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Prólogos

"Céline fue un escritor autobiográfico, pero de una raza especial"

Por John Banville

"Si en su vida cometió errores, bastante penosos por cierto, como novelista se mantuvo fiel a sí mismo y a su arte": John Banville presenta el cásico de Louis-Ferdinand Céline.

 

Por John Banville. Traducción de Carlos Manzano.

 

 

 

Voyage au bout de la nuit, o Viaje al fin de la noche, publicada originalmente en 1932, es una de las más grandes novelas del siglo XX, además de ser la mejor novela escrita por un simpatizante de la ultraderecha política, como después tildaron a su autor los críticos literarios de la posguerra. Otras novelas firmadas por extremistas de derecha –como Sobre los acantilados de mármol, de Ernst Jünger, o Kaputt, de Curzio Malaparte– son, como mínimo, interesantes, pero la exuberante misantropía de esta obra cumbre, que no pone en evidencia afiliación política alguna ni expresa ideas antisemitas, es única en tanto obra de arte revolucionaria, y ejerció una profunda influencia en autores tan dispares como Samuel Beckett y William S. Burroughs, Jean Genet y Günter Grass. Podría decirse incluso que sin Céline no hubiera habido Henry Miller, ni Jack Kerouac, ni Charles Bukowski, ni poetas beat. 

Louis-Ferdinand Auguste Destouches –el primer nombre de su abuela era Céline, de ahí el seudónimo– nació en 1894 en el suburbio parisino de Courbevoie. Su padre era empleado en una compañía de seguros y su madre hacía encajes. Años más tarde, el escritor se complacía en proclamar que había pasado una infancia miserable junto a sus padres, con sus constantes disputas, aunque esto pareciera ser otra de sus muchas exageraciones y fabulaciones, ya que un amigo de la familia aseguró que la pareja llevaba una vida relativamente tranquila. Ferdinand tenía poco más de diez años cuando se puso a trabajar de mensajero, pero sus malignos padres deben de haber tenido planes más importantes para él, puesto que lo enviaron a vivir en Alemania por un año y después otro año a Inglaterra, para que aprendiera otros idiomas. Su educación temprana fue casi por completo autodidacta, y desde un principio manifestó el deseo de convertirse en médico. 

Sin embargo, a los dieciocho años se alistó en el ejército francés y dos años más tarde fue combatiente en la Gran Guerra. A pocas semanas de iniciadas las hostilidades fue gravemente herido en un brazo cuando intentaba cumplir una misión bajo la fuerte descarga de fuego alemán, en un acto de audacia –o estupidez, como el más viejo y sabio Destouches habría dicho seguramente– que le valió una condecoración militar y una efímera fama y, posteriormente, su separación definitiva de la unidad de caballería de la que formaba parte. Durante algún tiempo trabajó en Londres, donde se casó –acto que jamás fue validado en el consulado local–, y luego se dirigió a África, contratado por una compañía comercial francesa radicada en Camerún. Tras su regreso a Francia, la Fundación Rockefeller, nótese esto, lo envió a Bretaña para colaborar en la lucha contra la tuberculosis que asolaba la región. 

A principios de la década del 20 Céline estudiaba medicina en Rennes y estaba casado, esta vez oficialmente, con la hija del director del colegio médico. La pareja tuvo una niña, Colette, pero en 1925 Céline abandonó a su esposa y a su hija y consiguió un puesto en la Sociedad de las Naciones que le permitió recorrer extensamente Europa, África y América; su experiencia en el estudio de las condiciones laborales de la fábrica Ford en Detroit le causó una fuerte impresión, y es sobre ese fondo que se desarrolla una de las partes más potentes de Viaje al fin de la noche. Otra vez de vuelta en Francia, abrió un consultorio privado de obstetricia en un suburbio de París, hasta que cerró sus puertas para atender a los pobres en un dispensario público. 

