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"Una va descubriendo lo que escribe mientras lo escribe"

Alejandra Costamagna

Con su nueva novela, El sistema del tacto, la escritora chilena vuelve a librerías. "Tal vez los primeros brotes del libro ya venían con ese gesto dislocado entre un territorio y otro. Entre un lado y otro de la cordillera, entre un lado y otro del océano", dice, sobre esa historia de triple nacionalidad: argentina, chilena e italiana.

Por Valeria Tentoni. Fotografía de Gonzalo Donoso.

 

"Y qué monstruosidad los antepasados, puras historias para enloquecer a los niños", escribió María Sonia Cristoff y Alejandra Costamagna eligió como epígrafe para El sistema del tacto, su nuevo libro publicado, finalista del Premio Herralde de Novela 2018. El de la argentina no es el único epígrafe, pero, y la autora chilena trajo también a la italiana Natalia Ginzburg a los portales de su libro para que, desde el arranque, quede en clara su triple nacionalidad. 

Nacida en Santiago de Chile en 1970, Costamagna ha publicado novelas como En voz bajaCiudadano en retiroCansado ya del sol Dile que no estoy (finalista del Premio Planeta-Casa de América y Premio del Círculo de Críticos de Arte). Además, los libros de cuentos Malas noches, Últimos fuegosAnimales domésticos, Había una vez un pájaro Imposible salir de la Tierra. Además cronista y colaboradora en medios culturales, en 2003 obtuvo la beca del International Writing Program de la Universidad de Iowa, Estados Unidos, y en 2008 recibió en Alemania el Premio Anna Seghers de Literatura. 

El sistema del tacto parte con una niña chilena que recibe tres libros prestados, en préstamo: como las nacionalidades que la empujan por los años, los caminos y los vínculos en este libro, los tres libros pasando de mano en mano, dejándose (o no) leer por turnos.

 

 

El sistema del tacto es, entre muchas otras cosas, de algún modo una novela de, como mínimo, doble nacionalidad. La historia lo es, para empezar; ¿cómo diseñaste ese aspecto del libro? En su epígrafe hay una autora argentina y otra italiana -aquí podríamos sumar su tercera nacionalidad-.

Tal vez los primeros brotes del libro ya venían con ese gesto dislocado entre un territorio y otro. Entre un lado y otro de la cordillera, entre un lado y otro del océano. Inicialmente yo quería contar la historia de estos desplazamientos familiares, tanto de la parentela que había venido del Piamonte a Argentina en distintas oleadas de comienzos del siglo veinte, como de los que luego habían hecho el camino hacia Chile en los años sesenta. Me interesaba saber qué habían dejado atrás, cómo habían aprendido a ser otros en estos nuevos destinos, cómo habían cambiado sus vidas. Pensaba en el viaje de mis bisabuelos, cruzando el Atlántico en un barco repleto de inmigrantes, dispuestos a lo que fuera, sólo con boletos de ida. Pensaba en el viaje forzado de mi tía abuela, en calidad de repatriada, con otros emigrantes, en un buque de la postguerra. En su inadaptación crónica al idioma, a los afectos, al paisaje de este lugar remoto. Pensaba en el inicio de una demencia que con toda seguridad fue el peor de sus viajes. Pensaba en su hijo Agustín y el tecleo y las horas del día destinadas a registrar palabras y oraciones y frases de distintos usos, como si estuviera balbuceando una lengua nunca dominada por completo, aunque fuera su lengua de nacimiento. Como si el piamontés de su madre y sus abuelos le abriera una grieta de dudas verbales y necesitara, con urgencia, ejercitar los dedos y conectarlos con esta mente que se iba llenando de pelusas. Pero pensaba también en el recuerdo –tal vez difuso, tal vez muy claro– que debían tener mis padres de su viaje a Chile, a los veintitantos años, solos, cuando dejaron atrás a unos padres y a unos abuelos y a unos amigos y unos acentos que nunca volverían a ser los mismos, decididos a quedarse en este país ajeno. Y, claro, con esas coordenadas el libro pintaba más bien apátrida. O al menos desarraigado. 

