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Poesía

"La poesía de Olga Orozco surge del desgarramiento"

Tres poemas de Relámpagos de lo visible

Tomados de la edición de Fondo de Cultura con selección y prólogo de Horacio Zabaljáuregui, tres poemas de la autora argentina nacida en Toay, La Pampa, hace cien años.

Poemas de Olga Orozco.

 

Los poemas que siguen están tomados del libro Relámpagos de lo invisible. Antología, con selección y prólogo de Horacio Zabaljáuregui (Fondo de Cultura Económica, 1998). En su prólogo, Zabaljáuregui sostiene: “Esta selección de poemas es un trazado en un itinerario poético que es cifra del deseo y ola nocturna, donde coinciden el encantamiento y la revelación, la nostalgia del origen y la alquimia del lenguaje. La poesía de Olga Orozco surge del desgarramiento, de la tensión entre el vacío y la plenitud, entre la elevación y la caída, entre la fascinación y la repulsión”.

 

 

En el final era el verbo

Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio.
Son menos que las últimas borras de un color, que un suspiro en la hierba;
fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que fueron.
Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar,
nada que se confunda con su nombre desde la piel hasta los huesos?
Y yo que me cobijaba en las palabras como en los pliegues de la revelación
o que fundaba mundos de visiones sin fondo para sustituir

                                                                     los jardines del edén

sobre las piedras del vocablo.
¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos los alfabetos de la muerte?
¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?
Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de otro abismo,
cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido de víboras,
pero dispuesta a tejer ya destejer desde su propio costado el universo
y a prescindir de mí hasta el último nudo.
Extensiones sin límites plegadas bajo el signo de un ala,
urdimbres como andrajos para dejar pasar el soplo alucinante de los dioses,
reversos donde el misterio se desnuda,
donde arroja uno a uno los sucesivos velos, los sucesivos nombres,
sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la rosa.
Yo velaba incrustada en el ardiente hielo, en la hoguera escarchada,
traduciendo relámpagos, desenhebrando dinastías de voces,
bajo un código tan indescifrable como el de las estrellas o el de las hormigas.
Miraba las palabras al trasluz.
Veía desfilar sus oscuras progenies hasta el final del verbo.
Quería descubrir a Dios por transparencia.

 

 

Cantata sombría

Me encojo en mi guarida; me atrinchero en mis precarios
          bienes.
Yo, que aspiraba a ser arrebatada en plena juventud por un
          huracán de fuego
antes de convertirme en un bostezo en la boca del tiempo,
me resisto a morir.
Sé que ya no podré ser nunca la heroína de un rapto
          fulminante,
la bella protagonista de una fábula inmóvil en torno de la
          columna milenaria
labrada en un instante y hecha polvo por el azote del relámpago,
la víctima invencible —Ifigenia, Julieta o Margarita—,
la que no deja rastros para las embestidas de las capitulaciones
          y el fracaso,
sino el recuerdo de una piel tirante como ráfaga y un perfume
          de persistente despedida.
Se acabaron también los años que se medían por la rotación
          de los encantamientos,
esos que se acuñaban con la imagen del futuro esplendor
y en los que contemplábamos la muerte desde afuera, igual
          que a una invasora
—próxima pero ajena, familiar pero extraña, puntual pero
          increíble—,
la niebla que fluía de otro reino borrándonos los ojos, las
          manos y los labios.
Se agotó tu prestigio junto con el error de la distancia.
Se gastaron tus lujosos atuendos bajo la mordedura de los años.
Ahora soy tu sede.
Estás entronizada en alta silla entre mis propios huesos,
más desnuda que mi alma, que cualquier intemperie,
y oficias el misterio separando las fibras de la perduración y
          de la carne,
como si me impartieran una mitad de ausencia por apremiante
          sacramento
en nombre del larguísimo reencuentro del final.
¿Y no habrá nada en este costado que me fuerce a quedarme?
¿Nadie que se adelante a reclamar por mí en nombre de otra
          historia inacabada?
No digamos los pájaros, esos sobrevivientes
que agraviarán hasta las últimas migajas de mi silencio con su
          escándalo;
no digamos el viento, que ser precipitará jadeando en los
          lugares que abandono
como aspirado por la profanación, si no por la nostalgia;
pero al menos que me retenga el hombre a quien le faltará la
          mitad de su abrazo,
ese que habrá de interrogar a oscuras al sol que no me alumbre
tropezando con los reticentes rincones a punto de mirarlo.
Que proteste con él la hierba desvelada, que se rajen las piedras.
¿O nada cambiará como si nunca hubiera estado?
¿Las mismas ecuaciones sin resolver detrás de los colores,
el mismo ardor helado en las estrellas, iguales frases de Babel
          y de arena?
¿Y ni siquiera un claro entre la muchedumbre,
ni una sombra de mi espesor por un instante, ni mi larga
          caricia sobre el polvo?
Y bien, aunque no deje rastros, ni agujeros, ni pruebas,
aun menos que un centavo de luna arrojado hasta el fondo
          de las aguas
me resisto a morir.
Me refugio en mis reducidas posesiones, me retraigo desde mis
          uñas y mi piel.
Tú escarbas mientras tanto en mis entrañas tu cueva de raposa,
me desplazas y ocupas mi lugar en este vertiginoso laberinto
          en que habito
—por cada deslizamiento tuyo un retroceso y por cada zarpazo
          algún soborno—,
como si cada reducto hubiera sido levantado en tu honor,
como si yo no fuera más que un desvarío de los más bajos
          cielos
o un dócil instrumento de la desobediencia que al final
          se castiga.
¿Y habrá estatuas de sal del otro lado?

 

 

XII

¡Y hay quien dice que un gato no vale ni la mitad de un perro muerto!
Yo atestiguo por tu vigilia y tus ensalmos al borde de mi lecho,
curandera a mansalva y arma blanca;
por tu silencio que urde nuestro código con tinta incandescente,
escriba en las cambiantes temporadas del alma;
por tu lenguaje análogo al del vaticinio y el secreto,
traductora de signos dispersos en el viento;
por tu paciencia frente a puertas que caen como lápidas rotas,
intérprete del oráculo imposible;
por tu sabiduría para excavar la noche y descubrir sus presas y sus trampas,
oficiante en las hondas catacumbas del sueño;
por tus ojos cerrados abiertos al revés de toda trama,
vidente ensimismada en el vuelo interior;
por tus orejas como abismos hechizados bajo los sortilegios de la música,
prisionera en las redes de luciérnagas que entretejen los ángeles;
por tu pelambre dulce y la caricia semejante a la hierba de septiembre,
amante de los deslizamientos de la espuma al acecho;
por tu cola que traza las fronteras entre tus posesiones y los reinos ajenos,
princesa en su castillo a la deriva en el mar del momento;
por tu olfato de leguas para medir los pasos de mi ausencia,
triunfadora sobre los espejismos, el eco y la tiniebla;
por tu manera de acercarte en dos pies para no avergonzar mi extraña condición,
compañera de tantas mutaciones en esta centelleante rotación de quince años.
No atestiguo por ti en ninguna zoológica subasta
donde serías siempre la extranjera.
Apuesto por tus venas anudadas al enigmático torbellino de otros astros.

 

 

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