponce y Josely Vianna Baptista, una poeta brasilera a quien estoy traduciendo, o la uruguaya Silvia Guerra. Me refiero a voces de un lirismo atravesado por muchas lecturas y capas de experiencia, por una actualidad inevitable, donde igual se rescata esa vibración que tiene que ver con la búsqueda de la belleza en el plano que sea y desde la interpretación que sea. Y donde inequívocamente yo puedo decir: ahí hay belleza. ¿No es increíble que se rechace eso? Al final, en un contexto donde hay que ser anti-lírico, la lírica termina siendo inconformista. Creo que hay una equivocación ahí, por ejemplo, cuando se ve la antipoesía de Parra, muchos se confunden, porque cuando él habla del antipoeta es muy poeta. Al mismo tiempo a mí me encantan los compañeros de generación de Parra que él denostaba: los surrealistas chilenos, entre otros. Y están Huidobro, Gabriela Mistral y su poema de Chile, que es alucinante. Y Violeta Parra, que para mí es la máxima poeta. La canción con ese nivel de poesía y de verdad, de transparencia emocional.

¿Hay algo que no te guste o te moleste de lo que pasa ahora?

Una cosa que me hincha es el enaltecimiento del personaje. Veo mucho personaje con atributos y ese discurso acerca de lo social, desde muchos lugares y que solo tiene razón de ser en el contexto en el que eso merece ser peleado. En este sentido, la idea de la democratización de la escritura me parece medio chanta. Por ejemplo: poesía de tal minoría en relación a tal situación coyuntural. O el discurso del conurbano bonaerense. Me molestan porque  terminan siendo de un enorme conformismo. Y también cuando se habla de lo inclusivo en ciertos casos. ¿Quién soy yo para incluirte? O esta gente que habla de “los pobres”, pero perdón, ¿dónde estás parado vos para decir “los otros”, y por más que la intención sea solidaria? En algunos casos se utiliza la tragedia para ganar premios y viajar, y todo eso me parece tristísimo. No es por ahí. No me interesa.

 

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