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Entrevistas, declaraciones y silencios 

"Encuentro por demás convincentes las razones que da César Aira para oponerse a que los escritores tengan que dar entrevistas", arranca el autor de La vanguardia permanente.

Por Martín Kohan.

 

 

 

Encuentro por demás convincentes las razones que da César Aira para oponerse a que los escritores tengan que dar entrevistas. Recuerdo lo que dijo hace un tiempo: que diciéndole que sí a uno, tendría que decirles que sí a todos, y que entonces no terminaría más. Un criterio consistente que remite por un lado a un imaginario muy propio de las ficciones de Aira, el de la serie que se abre y se dispara hacia un infinito de vértigo; pero también, por otro lado, en otra frecuencia, a la tesitura de Marcelo Bielsa de tratar a todos los medios por igual, sin jerarquizar grandes o chicos, lo cual me resulta admirable.

A esos argumentos se agregan estos otros: que no es fácil sustraerse, en tales circunstancias, al vicio de la autorreferencialidad; ni tampoco a la función penosa de quien hace “promoción” (el escritor normalmente desatendido que debe salir a ocuparse, cuando toca, de la “promo” de su “novedad”). No está desactivado tampoco, más allá de Roland Barthes, el mito de la autoridad del autor, la del que, como soberano del texto en cuestión, dado que lo escribió, pretende establecer qué significa o no significa, cómo hay que leerlo y cómo no, cuáles eran sus intenciones y qué es lo que hay que entender (identificando insólitamente lo que se quiso decir con lo que hay que entender; y antes, por necesidad, lo que se quiso decir con lo que se dijo).

En resumen: leo los fundamentos de la postura de Aira y por cierto me convencen.

A la vez, sin embargo, me pregunto: ¿no hay otra alternativa posible? ¿Otra forma de estar y de decir? ¿Alguna manera de sustraerse, incluso ocupando la escena? No se es escritor todo el tiempo (o no es inexorable que se lo sea); Hebe Uhart, para el caso, decía que ella era escritora solamente cuando escribía. Pienso por ejemplo en la alternativa de retirar al escritor de la escena y reemplazarlo subrepticiamente por el lector que ese escritor es. No para referir “lecturas e influencias” (eso supondría subsumir al lector en el escritor, que seguiría por lo tanto ahí), sino para correrse uno y hablar de otros, de libros de otros, de literatura de otros.

César Aira, en la entrevista que recientemente le hizo Alan Pauls, menciona a David Viñas y su “virilidad”: una clave de su propio retraimiento como resolución por contraste. El señalamiento, por supuesto, es nítido, y la palabra elegida, obviamente, es exacta. ¿Es esa clase de virilidad, en cualquier caso, la única manera de tomar posición, de intervenir, de aportar, incluso de ser vehemente? Por otra parte me pregunto asimismo, manteniéndome en la referencia ofrecida por Aira, ¿David Viñas se posicionaba en tales casos (en las notas de la contratapa de Página 12, en el desparramo crítico de “Los siete locos” de Cristina Mucci o en mesas redondas de acaloramientos retóricos) en tanto que escritor ficcional, en tanto que autor de Los dueños de la tierra o Cosas concretas o Cuerpo a cuerpo? ¿Se posicionaba como crítico literario, autor de Literatura argentina y realidad política? ¿O se posicionaba, vamos a decir así, como intelectual?

En la toma de posición del intelectual se jugaba, como sabemos, una moral y un mandato, un deber ser: el de Sartre. Pertinente por cierto para un caso como el de Viñas. Ahora bien, una vez más, ¿es acaso la última alternativa para una intervención intelectual en la esfera pública insuflarle, no ya los tonos de la virilidad, sino los de la ejemplaridad de una responsabilidad ética? En vez de esa impronta, que conlleva de por sí un reproche implícito o explícito al que se abstiene o al que prescinde, endilgándole fatales negligencias, fatal complicidad, ¿por qué no concebirlo más bien apenas como una opción posible, ni mejor ni peor que otras? Un intelectual que elige, sin por eso pretender ser preferible a otros, poner en circulación sus ideas en los medios de comunicación; ir a la televisión, ir a una radio, escribir en diarios, responder  entrevistas. Además de lo que pueda hacer con sus libros, ya sean de ficción o de ensayo.

Quisiera agregar, si se me permite, una referencia en cierto modo personal. David Viñas fue para mí, antes que un novelista o un cuentista o un crítico literario, un profesor en la universidad. Concretamente: empecé a cursar Literatura Argentina I, la materia que él dictaba junto con Eduardo Romano, en marzo de 1986, antes de leer sus cuentos y sus novelas (después los leí todos) y sus textos críticos o ensayísticos (después los leí todos). Por lo que no dejo de preguntarme también por esa condición (que hoy por hoy yo mismo tengo), la del docente universitario. ¿No es una posibilidad interesante, sin imperativos ni pretensiones de superioridad, la de buscar una ampliación del radio de circulación de los saberes, traspasar la delimitación de los espacios académicos (no necesariamente acotados, si se trata de la universidad pública) para suscitar otras interpelaciones a otros interlocutores en otros registros y en otros ámbitos?

Algunos de mis profesores de entonces (como el propio David Viñas, Noé Jitrik, Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia) lo han hecho o lo hacen. Lo han hecho o lo hacen igualmente otros docentes, más de mi generación (como Carlos Gamerro, Daniel Link, Gonzalo Aguilar). Y lo han hecho o lo hacen (porque ya tengo edad para eso) algunos que cursaron conmigo (como Laura Isola, Soledad Quereilhac, Pablo Debussy). Espero no estar poniendo en juego algo del orden de la mera vanidad si digo, como quisiera decir para terminar, que a mí eso me parece valioso.

 

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