Sobre Hebe Uhart, presente desde el comienzo, ¿qué es lo que le agradeces? ¿Cómo fue tu vínculo con ella y sobre todo con su literatura?

Conocí a Hebe Uhart en una visita que hizo a Chile, donde me tocó presentarla. Me pareció que era una persona extraordinaria, de otro planeta. Ella y su escritura: ni una separación entre ambas. Volvió al año siguiente y recuerdo que la pusieron en un hotel mucho más elegante que el anterior. Y ella se quejó: que no necesitaba el lujo, que para qué cinco estrellas si con dos o tres alcanzaba, que por favor la pusieran en el hotel inicial, donde se sentía en casa. Hebe fue quien me entregó, años más tarde, el Manual del Inmigrante Italiano. Ella había encontrado este librito de 1913 quizás dónde y lo tenía en su biblioteca. Y una tarde, hablando de la obsesión mía con los inmigrantes, me dijo: “Por ahí esto te sirve, Ale, ¿no?”. Y no sólo me sirvió, sino que se transformó en una pieza clave para mí. El manual es un artefacto delirante que atraviesa todo el libro. Por lo demás es un texto que podría haber escrito perfectamente Uhart. Hay algo de su humor involuntario ahí, un filo de apariencia ingenua pero tremendamente agudo.

¿Qué de su escritura quisiste atesorar?

Lo que atesoro de ella tiene que ver con su mirada, que en este caso equivale a decir su escritura. La vitalidad, la frescura, el carácter exquisitamente coloquial, genuino, atento a los detalles, con el oído siempre en alerta. Hebe, tal como su literatura, había creado un lenguaje propio, sostenido en el asombro ante lo cotidiano y en una capacidad de percepción única. En el fondo lo que le agradezco es que existiera, básicamente.

La novela atraviesa una historia en planos superpuestos de temporalidades distintas: ¿cómo pensaste al tiempo en este libro y por qué esquivaste la linealidad?

Al principio yo tenía la idea de un libro sin ficción. Pero en el camino me fui encontrando con vacíos, restos, silencios y zonas que se resistían a ser narradas. Y ese doble o triple cruce de fronteras geográficas del que hablaba recién se convirtió también en un ir y venir entre el recuerdo y la incertidumbre, entre la memoria y la imaginación, entre el documento y el delirio, pero también entre el pasado y el presente. Y al ir alejándome de esa referencialidad estable fue primando la idea de que la literatura, por más que abreve de una experiencia (o de la transmisión en el tiempo de aquella experiencia), es siempre construcción. Entonces apareció la inquietud no de restituir ni de recuperar las historias como piezas de un pasado, sino de volver a hacerlas presentes como fantasmagorías que no acaban hoy. Si te fijas, los protagonistas narran desde un tiempo presente que para cada cual es distinto, pero que al mismo tiempo contiene al otro en esta zona borrascosa. El libro se fue armando así como un rompecabezas (me gusta esa palabra porque escribir es también romperse un poco la cabeza), con piezas dispersas, vinculadas entre sí más por imágenes que por la trama. Era como si la noción de tiempo y espacio de pronto explotara y entráramos en unas coordenadas más cercanas a una alucinación que a un reflejo de lo real, donde se volvían muy importantes los distintos engranajes del silencio. Y ahí no cabía ninguna linealidad.

A la novela ingresan muchos materiales: notas, cartas, fotografías, entradas de enciclopedia. ¿Cómo ideaste este libro que como soporte alberga tantos tipos de texto?

