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"Me pone mal no escribir"

Mariano Quirós

"Si paso una semana y me doy cuenta de que no escribí nada, empieza una cosquillita fea", dice. Acaba de ganar el Premio Tusquets con Tragadero, pero no es el único reconocimiento que este narrador chaqueño que acaba de mudarse a Buenos Aires consiguió. Ni ese el único libro que escribió: Luciano Lamberti lo entrevistó, además, por La luz mala dentro de mí y por Torrente, de próxima aparición.

Por Luciano Lamberti.

Mariano Quirós nació en Resistencia, en 1979. Escribe cuentos y novelas, y llama la atención la cantidad de premios que ha recibido (Bienal-CFI, Premio Festival Iberoamericano de Nueva Narrativa, Premio «Laura Palmer no ha muerto», Premio Francisco Casavella, Premio Festival Azabache y Premio Memorial Silverio Cañada, de la Semana Negra de Gijón, Premio del Fondo Nacional de las Artes). Como si fuera poco, este año, su novela Tragadero ha recibido el premio Tusquets. Quirós es dueño de una prosa sencilla pero efectiva, de un humor bastante oscuro, de historias que en muchos casos abrevan en las fuentes del folclore para apartarse de él.

Nos encontramos una mañana de sábado en el bar El bohemio, para charlar sobre su libro de cuentos La luz mala dentro de mí, publicado por Factotum, de Torrente, que la misma editorial publicará el año que viene, y de Tragadero, que el autor, que hace poco se ha mudado a Buenos Aires, define como una “novela de aventuras”.

 

¿Por qué viniste a Buenos Aires?

Nunca en mi vida se me hubiese ocurrido vivir acá. Al estar en el interior venía seguido a Buenos Aires, por hache o por be. Yo creía incluso que la conocía. Que la entendía. Pero con mi mujer, con la que estamos juntos hace quince años, estábamos muy aburridos. Vivíamos en Resistencia, en pleno centro. Lo que sí los dos teníamos, yo más que ella, mucha familia en Resistencia, que era lo que más me tiraba, soy muy familiero. Fue una decisión medio repentina, para provocar un corte, y fue un corte importante. Un cimbronazo. El transporte público, por ejemplo. La cara de la gente en el transporte público, te desmoraliza.

¿Y a qué te dedicás?

Pedí el traslado en una obra social, del docente. Yo soy comunicador social. Me recibí de eso para estudiar algo, nomás. Yo hice un año de abogacía, medio año en realidad, hasta que me di cuenta de que estaba haciendo cualquier pavada y terminé en Comunicación con la idea de que podía sacar recursos, ponele, para escribir. No quería estudiar Letras, tenía un prurito con eso.

¿Qué leías en esa época?

Yo en la secundaria, por esa cuestión política y sentimental de mis viejos, leía mucho Galeano, Benedetti.

¿Son militantes tus viejos?

Sí, eran, son Montoneros, en realidad.

¿Ah, lo del cuento (“Un arma en la casa”, aparecido en La luz mala dentro de mí) es verdad?

Sí. Ese es el único cuento autobiográfico. Mi vieja estuvo presa unos meses y quedó como asustada con eso. En los primeros ochenta nosotros éramos con mi hermana muy pendejos y se notaba que había como una atmósfera de miedo. Mis viejos se separaron y mi vieja se volvió a juntar y quedaba como una bruma que tenía que ver con eso. Encima nos venimos a vivir acá, un año estuvimos mi hermana y yo y mi vieja dos años. Y fue difícil, como un quiebre. Lo autobiográfico en ese cuento es el viaje a Buenos Aires, sobre todo, y los afiches en las paredes que la volvían loca a mi hermana. Estaban buenísimos esos afiches, eran como de película. Hay uno que está en el cuento que dice “A la carga mujeres cubanas”, que era una ilustración de mujeres vestidas del Che, con fusiles, me gustaría tenerlo hoy para hacerme una remera.

¿Y empezaste escribiendo con ese tono?

