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"Lo que harían ahí": un cuento de María Rosa Lojo

Literatura nacional contemporánea

"La vida es una enfermedad crónica que termina con la muerte", se lee en este, uno de los nuevos relatos de la escritora argentina publicado en Lo que hicieron ahí (Corregidor).

Por María Rosa Lojo. Foto de Sara Facio.

       

Vivían a la sombra de los troncos levemente inclinados, verdes o sepia, según el ángulo de enfoque. Se aferraban a ellos, cabeza abajo, con el cuerpo afelpado y musgoso. Pastoreaban en las raíces, sorbiendo las sustancias nutritivas de los desechos, colmados y felices.

--Clara, ¿ya te vas?

--Todavía no. Me quedan tres pacientes.

--Yo salgo para la clase. Luego nos juntamos un rato con la gente de la cátedra. Mejor no me esperes a cenar. 

Pablo la saludó desde el umbral con un beso volado. La puerta de calle se cerró con el ruido alegre de quien se va contento. 

Ella le había mentido. En realidad no le quedaban tres pacientes. Despachó pronto a la última: una mujer con lupus eritematoso, que años de tratamientos eficaces habían logrado acorralar y limitar a la mitad izquierda de la cara. Era imposible mejorarla más. Pero no era imposible que en cualquier momento la enfermedad progresara y se diseminase por los órganos internos. 

Extrañaba su época de investigación en laboratorios. Cuando no había que dar explicaciones ni proponerle a nadie consoladoras hipótesis de curación. Solo mirar y anotar las extrañas costumbres de poblaciones celulares que se multiplicaban a su arbitrio, indiferentes al dolor o la humillación de sus portadores. 

Desearía escapar a un lugar así, bajo un paisaje de troncos finos y fibrosos, apenas oscilantes. Sin otra preocupación que succionar, comer, engordar y morir, aparearse y desovar. Montones de huevos, crías supernumerarias y sustituibles, pura exuberancia de la vida. Nada irreemplazable, nada imprescindible. La especie lo superaba todo.

Él había dejado el consultorio abierto. Todas las máquinas parecían impolutas a cierta distancia. El topógrafo, el tonómetro, el medidor de campo visual. Ella se sentó frente al aparato y colocó la cabeza en el hueco, esperando en vano que alguien la examinara. Que alguien le abriera el ojo para taparlo de luz y le dijese cuánto y hasta dónde era capaz de ver. 

Alguna vez, cuando todavía eran novios, y ella estaba echada de espaldas contra la arena, Pablo se había interpuesto entre su mirada y el sol. Pero no buscó los mundos ocultos en el fondo, más allá del iris. Le cerró los párpados para besárselos y le dijo cuánto la quería. Ella pensó, sin embargo, que rehuía mirarla, y que acaso hubiera preferido saberla inofensiva y ciega.

Sobre las superficies blancas y cromadas estaban también los otros. A pesar de todo, sobrevivían. Volvían, persistentes, después de las desinfecciones. Bacterias y esporas, granos de polen que volaban hacia adentro en cada apertura de las ventanas. Virus redondos como planetas, células muertas de la piel y de las uñas que caían como una resaca estelar sobre las tierras frías y también muertas de los muebles y de los instrumentos. 

Pasó la yema del dedo índice sobre el vidrio del escritorio. Debajo de esa tapa había fotos. Se sorprendió como si acabaran de ser tomadas. Eran o habían sido ellos. Muy jóvenes, en la playa del sur donde no veraneaba casi nadie, de pie contra el viento. Una década y media más tarde, en las sierras, cuando aún tenían a Luis. Aferrado a las manos de los dos, aunque ya había cumplido los trece años, achicaba todavía más los ojitos rasgados para defenderse del resplandor de la mañana, que le daba de frente.

Detuvo el índice en la cara redonda de su hijo. Inaccesible, la imagen protegida resistía la presión del dedo. Igual a sí misma mientras el cuerpo de Luis, bajo la tierra, era o había sido un archipiélago de colonias, habitado por atroces conquistadores que proliferaban sin cesar.

El teléfono sonó, sobresaltándola. La recepcionista se había retirado temprano, antes de la salida de Pablo.

--Hola. Consultorio. 

--…………

--Hola. No oigo. ¿Quién es?

