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“Manguel debe hacerse cargo ya de la Biblioteca Nacional”

Entrevista a Horacio González
El exdirector de la Biblioteca Nacional habla de la realidad política y cultural del país: de Mauricio Macri, Cristina Kirchner y de su futuro sucesor en la Biblioteca, Alberto Manguel. “La Biblioteca es una gran ciudad”, dice.

Por Patricio Zunini.

Entre 2005 y 2015, Horacio González fue el director de la Biblioteca Nacional. Durante su gestión hubo una revalorización del espacio como usina de pensamientos y en 2011 se creó el Museo del Libro y de la Lengua, que estuvo a cargo de María Pía López. Académico y ensayista erudito, González fue uno de los intelectuales más comprometidos con el kirchnerismo —lo que no le impidió ser crítico con ciertas posturas del gobierno de Cristina Kirchner— y fue uno de los fundadores de Carta Abierta. A fines de 2013, estando en Panamá, González sufrió un ACV y durante la recuperación escribió su primera, y hasta ahora única, novela: Besar a la muerta propone una nueva visita, ahora desde la ficción, al peronismo, el tema que lo obsesiona. Él, sin embargo, se opone a llamarla novela: “Uno se inscribe en una tradición con una palabra”, dice, “y la palabra «novela» es la que más respeto, no la puedo usar con tranquilidad de espíritu”.

Hoy, alejado de su función por el cambio de gobierno —lo que de todas formas iba a suceder porque ya había adelantado que no iba a continuar en la Biblioteca cuando terminara su último período—, Horacio González sigue de cerca los cambios políticos y culturales en el país. En esta extensa entrevista, González habla de Mauricio Macri, Cristina Kirchner y de su futuro sucesor en la Biblioteca, Alberto Manguel.

“Macri está en plena batalla cultural”

Son las once de la mañana en Boedo. González, tal como lo cuenta en El arte de viajar en taxi, vivía en Defensa y Chile. Pero hace cuatro años se mudó buscando una casa que pudiera recibir a los nietos, a la vez que alejarse del ambiente turístico de San Telmo. “De todas maneras”, dice, “nunca hay un lugar exacto donde uno quisiera vivir, por principios hay que descartar los countries y nos gustaba un viejo un barrio”.

—La ciudad me gusta mucho —sigue—. Tengo el tic del cascarrabias y cuando veo una casa vieja que demuelen por cualquier razón, me entra la inevitable melancolía del flâneur. Construimos el Museo del Libro donde había dos edificios de los años 40 que estaban a punto de caerse por sí solos. Discutí mucho con Clorindo Testa, que fue el arquitecto. Recuperarlos era mucho más caro que demoler, por lo que finalmente terminamos optando por la demolición, que era lo que iba a ocurrir de cualquier manera. Clorindo era muy demolicionista. Igual festejaba que la antigua Biblioteca Nacional, esa que ahora está prácticamente en ruinas, la hubiera hecho un arquitecto italiano muy importante de la época, Morra, que era de un pueblito cercano al suyo en Italia, y que es el autor de grandes edificios de Buenos Aires. Ahí hay un gran tema: qué hacer con el edificio de la calle México. Es una polémica en ciernes, porque el supuesto nuevo director, que no sabemos si va a venir, es alguien que estima ese edificio. Ese es el edificio de Borges, de Groussac.

¿Por qué hay tantos sociólogos relevantes en la literatura? Usted fue director de la Biblioteca. Pero hay muchos sociólogos de distintas generaciones: Fogwill, Tabarovsky, Ronsino…

 —Varias veces pensé en ese tema. Una respuesta fácil, pero que no creo tan incorrecta, es ver el fracaso de las ciencias sociales, el fracaso de la misma palabra “Sociología”. Es injusto decirlo desde que tantas personas siguen estudiando, pero da la impresión que hay algo falso en el planteo del conocimiento mismo. Es una palabra mitad latina, mitad griega: socio-logía. Pero después dio una floración muy grande. Que Fogwill fuese uno de los grandes novelistas argentinos y que en sus novelas haya toques de una Sociología salvaje es muy interesante. Lo mismo pasa en los demás casos que mencionás. En Ronsino se reconoce una especie de Martínez Estrada a la luz de Saer, y a la manera de Ronsino. También en Tabarovsky hay observaciones agudas sobre la vida urbana. No nos olvidemos de Gustavo Ferreyra, ni de María Pía López. Da la impresión de que si la Sociología se salva es porque hubo y sigue habiendo procesos de traslado o de traducción a otros lenguajes. Quizá la novela tenga el destino de salvar a los malos planteos científicos. O, si no, queda, aunque sea la convivencia: el matemático no dice que está salvando a la matemática, hace matemática y también una buena novela.