El proceso de escritura y armado de la novela está colado de alguna forma en la novela misma, aunque no lo veamos explícitamente. Hubo un momento en el que yo, tal como la protagonista, me encontré con un arsenal de materiales que sacudió y desordenó todo. Porque a esas alturas ya había renunciado al registro documental, entonces ¿qué hacía con todo esto? Pero pronto me di cuenta de que los materiales no estaban ahí para contarme el pasado tal como había sido, sino para seguir dislocando el presente y alimentando el sentido de residuos, de jirones, de imágenes quebradas, de vestigios. Al final éstas eran piezas tan desarraigadas como los mismos personajes, que venían a desestabilizar el recuerdo. Me gusta lo que plantea Florencia Garramuño cuando habla de la relación entre archivo y memoria. El archivo, dice, posibilita la memoria, “pero está siempre atentando contra las memorias ya construidas, contra las historias ya contadas”. Eso fue exactamente lo que ocurrió acá con estos y otros hallazgos, que de alguna forma transfiguraron las historias que tenía a medio construir e intensificaron el vaivén entre lo ficticio y lo real.

¿Hubo un trabajo de documentación e investigación para escribirlo? ¿Cómo fue?

Este libro lo estuve escribiendo durante años, tal vez sin saber que lo estaba escribiendo. A fines de los 90 grabé una conversación con Nélida, mi tía abuela, que luego perdí. Pero el eco de su voz quedó ahí, rondándome. Cuando ella y los demás familiares cercanos murieron, viajé mucho a Campana, recorrí cada rincón del pueblo, escribí un par de novelas ambientadas ahí, incluso, volví a hacer el recorrido por tierra que hacía con mis padres en los años 70 desde Chile a Argentina, visité el Museo de la Inmigración en Buenos Aires, revisé archivos sobre las oleadas migratorias, me quemé las pestañas buscando en librerías de viejo las novelitas de terror que leía en la infancia y viajé un par de veces al pueblo de Trinitá en el Piamonte, donde entrevisté a los pocos parientes que quedaban vivos. Pero entonces me di cuenta de que todo este proceso de investigación y las horas y los kilómetros recorridos tenían más que ver con el acto de recordar que con el recuerdo mismo. Y que no podía ni quería estar presa de los documentos ni de los datos encontrados; que no me interesaba procesar los hallazgos como fuentes de información sino más bien como materialidades que se incorporan al relato desde un lugar inestable. Que el sentido del rastreo era detenerme en los vacíos de la memoria para observar, con atención quirúrgica, sus trizaduras y sus pliegues.

La historia de las dictaduras latinoamericanas aparece en esta novela, ¿qué intentaste transparentar en la inclusión de estos episodios de la historia reciente?

Me parece que en el libro hay varios terrores superpuestos. Por un lado, las resacas de la Segunda Guerra Mundial, especialmente en el personaje de Nélida y en su entorno. Y por otro, las huellas de las dictaduras de Chile y Argentina, y el conflicto limítrofe que desató un patriotismo feroz en ambos países. Me interesaba especialmente hacer foco en 1978, porque es un año cargado de represión, ilusión y derrota, donde están el Mundial de Fútbol, la casi guerra fronteriza, la posterior mediación papal, en fin, un caldo de cultivo para las mentes desquiciadas que rondan el libro. Pero están también las novelitas de terror como alucinaciones que alimentan el clima opresivo puertas adentro, las mierditas del día a día. Yo diría que los distintos descalabros se cruzan como espejos de espejos de espejos. En la misma lógica del vaivén entre el pasado y el presente o entre la memoria y el documento, los terrores van acá desde lo público de un momento histórico puntual hasta lo íntimo del mismo momento o de otro que llega a ser convocado. Un ir y venir permanente entre la historia y la intimidad.

Otro de los temas incluidos es el de la inmigración, pero sobre todo como extranjería: ¿qué idea de extranjería te rondaba? "La chilenita" también parece ser una extranjera dentro de su propio cuerpo, ¿no?