Alguien cortó la comunicación del otro lado. No pudo detectar la llamada. ¿Conocía su voz y no esperaba que atendiera el teléfono? ¿Deseaba comunicarse solo con Pablo, escudándose tras la recepcionista, como un paciente más?

Los cajones del escritorio de su marido estaban sin llavear. Todos, menos uno, que no pudo abrir. Había desaparecido la notebook, que él cargaba siempre en el portafolio, y también su pequeña agenda de papel, sobreviviente a la modernización tecnológica.

De todas maneras, ella no las iba a necesitar. Tenía el dato.

Primero volvió a casa. Contra su costumbre, había traído el auto. Caminaría después, para que nadie pudiera identificarla por su vehículo. 

El frío la perturbó al llegar a su dormitorio. La calefacción había dejado de funcionar. En la división hogareña del trabajo le tocaba a Pablo regular la presión de la caldera y Clara no había querido aprender cómo hacerlo, o lo había aprendido y en seguida olvidado, refugiada en la comodidad de esa costumbre. 

Se bañó a pesar de todo, con los restos de agua tibia del tanque. Mejor así. También la calefacción y el agua demasiado caliente eran hábitos tramposos que le convenía evitar, para que no avanzasen las huellas de su propia enfermedad sobre la piel. 

Envuelta en la bata, frente al espejo chico del tocador, comenzó a limpiarse poro a poro.

El bosque de tallos se dobla, violentamente aplastado por un cielo que parece una sábana mojada y blanca. Algunos son arrancados de raíz, junto con los depósitos de grasa que afloran a la superficie. Cientos de ácaros, aletargados y dichosos un segundo atrás, desaparecen bajo los pliegues de la sábana húmeda, arrojados con ella a una sima oscura y metálica, recubierta por una bolsa de nylon, separados para siempre de la tierra natal. 

Se miró sobre la luna serena del espejo, con la cara desnuda. A los costados de la nariz, expandiéndose sobre las mejillas, la piel se enrojecía. Y en la nariz misma se anunciaban capullos de pequeñas pústulas, dispuestas a florecer si no eran rápidamente atacadas con la loción de eritromicina, alcohol y hammamelis

Lo que tenía no era nada si se lo comparaba con el lupus de su paciente. Apenas una rosácea común que se exacerbaba o disminuía según los vaivenes de la temperatura, la aspereza del viento y la violencia de su ansiedad. Y que también le resecaba e irritaba los ojos, obligándola a parpadear más a menudo, como si el mero asomarse por esas ventanas al mundo cotidiano la incomodara. 

Se aplicó Metronidazol en las zonas más afectadas. Y se cubrió prolijamente con un filtro solar de 50 toda la cara. Ya no habría sol, tan tarde, pero la crema suave, apenas coloreada, hacía las veces de maquillaje, uniformaba los desniveles de la piel, disimulaba las incipientes pústulas. 

Bajó las persianas y se aseguró de que las alarmas estuvieran conectadas. Aunque las sirenas domésticas solían desgañitarse en un vacío indiferente, sin que nadie se acercase a ver qué sucedía en las casas aullantes.

Todo bajo control, pensó, cerrando con dos vueltas de llave mientras, por debajo del maquillaje con filtro, los ácaros supervivientes ya estaban emergiendo despacio junto a las raíces anegadas, voraces y empeñosos.

En la cartera deslizó un catalejo, casi como un arma de guerra. Aunque si ganaba, si acertaba el pronóstico, en realidad ella iba a ser la derrotada. 

Esperó la salida de Pablo en el café de la esquina de la Facultad. Tenía un pretexto preparado por si la reunión de cátedra se hacía verdaderamente. Y el punzante deseo de que ocurriese así, de que su marido entrase con los otros al café donde se reunían siempre y ella pudiese decirle, cómo iba a quedarme en casa, de acá salimos juntos, hoy es el día.

Pero Pablo, solo, pasó de largo frente a los ventanales del café, sin fijarse siquiera quiénes estaban adentro. 

Decidió seguirlo a pie. Si iba donde había pensado, llegarían pronto. Clara llevaba botas bajas, con suela de goma, que apenas hacían ruido sobre las veredas desparejas. 