No parece casual, entonces, que haya elegido el género novela en Besar a la muerta para discutir sobre la política, la Academia, la religión.

—Bueno... En realidad, lo que me inquieta y me sigue inquietando es la palabra “peronismo”. Porque es algo así como un sistema adosativo, una especie de magma que se adosa a cualquier situación posible. Así es la política, pero que lo sea hasta el límite que la lleva el peronismo es bastante curioso: Macri es peronista, también. El peronista es quien no sabe que lo es.

En estos últimos años hubo una serie de intelectuales con una injerencia muy grande en la agenda política y cultural argentina: usted, Jozami, Feinmann, que aunque no estaba en Carta Abierta tenía mucha relevancia. ¿Qué lugar ocupan hoy los intelectuales que estaban en un lugar más hegemónico?

—No aceptaría tan fácilmente aquello de “lugar hegemónico”. 

Sí, dije esa palabra y me arrepentí en el momento. Un poco más central, si se quiere.

—Un poco más central puede ser, porque en el sentido más tradicional de “hegemonía”, yo creo que no. El llamado kirchnerismo fue tan atacado cuando estaba en aquel lugar como ahora; diría que ahora más. El discurso de Macri en el Congreso es un resumen de todos los artículos de La Nación durante estos años. Ahora queda claro que nunca se tuvo un lugar central y que el lugar central lo seguía teniendo el mismo grupo de producción de hechos que gobernó a la Argentina durante 200 años. El kirchnerismo fue una forma de cuestionar ese poder. Muchas veces ineficiente, muchas veces sin argumentos contundentes, pero también con ciertos logros que son reconocidos de una forma indirecta. Maquiavelo señalaba que el príncipe nuevo tenía que hacer que se olviden totalmente del príncipe anterior. Lo que está haciendo el nuevo gobierno es eso. Entonces, las cosas que acepta —como las asignaciones, subsidios y demás—, se colocan bajo la advocación del príncipe nuevo y se le retira la competencia a quienes lo desarrollaron. Es una profunda discusión, que se tiñe, además, de las acciones de los Servicios de Inteligencia, que siempre aparecen en los momentos dramáticos del país. 

¿Se refiere a Stiuso?

—El mismo día se producen el discurso de Macri y el de Stiuso. Y son intercambiables. No se puede pensar el discurso de Macri sin el de Stiuso; incluso las palabras de Macri las pudo haber dicho Stiuso en el Parlamento, y las palabras de Stiuso las pudo haber dicho Macri ante la jueza Palmaghini.  

¿Hay una nueva batalla cultural? Quiero decir: en 2011 Beatriz Sarlo dijo que el kirchnerismo había ganado. Pero en 2015, si se dio nuevamente la batalla cultural, el kirchnerismo ya no salió airoso.

—Hubo un gran artículo de María Pía López hace unos años en Página/12 cuestionando el mismo concepto de batalla cultural. Es difícil de cuestionar cuando todo el mundo lo aceptó, cuando lo aceptaron Clarín y el gobierno. Pía señalaba el inconveniente de un traslado tan fácil de categorías de índole bélica a un lugar donde aparentemente no serían tolerables. Lo cierto es que el tema siguió, tanto que Macri está en plena batalla cultural. No sé si él la llama así, pero el discurso del martes fue un discurso específico de la batalla cultural. Batalla cultural, diríamos, es toda aquella producción de símbolos, de iconos, de mensajes, de discursos que están sustentados en la idea de que el gobernante nuevo produce operaciones sobre la memoria que hay que combatir del gobernante anterior. Y la traducción que se hace es la traducción que Cristina explicó muy gráficamente en una plaza aludiendo a los “fierros mediáticos”. No sé si esa expresión era de ella, pero la idea de ejércitos que escriben viene muy lejos de la literatura. Ahí están Malraux o Lawrence de Arabia.