Y claro, con esa impronta medio galeanesca. Eso le sale solo a Galeano, imitar eso es como un esperpento. Y siendo adolescente no sabés siquiera lo que estás escribiendo. Después me volaron la cabeza Fresan y Forn. Llegué a ellos por Página/12. El primer diario que leí con gusto fue el diario Sur, que era del partido comunista y que tenía una sección, que era divina, de crónicas deportivas. Automáticamente que quiebra el diario ese aparece el Página, en casa de mis abuelos, que a diferencia de mis viejos son de la izquierda coqueta. Por eso entró el Página a casa. Conseguí Nadar de noche, el libro de cuentos de Forn. La velocidad de las cosas, de Fresán. Él tiene toda la cuestión del fanatismo del rockanroll, que cuando sos adolescente es muy importante. Metía las dos cosas, la literatura y el rock. Te daba la sensación de que podías hacer las dos cosas. Yo no llegué al Página/30, la revista. El padre de mi amigo Germán, que es otro chaqueño que vive acá, las tenía, y había una con notas sobre Stephen King, firmada por Charlie Feilling, que fue como toda una revelación. 

¿Cómo era el clima cultural de Resistencia?

Lo que tiene Resistencia, no sé si la conocés, es que es una ciudad, dijo Miguel Rep, objetivamente fea. Pero es una ciudad muy nueva. En relación por ejemplo con Corrientes, que está al frente, y es una ciudad de la colonia, que tiene 500 años. Resistencia en el siglo XX se empezó a definir como ciudad. En eso es como más escandalosa, también, incluso en la misma conformación de ciudad. Corrientes es como la tradición dura, el argentino folclórico si querés, y Resistencia es como más Latinoamérica. Y esa explosión a mí me da la sensación de más posibilidades de diversidad cultural. Como que tenés de todo en Resistencia, y todo está un poquito más permitido. Con el quilombo del 2001 hubo brotes, como acá, en la explosión de las editoriales independientes. Allá se replicó un poco eso. Ahora tal vez haya como una especie de meseta, aunque puede ser que yo esté más grande y no lo vea.

¿Dónde publicaste tu primer libro?

Nosotros empezamos a hacer una revista, con Pablo Black y Alfredo Germinagni. Se llamaba Cuna. Yo entré como por el costado. Era lindo, pero nos desgastaba mucho. Somos muy inútiles en la parte práctica, en la gestión de dinero. Estuvimos como tres o cuatro años con eso. Hicimos unos veinte números. Teníamos un staff de gente pobre y desesperada, y cuando empezamos con nuestra vida laboral sostener la revista se volvió imposible. De esa revista fue derivando la editorial Cuna.

¿De qué viene Tragadero, la novela que ganó el premio Tusquets?

A esa novela la empecé a escribir hace bastante. La terminé de escribir hace bastante. Pensé que la iba a escribir de taquito, digamos. Venía de escribir una que me había salido así, y creí que entraba en un ritmo que no se me iba a terminar nunca. La novela salió de una idea de Luciano Acosta. Yo quería escribir una de aventuras como para escribir después algo “serio”. Y cuando empecé a escribir esto me di cuenta de que la estaba remando como loco. La terminé más por empeño que por otra cosa. Y en el medio me fui dando cuenta de que había complejizado la aventura. Lo mismo me pasó con el policial. Porque esa cuestión del policial cerradito y estructurado no me convence.

La novela transcurre en un río que aparece también en los cuentos. ¿Tu idea es construir una zona saeriana donde moverte?

En un momento, sí. No tengo problemas tampoco en salirme de eso. No tendría pruritos. Pero sí me gusta mucho ese paisaje que incluso no conozco del todo. Al Tragadero tengo la cuestión pendiente de ir y verlo. Lo veo siempre de pasada. Cuando vas de Resistencia a Corrientes y viceversa pasás por el puente General Belgrano, que es el cruza el Paraná, tenés antes el puente que cruza el Tragadero. Es un brazo del Paraná. Además cuando pasás por ahí te da una sensación de Apocalipsis Now importante. Es un paisaje bellísimo. Mucha vegetación. Luciano Acosta se fue a vivir ahí cerca, un pueblo que queda a veinte kilómetros de Resistencia, Colonia Benítez. Él me empezó a decir que tenía que escribir algo que se llame “tragadero”. Y me contó la historia, no sé si es cierta, del nombre del río, que es un río que traga cosas, personas, ganado. Los peones que perdían una vaca ahí, que por supuesto no era suya, tenían que pagar esa vaca hundidos en el Tragadero, y si zafaban quedaban en el monte aledaño como ánimas, hablando solos. A partir de eso fui armando la historia de un tipo de Resistencia que cae a la Colonia, un pueblo más ominoso que Colonia Benítez. El tipo hizo como un voto de silencio, y en la Colonia se empiezan a preguntar si es mudo, si es retrasado, si es un brujo.