He aquí los hechos que después serían estilizados, aumentados y adornados con fantasías en su primera y mejor logra da novela. Céline fue un escritor autobiográfico, pero de una raza especial. Decir que se comportó honorablemente respecto de los acontecimientos pasados sería un eufemismo. Viaje... es una versión idealizada de su vida.“Las cosas como son / cambian en la guitarra azul”, escribió Wallace Stevens, y la guitarra de Céline estaba afinada en un tono que no se hacía escuchar desde los días de Rabelais, François Villon y Jonathan Swift. Se describía a sí mismo como un lírico cómico, y si bien hay mucho de comedia y de alta lírica en Viaje..., la brutalidad de su visión lo coloca a la par de los trágicos griegos. 

En general, Viaje... es considerada una novela sobre la Primera Guerra Mundial, pero lo cierto es que la secuencia inicial ambientada en la guerra representa sólo una pequeña porción de la narración. Para Céline, la guerra es una suerte de número circense homicida. “Pensé, ¡presa del espanto!”, dice Bardamu, el protagonista,“¿seré pues el único cobarde de la tierra?... Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y armados hasta los dientes... Somos vírgenes del horror, igual que del placer”. Atrapado en este círculo homicida, Bardamu pronto pierde la inocencia y aprende la lección fundamental: “Los hombres son de temer, siempre, los hom bres más que cualquier otra cosa. ¿Y qué es un hombre? ¿Habéis visto la broma que gastan, por nuestros pagos, en el campo a los vagabundos? Les llenan un monedero viejo con las tripas podridas de un pollo. Bueno, un hombre, os lo digo yo, es exactamente igual, sólo que más grande, móvil y voraz y con un sueño dentro”. 

El inesperado fulgor que cierra este símil desagradable es típico del estilo de Céline. Viaje... puede parecer un confuso amasijo pergeñado por un misántropo en apuros, pero de hecho el libro está construido con enorme cuidado y, cierta mente, con belleza. En los intervalos de la furibunda lucha de Bardamu contra el mundo, el humo de los cañones se esfuma y podemos asomarnos a otro paisaje, donde son posibles la paz y la hermosura: 

La gran alameda subía entre dos hileras rosas 

hacia las fuentes. Junto al quiosco, la anciana 

señora de los refrescos parecía reunir despacio

todas las sombras de la tarde en torno a 

su falda. Más allá, en los caminos contiguos, 

flotaban los grandes cubos y rectángulos tendidos

con lonas oscuras, las barracas de una 

feria a la que la guerra había sorprendido allí 

y había inundado de silencio de repente. 

Las frenéticas aventuras de Bardamu lo llevan del frente de combate a un asilo para excombatientes con la psique destrozada, hasta un corazón de las tinieblas conradiano en el África occidental colonizada –“En su inmensa mayoría los nativos eran obligados a trabajar a los golpes, hasta ese punto preservaban su dignidad, mientras que los blancos, adiestrados por la educación pública, trabajaban por su propia voluntad”–, donde es vendido como galeote de la nave que lo llevaría a Nueva York,“una ciudad”, dice maravillado,“admira ble”. Entonces se encamina a Detroit, donde se confronta al horror de la línea de ensamblaje industrial –“Nos transformamos en máquinas, nuestra carne temblaba entre tanto estrépito”–, hasta que al fin huye de la pesadilla del Nuevo Mundo y regresa a Francia, completa sus estudios y se instala como médico en el ficticio suburbio de Rancy, dedicándose a atender a pobres, mutilados, desamparados y todos aquellos faltos de esperanza. 

Antes y durante la Segunda Guerra Mundial, Céline se degradó escribiendo una serie de rancios panfletos antisemitas. Tras la derrota de los nazis en 1945, viajó primero a Alemania y luego a Dinamarca. Fue tachado de colaboracionista y sentenciado a prisión in absentia, aunque después se le otorgó una amnistía y, en 1951, regresó definitivamente a su país. Con el espíritu quebrado y una muy mala reputación, pero igualmente desafiante, falleció en 1961 a causa de un aneurisma cerebral: un feo y triste punto final para la vida de un gran literato. Sus exabruptos políticos no pasarán al olvi do, como tampoco Viaje al fin de la noche, su mayor legado y su obra maestra. Porque se trata de un gran libro, que inauguró un capítulo inédito en la literatura de ficción. La integridad personal y artística de Céline son impares. Si en su vida cometió errores, bastante penosos por cierto, como novelista se mantuvo fiel a sí mismo y a su arte. 

 

 

 

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