¿Cómo entra la figura del espía en esta batalla?

—El político civil que actúa en los medios utiliza un conjunto de metáforas que inevitablemente están extraídas de los viejos manuales del Siglo XIX o de novelas de espionaje como las de Joseph Conrad o John le Carré que uno ve en la televisión. Una curiosidad: “La vida de los otros”, que tiene a un espía acongojado de la RDA, la recomendó Cristina en un discurso por cadena nacional. “La vida de los otros” es un canto a la democracia. Y después citó en las Naciones Unidas a John le Carré, a mi juicio un gran escritor, para quien la víctima es el espía. No creo que ese sea el caso de Stiuso. Veo la declaración de Stiuso como una truchada más de las tantas que hay en la Argentina. Hollywood es grandioso cuando el sheriff carga toda la crisis de la sociedad sobre su espalda y la verdadera víctima es el que se cree destinado a investigar la vida de los demás.

Feinmann siempre habla bien de “La hora señalada”.

—Tiene razón. Vi “La hora señalada” cuando se estrenó. El héroe individual concentra a la verdadera comunidad, que es traidora y cobarde. Y él la desprecia, le tira la estrella de sheriff y se va con su amor. Es un modelo clásico de relato excepcional. La comunidad se organiza como tal, pero para no atreverse a nada. Y el héroe individual se desgaja de la comunidad para rescatarla.

¿Ese sería Perón?

—En la tesis del peronismo no hay tal desgajamiento. Hay una fusión del héroe individual con la comunidad que lo absorbe. Es una idea del peronismo que está en Cristina: “la patria es el otro” —que me parece que está tomada de “La vida de los otros”. En el peronismo, la comunidad y el director de conciencia de esa comunidad están más integrados.

Retomo la frase “fierros mediáticos”, que usted mencionaba. Específicamente con la palabra “fierros”, Cristina se dirige al público de los 70 que acompañó al kirchnerismo. No veo a Macri diciendo esa palabra.

—No, absolutamente. Por eso sería interesante saber de dónde salió la metáfora, que cubrió varios meses de debate y definió bien a quién se dirigía, que era el diario Clarín. Creo que no estuvo bien encarado bien aquel debate, porque se ignoraba la historia de Clarín. El libro de Sivak salió mucho después; hubiera sido muy útil leerlo en ese momento para ver la complejidad de Clarín. Evidentemente la palabra “fierro” yo la escuché mucho y la debo haber empleado también. No te olvides que es una palabra con múltiples significados. Aunque sin duda el significado setentista implicaba la idea de insurgencia y lucha armada. Le daba mucho poder esa metáfora, porque los fierros pasaban a ser la palabra escrita. El diario ya no se consideraba el suplemento de crítica donde escribían Borges o González Tuñón, donde escribían los literatos, sino que era el lugar donde se disparaban los misiles, que eran las famosas tapas de Clarín. Eso también se basa en el lenguaje de los propios periodistas. Hoy una verdadera pregunta muy profunda es qué es un periodista.

¿Esa pregunta es la que hace que exista Carta Abierta?

—Me parece que sí. Hoy Carta Abierta es un grupo de profesores ya entrados en años que tuvieron militancias en el peronismo de izquierda o en el periodismo sin más. No es que sea un grupo de intelectuales, sino que es un grupo que busca responderse qué es un intelectual. Por ejemplo, hay muchos psicoanalistas, hay médicos muy importantes. Lo cierto es que es un grupo que se dice a sí mismo, es un meta grupo, ocupa un lugar intelectual sin que necesariamente uno haga tareas intelectuales. Y por eso mismo creo que Cristina le tuvo desconfianza.

¿La derrota de la batalla cultural es una de las causas por las que el kirchnerismo no pudo colocar un candidato? ¿Por qué no hubo alguien que continuara el Modelo, con m mayúscula?