Más allá de las circunstancias puntuales que les toca vivir a los personajes, pienso que lo que los vincula es el desarraigo. No sólo por el asunto de la migración, que sería lo más evidente y que afecta especialmente a Nélida, sino por la sensación de no pertenecer, de ser “otros”, de no encajar en los moldes de familia tradicional o no ser sujetos funcionales a un sistema productivo. En el fondo se trata de identidades rotas. Ellos son o se sienten seres erráticos, raros en su tiempo, sin tacto, fuera de campo, fuera de sí. Lo que está en juego acá es el deber ser que los presiona. Hay muchos puntos de encuentro entre Nélida, Agustín y Ania que trascienden el tiempo, las generaciones y el lugar que ocupan en el orden familiar. Yo diría que, cada uno en lo suyo, estos personajes buscan un arraigo perdido o acaso nunca adquirido. Y en esa búsqueda cabe también la del cuerpo, como dices. Ania, a ratos, parece habitar un cuerpo que no le pertenece, que la abandona mientras su mente se dispara hacia otras orillas.

La maternidad también está tematizada, desde los ensayos dactilográficos hasta las conversaciones entre las primas. En pleno auge de una nueva ola feminista, ¿por qué creés que es importante incorporar en las tramas cuestiones como estas?

Para mí el personaje de la chilenita hubiera quedado incompleto si no incorporaba la tensión que experimenta con el mandato de la maternidad. Pero no porque sea un tema contingente, sino porque estoy hablando de herencias, de genealogías y de ciertas opresiones al interior de las familias que vienen acompañadas por una cadena de posibles rupturas. Si Nélida no pudo rebelarse frente a la tutela de un padre ni a la de un marido y terminó perdiendo el mate en la tensión con su pasado, tal vez la chilenita sí pueda hacerlo en esta especie de posta hacia el presente. Al menos tiene voluntad de hacer las cosas de otra forma, de cambiar la historia. Y el genuino deseo de no reproducirse es una de sus herramientas. Por supuesto que todo esto lo digo ahora que me lo preguntas, mirando el libro con distancia, como si no lo hubiera escrito yo. Porque la verdad es que al momento de escribirlo ni se me pasaban por la cabeza estas ideas tan concretas. Tal vez sí había una especie de deslinde autobiográfico de fondo, y eso iba moviendo los hilos de manera más o menos inconsciente. Porque una va descubriendo lo que escribe mientras lo escribe, y mientras puede leer lo escrito como algo ajeno.   

El sistema del tacto sigue la célebre tradición de libros finalistas del Concurso Herralde: ¿qué implica para vos ese premio, cómo te pensás dentro del catálogo al que ingresó la novela?

Un premio siempre es bienvenido, porque implica el reconocimiento a un trabajo silencioso que dura varios años. Y visibiliza el libro y lo hace circular por lugares a los que tal vez no llegaría si no existiera esta circunstancia. Eso lo agradezco muchísimo. Y, bueno, publicar con Anagrama para mí es un premio en sí mismo. Me encanta la compañía que eso supone, desde Pedo Lemebel o Roberto Bolaño hasta Mariana Enriquez o Vera Giaconi.

Ya que el libro cruza la cordillera todo el tiempo, ¿cómo ves a la literatura argentina contemporánea? ¿Qué autores has leído o leés? ¿A qué escrituras prestás atención?

En general me parece que la literatura argentina, especialmente la narrativa, está más viva que la chilena. Puede que sea una ilusión óptica, pero me refiero a la frescura, a la capacidad de sacudir, de romper moldes, a abordar el ridículo o el absurdo, a ser menos grandilocuente. Me seducen mucho el oído y la plasticidad de autoras como Gabriela Cabezón Cámara, Inés Acevedo o la misma Hebe Uhart, por nombras a tres mujeres de distintas generaciones. Además tienen a las mejores Marías del continente: Moreno, Gainza, Negroni y Cristoff. Si me pongo a pensar en sintonías posibles de El sistema del tacto con novelas contemporáneas, se me vienen otras tres argentinas: Buena alumna, de Paula Porroni; La habitación alemana, de Carla Maliandi, y La ingratitud, de Matilde Sánchez. Los registros y las cadencias naturalmente son muy distintos, pero hay algo del orden de la filiación y la herencia y la huida y el no hallarse que me genera más de una resonancia. La verdad es que presto o trato de prestar bastante atención a la escritura del otro lado de la cordillera.

 

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