Caminaron tres cuadras y doblaron dos a la derecha. Ahí estaba la casa. Hacía años que ella no pasaba por el frente. Desde el funeral. Se saludaban de lejos con los padres de Javier, y después, cuando Ignacio murió, con Magdalena, sola en la casa demasiado grande, sin los hijos mayores, que trabajaban en Buenos Aires.   

Se detuvo cincuenta metros antes de que Pablo tocara el timbre. Magdalena misma le abrió la puerta. Cuando los dos entraron decidió seguir adelante. El acceso era sencillo. No había rejas, no había paredes altas con el cerco electrificado que estaba de moda en las construcciones nuevas. La casa había envejecido junto con su dueña, sin intervenciones ni maquillajes. Mantenía la verja baja, decorativa antes que protectora, típica de los chalets en los años setenta. Pasó por encima y se acurrucó junto a la ventana del living. Pablo y Magdalena estaban relativamente cercanos y visibles, sentados en el sofá, delante de una mesa ratona. Bebían cerveza y comían aceitunas y queso cortado en cubos. Parecían relajados y entretenidos como en un bar al paso, aunque en un bar no hubieran hecho lo que estaban haciendo. La cerveza caía por la barbilla de ella, como una baba de espuma, y Pablo barría despacio, con la lengua, los restos amargos que bajaban hacia los pechos. Pronto le desabotonó la blusa y quedaron al descubierto, mojados y brillantes. Los pezones eran anchos y oscuros, muy distintos del rosa pálido de los suyos, apenas distinguible del resto de la piel.     

Sacó el catalejo y lo colocó en diagonal. También la cara de Magdalena resplandecía, sin marcas perceptibles. Había cerrado los ojos y se dejaba ir por avenidas blandas de placer. De haber podido aplicar un microscopio al cutis moreno, se hubiera visto una población de ácaros mucho más dispersa y solitaria que la suya. Las pieles sanas no eran tan generosas con esos seres mínimos que medraban a la sombra de la enfermedad. 

Pablo empezó a bajarse el pantalón. La rutina de ejercicios lo mantenía relativamente delgado, aunque estuviera lejos del abdomen liso y tenso de la primera juventud. Clara fijó el lente sobre los glúteos. La masa muscular comenzaba a aflojarse. Cuando Pablo estaba de pie, partes del tejido se achataban y se hundían levemente, nunca tanto como en una mujer de la misma edad. Pero ahora no era posible advertirlo. Glúteos, muslos, pantorrillas, la punta de los pies, los talones, liberados de los zapatos, se habían sincronizado en un vaivén compacto, entrando y saliendo del otro cuerpo, que solo conservaba la falda puesta, remangada sobre la pelvis. Los vellos púbicos, recortados, se veían encanecidos por sectores, cuando el aumento del catalejo los enfocaba al trasluz. 

Hubo quejidos. Hubo algunos gritos pequeños. Él amagaba morderla, con gestos de cachorro. Clara se tocó el cuello. Años atrás, justo por encima de la clavícula, en el costado izquierdo, había lucido, como una medalla circundada de dientes, la huella violeta de una succión profunda.

La cara le empezó a arder, a pesar del fresco. El estrés afectaba los vasos sanguíneos tanto como las fuentes de calor. Inspiró y espiró, rítmicamente, mientras cerraba los ojos. Le pareció oír algo semejante a un maullido. Pero no era Magdalena; un gato blanco la miraba desde el techo. Intentó de nuevo enfocar el catalejo hacia adentro. Los dos bultos borrosos yacían en silencio, quietos sobre el sofá, anticipando el tiempo en que ningún deseo podría despertarlos. 

Ella sí tenía que moverse. La esperaban en el Hotel Amerian, a unas cuadras de la Facultad. Podía llegar, sin agitarse demasiado, en diez minutos de caminata.

No fue necesario que llamara a la habitación. 

Guillermo ya estaba en el bar, de traje y corbata, delante de un vino blanco. Les llevaba a Pablo y a ella por lo menos una década y había sido siempre un tanto formal. Aunque quizás ni siquiera le había alcanzado el tiempo para cambiarse de ropa. Después de todo, traje y corbata eran el uniforme casi obligado de los médicos que los grandes laboratorios mandaban a las convenciones.