—No me hubiera atrevido a decírselo a Cristina, pero nunca pensé que la palabra modelo debía tener m mayúscula. Todas las mayúsculas en política juegan a veces una mala pasada porque llevan a la idea de que hay, no un ámbito de correlaciones y de cambios permanentes en la decisión política, si no un juego de suma cero. Mientras esté uno no va a estar el otro. En ese sentido, hay que debatir incluso cómo usar las palabras connotativas de identidades: kirchnerismo, peronismo. Por supuesto es imposible no usarlas, no decir macrismo. De alguna manera hay que designar esta gran alianza que se ha producido entre radicales, peronistas, conservadores, liberales. La más grande que hubo en el país.

Estuvo la de Braden.

—Sí, pero con el peronismo en otro lugar. Esta es una alianza nueva, no es fácil de definir. Digamos macrismo: ahí se cristaliza algo que, tarde o temprano, como todo cristal, puede empezar a quebrarse. Por eso yo soy partidario de renovar la lengua política; un ideal que también puede ser tachado de usar palabras mayúsculas: Renovar la Lengua Política. Es muy difícil la política. Esa dificultad es lo que se opone a sí misma, la que pone obstáculos a sí misma. Cristina se puso obstáculos a sí misma. Hay cosas que salieron mal. Si Scioli se hubiera presentado en las PASO hubiera sido un candidato real y no alguien elegido a dedo. Por ahí le hubiera ido mejor. Son pequeñas cosas que en su momento parecen poco importantes y que después acaban siendo. Pero si acaban siendo importantes después y no cuando deben serlo entonces hay algo mal. El poder de la autocrítica es un poder sobre el pasado que el pasado no le pide. Hay que pensar en renovar algo que está ocurriendo ahora: el tema de las autorías. Hay autorías de hechos interesantes que no le corresponden al macrismo, pero que se los adjudica. Y si se los adjudica quiere decir que no estaban mal hechos. Por ejemplo, lo que pasa con el Centro Kirchner. Ahí hay varios problemas, empezando por el nombre que perfectamente podría haber no sido ese. La tentación de los gobiernos de movilización popular de poner su nombre es muy grande. Creo que, bajo esa enseñanza, Macri va a resistir esa tentación.

Bueno, pero en su estructura íntima, el de Macri no es un gobierno popular en el sentido que lo tomaba Cristina Kirchner.

—No lo es, aunque busca movilizaciones. Leí en La Nación que Macri se quejó que había poca gente el martes. Eso quiere decir que busca gente. Usaron el Centro Kirchner para mostrárselo ni más ni menos que a Hollande. Ahí cometieron el mismo error que De La Rua llevado por las corrientes que toda comunidad tiene de anticorrupción. La idea de que toda política es corrupta viene de la edad media, entonces cómo no vas a acertar si decís que la política es corrupta. Siempre acierta. Y encima si hace una campaña con los mejores periodistas de Clarín y La Nación sobre eso, acierta también. Y siempre arrinconás a un gobierno así. De la Rua dijo que había que vender el avión corrupto que había comprado Menem, y después no lo pudo vender. Lo mismo pasa con este edificio. Lombardi y Alejandro Katz dicen que se podrían haber hecho 20 centros culturales en el interior: bueno, tenías que despedazar este. En este edificio se puede renovar toda la vida cultural del país. Es cierto que al costo de cierta centralización, pero el que pueda explicar qué es el federalismo argentino hoy sería un genio.

El CCK, como símbolo, se opone al Colón. Y tener dos lugares similares que compiten por el mismo público...

—Es un problema que hay que saber resolver. Marcelo Bielsa, que es un gran pensador estructuralista, se encontró con el mismo problema en la selección nacional cuando había dos nueves: Batistuta y Crespo. Ese choque de dos figuras similares para el mismo puesto es el juego de suma cero característico que anula toda la política, le impide ser un sistema de correlaciones cambiantes y de convivencia. Impide el pluralismo. El Colón y el Kirchner es una disputa que se puede resolver. Como creo que podrían haber convivido las estatuas de Colón y Juana Azurduy. Fue un error muy grande, un notorio error sacar a Colón de la Casa Rosada. Un pequeño ejercicio de pluralidad con las estatuas sería más interesante.

Usted hizo algo así en la Biblioteca cuando agregó la estatua de Gombrowicz para compensar la presencia del papa Wojtyla. Los dos polacos.