En varios de tus cuentos trabajás con estas leyendas populares pero las usás como disparador o como género, casi para torcerlas.

Uso sobre todo el tono. Me gusta tomar las leyendas y cruzarlas con un tono literario, que la leyenda en sí no tiene. Al cruzarlo con lectura, y con una cuestión más urbana, ahí se produce lo que decís vos. Yo veo ahí algo que hace también Mariana Enríquez, por ejemplo: meterse en las creencias populares y distorsionarlas un poco. A mí esas lecturas, la de Falco, la de tus libros, la de Busqued, que si bien no tiene una cuestión con la creencias populares, sí tiene un tono que puedo reconocer. Además la manera en que él se mete en El Chaco para mí fue reveladora. Todos ellos, incluso Samanta Schweblin, Francisco Bitar o Selva Almada, que tiene un libro precioso que se llama Una chica de provincia, me dieron la sensación de que se podía hacer cualquier cosa. Incluso a esta novela la corté por la mitad después de haberlo leído a todos esos, solo para escribir un libro de cuentos. Yo quería tener mi libro de cuentos, y así salió La luz mala dentro de mí. La idea era cómo contar el interior con tono urbano. Sentí que ahí calzaba. Y lo que hice con el libro de cuentos fue también tratar de darle una unidad, por eso la cuestión familiar que los reúne.

La figura del padre que aparece en el libro es muy risible. Son niños que miran la locura de los padres.

Pensaba en los padres como desopilantes. Los padres que no pueden resolver cuestiones prácticas. Acá efectivamente son unos inútiles.

Lo mismo pasa en Torrente.

Claro, sí. Bueno, es un libro que va a salir el año que viene, ¿no? Ese libro salió especialmente para un premio. Armaron un festival internacional de nueva narrativa, FINN, como “fin del mundo”, lo hacían en Ushuaia, instalaron al jurado allá. El jurado era Alan Pauls, Elsa Drucarof, Cozarynsky, Erccole Lisardi.

¿Cuál es tu rutina de trabajo?

Va cambiando de libro en libro. En algún momento tuve la ilusión de hacerme de una disciplina. Cuando estaba en Resistencia me levantaba a las seis y podía escribir hasta las ocho menos diez, cuando salía para el trabajo, que quedaba a cinco cuadras. En el mismo laburo también me robaba tiempo para escribir. Y en cualquier momento que podía. A la vez que viste que estás todo el tiempo con la cabecita en otro lado. El otro día estábamos con mi mujer en la primera clase de preparto y ella se daba cuenta de que yo estaba pensando en otra cosa, y me lo decía: estás en cualquier lado, hijo de puta. Y acá cuando nos vinimos a Buenos Aires el año pasado se me distorsionó aún más la cuestión de la escritura, supongo que por todo lo que implica la mudanza. Todavía estoy pensando una novela, pero con esta especie de trastorno me está costando escribir a mano. Me pone mal no escribir. Si paso una semana y me doy cuenta de que no escribí nada, empieza una cosquillita fea.

En tus cuentos hay muchas situaciones de violencia o de peligro para los niños. ¿Hay una idea de la infancia como amenaza?

Bueno, ahora precisamente voy a ser padre, en un mes, y todas esas cuestiones me tienen especialmente cagado. No en el aspecto literario sino en el real. Mi barrio es de viejos y de niños, y cuando escucho de refilón las charlas de chicos me da un miedo. ¿A qué mundo voy a traer a mi hijo? No sé si leíste El mundo según Garp, de John Irving, bueno, estoy empezando a tener esa obsesión. En los cuentos pensaba más bien en la cuestión candorosa de la infancia a los que de pronto se les revela la locura de los adultos.

 

 

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