Brindaron. Era un brindis de dolorosa conmemoración, aunque ninguno quiso, todavía, recordar el motivo frente al otro.

Él seguía siendo un discreto buen mozo. Todas las becarias jóvenes del laboratorio y el Servicio de Dermatología del hospital (Clara incluida) suspiraban cuando el jefe leía los informes con esos mismos ojos de un celeste diluido y apacible. Pero Guillermo era entonces un hombre feliz, sin mayor inclinación a la infidelidad. Después del nacimiento de Mario, se volvería un hombre reservado y perplejo, aún menos proclive a las tentaciones. Nunca hubiera pensado Clara, en sus años de Universidad y de hospital, que también ese lazo: sus hijos extraños a la norma del mundo, terminaría uniéndolos.

Luis y Mario tenían la misma edad, con diferencia de días. Para Pablo y Clara, Luis había sido el primer hijo y sería el único. Para Guillermo y su mujer, el tercero. A Magdalena y a su marido los habían conocido porque su Javier era compañero de Luis y de Marito. Las tres familias los llevaban a la misma escuela de educación especial, la única de la zona. Vistos de espaldas, a la distancia y con las camperas puestas, parecían iguales, salvo por el color de las cabezas: oscura la de Javier, claras, casi pajizas, las otras dos. Los tres eran bajitos, fornidos, con la tendencia a la obesidad propia de los niños Down. El más gordo era Javier; quizá porque sus padres no eran médicos, y preferían complacerlo con todas las comidas que le gustaban. “Pobrecitos –había dicho Magdalena, mirándola con aprensión, como si Clara fuese la hermana del Dr. Mengele--. ¿No te parece que ya tienen bastante con lo que les tocó?”.

Ella desistió de explicarle, una vez más, los efectos a largo plazo en cuerpos que de por sí ya eran más frágiles. Al fin de cuentas, había sido Magdalena la que tuvo razón. Si Clara hubiera podido saber, con un lente de visión futura, con un catalejo explorador del tiempo, que Luis moriría poco antes de cumplir los quince, con Mario y con Javier, con todos los chicos de la escuela que iban a la excursión, en un ómnibus en llamas, atropellados por un camionero borracho, no hubiese habido nunca un chocolate o un caramelo prohibido. Le hubiera dado cualquier dulce, cualquier objeto de este mundo que volviese a encenderle la cara con su sonrisa fácil, desmesuradamente generosa.

Guillermo y Elena se mudaron al cabo del primer año de duelo. Uno de los hijos se había radicado en Córdoba; el otro en la Capital. Vendieron la casa y Guillermo abandonó la atención a pacientes. Mientras Elena vivió lo acompañaba de ciudad en ciudad, en casi todos sus viajes como prestigioso representante del laboratorio multinacional que lo había contratado.      

La vida es una enfermedad crónica que termina con la muerte, y de esa enfermedad, en mundos paralelos, se sustentan todos los seres imperceptibles que nos componen. Quizá también ellos, los queridos y perdidos. En una dimensión que ningún instrumento puede alcanzar, alimentándose de nuestro amor y nuestra memoria, día tras día, mientras esperamos que el velo se rasgue y lo invisible se haga táctil entre los brazos.

--En realidad viniste por el aniversario.

Guillermo se aclaró la garganta.

--Este simposio coincidía.  ¿Y Pablo?

Clara hizo un gesto evasivo; él no insistió.

Inesperadamente, contra todo pronóstico, empezó a llover. También había llovido la mañana del entierro, durante horas y horas, por toda el agua que no cayó del cielo mientras el ómnibus estuvo ardiendo bajo el sol meridiano.

Guillermo extendió sobre el mantel la mano izquierda, despojada de anillos. Ella colocó la suya justo enfrente. Los dedos se tocaron, yema contra yema, sin entrelazarse. 

La lluvia no cesaba. A esa altura, pensó Clara, la casa sin calefacción debía de estar completamente helada e inhóspita. Como los cuerpos bajo la tierra, bajo la lluvia de aquel otro invierno. Era probable que Pablo no hubiera vuelto. Era probable, incluso, que ya no volviese.

Terminaron la botella de vino y subieron al cuarto de Guillermo, sin saber aún, exactamente, lo que harían ahí. 

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