—Al embajador de Polonia, que era un amigo de Wojtyla y conocía a Gombrowicz como gran ácrata, muy bien no le cayó. Es un tema porque la Biblioteca Nacional es una institución laica del Estado argentino y creo que es la única en el mundo que tiene un papa como Superman en la puerta. Pero a mí me parecía que estaba bien para la Argentina y más ahora que la Argentina goza del privilegio de un papa. Porque como los papas se visten iguales hace varios siglos, un papa son todos los papas.

¿Se arrepiente de la frase "Vamos a votar a Scioli con el corazón desgarrado"?

—No. Creo bueno vivir angustiado no vivir arrepentido. Es una frase que le cayó mal a los que iban a votar a Scioli sin más, pero no le cayó mal a los que iban a votar a Scioli con dudas. Quizá la expresión desgarrado era un poco estentórea, no era la más conveniente. Pero fue en una entrevista de radio donde uno habla rápido y sin consecuencias aparentes, aunque hoy nada deja de tener consecuencias, una palabrita cualquiera es capturada por una red de pesca que no se sabe quién la dirige. Nadie, el mundo es una enorme red de pesca donde todos pescamos y nos pescan.

“El ministerio ha introducido una política de miedo”

Si no recuerdo mal, la primera gran intervención que se hizo en la Biblioteca fue la exhibición sobre “El Eternauta”. No sé si antes habían hecho algo así. Fue muy grande, con una muestra que tomó la plaza del lector, hubo exposiciones, salieron estampillas.

—Se intentó hacer un Eternauta en la garita que había sobre Las Heras, que le pusimos Witold Gombrowicz, y que antes era un cajero automático, pero no funcionó el equipo de aire que movía la niebla. La del Indio Solari fue más grande. La de Spinetta también. Creo que Manguel —no me acuerdo: leí tantas entrevistas de Manguel—cuestionó si había que tomar la cultura popular del cómic. Yo soy partidario de tomarla, pero me parece bien la discusión. El cómic es hoy una sección de todas las grandes bibliotecas del mundo, con grandes especialistas. Y la Argentina tiene grandes especialistas. No son muchos, pero la Biblioteca los tiene. Incluso se han rescatado historietas asombrosas de principio de siglo.

¿La idea era hacer una biblioteca de puertas abiertas?

—Sí, porque en Latinoamérica hay que hacer esas bibliotecas nacionales. La Biblioteca Nacional tiene que mantener la idea de interrogar toda la cultura disponible. Es como en la época de Groussac y la época de Moreno, que de algún modo estaba vinculada a todos los asuntos públicos, incluso a la guerra. Entre guerra y biblioteca hay muchas relaciones y ocurre hasta hoy que en las guerras las bibliotecas son un blanco muy selecto. El texto fundador de Moreno es inigualable, en ese sentido. Y Borges mismo fue un peleador político. Cuando se dice “la política y la Biblioteca”: Borges escribía los comunicados de la comisión de afirmación de la Revolución Libertadora en su despacho, al igual que Pellegrini escribía sus discursos en el despacho de Groussac, porque eran muy amigos. O sea que la Biblioteca está en el interior de una vida pública que de un modo u otro tiene que ver con el presidente, a quien también le disputa. Groussac fue cuestionado por el Ministro de Cultura, fue cuestionado por Roca, le clausuraron revistas, y no lo echaron.

¿Cómo tomaba la Biblioteca, durante su gestión, las bibliotecas particulares?

—Totalmente activa y con cierta disposición de recursos para comprar, porque hoy, si no comprás, hay un mercado muy fuerte propio de la globalización. Un papelito de Borges puede valer dos o tres millones de pesos o incluso de dólares. Por eso la Biblioteca Nacional no tiene nada de Borges. Tiene los pequeños fragmentos que se están encontrando adentro de los libros. Lo único que había era una versión, de las dos o tres que escribió, de “El muerto”, que él mismo después la donó a la Universidad de Virginia mientras era director. Compramos todo Lugones a la bisnieta, compramos todo lo que quedaba de Macedonio que no está en la Fundación de Villa Ocampo. Una parte pequeña se la compré a Elenita, la nieta, que tenía unos papeles, según ella encontrados un día que empiezo a limpiar detrás del sofá. Compramos mucho y tuvimos donaciones muy generosas, como, por ejemplo, los papeles de Canal Feijóo o de Dardo Cúneo. En cuanto a las bibliotecas hay un problema. La de Bioy, por ejemplo, es un verdadero problema. La biblioteca está en sucesión y hubo una oferta de venta por tres millones de pesos. Yo fui a la Casa Rosada, porque en la Biblioteca no tenía ese dinero y, no voy a entrar en detalles, pero previo llamado a la presidenta me dijeron que me autorizaban a usar ese dinero. Pero siempre hay problemas con los dineros públicos. Yo tenía que informar al Ministerio de Economía, era un trámite complejo, y en el medio, cuando se le dijo a los familiares que el dinero estaba disponible, el precio había aumentado al doble. Y yo ya no estaba dispuesto a hacer complejas tramitaciones en medio de una situación política inestable. No sé cuál será el destino. Lo último que me dijeron es que la iban a parcelar para que aparezca en librerías de anticuario. Otra biblioteca es la de Antonio Carrizo: Carrizo era un gran erudito y yo traté con la familia, pero el Estado tiene las manos atadas. Uno no puede decir: “Te doy 6 millones de pesos”. Tendría que haber una ley generosa hacia los poseedores pero que tenga un resguardo público, para que no se pueda hacer cualquier cosa. Y la ley tendría que garantizar al mismo tiempo no sea tan fácil que esos libros salgan del país.

Hubo una polémica con María Kodama, porque la Biblioteca Nacional puso una estatua de Borges, pero un tiempo después en el Museo del Libro se organizó una jornada en apoyo a Pablo Katchadjian por el juicio que tenía por plagio con "El aleph engordado". 

—Sí, fue así exactamente. Lamento ese incidente porque la estimo mucho a María Kodama. La estimo a ella a través de su drama o, al revés, estimo su drama a través de ella. Ella es la custodia de los bienes de Borges y lo hace de una manera muy esmerada y al mismo tiempo con un costado jurídico excesivo. Nunca me atreví a decírselo así, directamente, aunque varias veces se lo sugerí. He tenido una buena relación con ella, por eso lamento que se haya debilitado, no sé si cortado. Es una persona muy peculiar. Habla con pertinencia de Borges y al mismo tiempo enseguida pasa a la cuestión de la custodia. En ese sentido, varias veces estuve tentado de decirle que no interpretaba adecuadamente el papel de Bioy Casares con Borges. Ella vive en presente todos los diálogos de Borges con Bioy Casares y se expresa tajantemente en contra del libro de Bioy, que a mí me parece una de las grandes memorias bibliográficas y de la historia interna de la cultura argentina, una especie de chismografía iluminada, y un libro oculto de teoría literaria. Con respecto a lo de Katchadjian, muchos escritores encabezados por Aira, eligieron la Biblioteca Nacional para señalar que el modo en que María Kodama custodiaba los bienes de Borges y la intangibilidad jurídica de Borges no era la más adecuada. A mí también me parece eso. Y aunque no me hubiera parecido, si alguien pedía hacer un acto en la Biblioteca… Yo después escribí un artículo, me pareció que estaba dentro de las reglas no escritas de mantener una relación amistosa aún en la discordancia, pero María es muy susceptible al modo en que encara su relación con Borges, con sus papeles y su memoria. Yo, sinceramente, la estimo mucho.

¿Qué les quedó por hacer en el Museo del Libro?

—Creo que María Pía López hizo una tarea excepcional. Su renuncia al Museo es una pérdida grande para la institución pública, pero convivir con lo incierto, y lo incierto se llama Manguel, es muy difícil. Y convivir con esta angustia de si se va a echar gente o no; el ministerio ha introducido una política de miedo. Y ellos mismos están en un dilema: no pueden no echar porque lo han dicho un montón de veces, hay un ministerio con el ostensible nombre de Modernización, que el martes Macri definió sus funciones claramente; al mismo tiempo hay otra concepción del Estado en la Biblioteca.

Lo que dice Pablo Avelluto, el Ministro de Cultura, es que al comienzo de su gestión había 400 empleados y al final dos o tres veces más.

—Sí, sí, sí, no las conté como las contó él. Yo estuve diez años y no las pude contar tan ajustadamente como él las contó en una hora. Sí, dos veces y media, tres. Como todo el Estado: el Estado era una política de empleo. La frase de Macri del martes no fue justa pero un poco define la cuestión. Dijo que encubría la falta de trabajo con empleos de baja calidad. El problema del empleo existió en la Argentina desde siempre y es cierto que el empleo público sustituyó en gran medida fórmulas de empleo más concisas. Yo me hago responsable sobre lo que ocurrió en la Biblioteca Nacional. En primer lugar, la comprensión sobre la Biblioteca tiene que ser de índole cultural, no es sobre el presupuesto, sobre el empleo o sobre si hubo expedientes mal firmados —que pudo haberlos. La Biblioteca creció en actividades y en expresiones culturales y en otros hechos inesperados. Y el personal crecía por muchas vías, como crece el personal del Estado: a través de los gremios, o con especialistas, o con personas que ingresan a su primer trabajo. Este era un caso numeroso de personas y todas ellas no tenían ninguna especialización. Lo que hice, bajo mi decisión, fue la formación de profesiones dentro de la Biblioteca. En una teoría del Estado más liberal se toma por curriculum y concurso a quien está dotado de las capacidades. En muchos casos vinieron especialistas muy importantes, como por ejemplo en musicología. Pero aquellos que no tenían especialización terminaban con una, como bibliotecarios o archivistas. Hay cuatro escuelas en la Biblioteca: una ya estaba, la fundó Borges, que es la escuela de Bibliotecarios; ahora están la Escuela de Encuadernación, que tiene un título de Filosofía y Letras, el Posgrado en Bibliotecología y la escuela para terminar el secundario. La Biblioteca es una gran ciudad, antes cerraba a las 9 de la noche y ahora a las 12. Hay que hacer una revisión del Estado; es una pena que en esta revisión lo único que se les ocurre es que está lleno de grasa y que sobra gente.

Recién hablaba de Manguel como lo incierto. Cada vez que aparece el nombre de Manguel en la entrevista, parecería que se enoja.

—No. Yo lo he leído a Manguel, no de ahora. Y tengo una opinión a tientas favorable. A tientas. Me parece un orfebre, con un grado de erudición notable, que elabora una historia de la lectura y de la posición del lector frente a distintos dilemas: la angustia, el aburrimiento, la persecución a los intelectuales, la clase imputación del intelectual como alejado de la realidad. Siempre lo pensé a Manguel como alguien cercano a los trabajos de Umberto Eco. Es un autor de la globalización. Umberto Eco lo hacía de una manera más precisa: si aparecía Foucault en el candelero escribía una novela atractiva sobre algo que tenía el nombre de Foucault pero no sobre Michel si no sobre un antecesor físico. La última novela de Eco, muy poco leída, El cementerio de Praga, es una gran novela sobre la conspiración sumamente erudita y, al mismo tiempo, manejada con el realismo clásico con mucha ductilidad. Es una gran novela y si no se leyó mucho es porque tiene recursos y exigencias que ya no pertenecen al lector globalizado. Creo que Manguel se mueve dentro del lector globalizado de alcurnia. Dicho esto, que no es un elogio pero tampoco es una gran crítica, me parece que debe hacerse cargo ya de la Biblioteca Nacional. A la distancia no se puede dirigir un aparato tan complejo.

Viviendo hace tantos años en el extranjero, ¿no es entendible que necesite un tiempo para acomodarse y volver al país?

—¿Por qué entendés eso? Si te nombran director de la Biblioteca Nacional, tenés que venir enseguida. Él dice que tiene que dar clases en Princeton: los cursos de posgrado en Princeton son para 10 o 15 alumnos, puede darlos otro profesor con equivalentes méritos. Tiene que venir. Es importante que venga, además, porque el gobierno no tiene una figura de reemplazo y todo los que hay son echadores profesionales de personas. Manguel está en la tradición humanística. Con diferencias en torno a su obra —que eso no importa nada—, quizá con diferencias en torno a su estilo de trabajo —que tampoco importa—, no tengo diferencias con muchos de los enfoques que hace sobre las tradiciones culturales. De modo que prefiero que Manguel esté ya mismo.

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